sábado, 11 de junio de 2016

Colectivo 92, por Sara Giraldo

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Sara Giraldo Posada

Ya llevaba algunos días en Buenos Aires, era jueves y aún no había decidido cuál era el plan. Me desperté tarde y me quedé con mi amiga ayudándole a arreglar el apartamento que estaba vuelto un caos, pues el día anterior había entregado unos diseños que llevaba armando durante cuatro jornadas seguidas sin dormir. Venía puliendo desde eso yo también mis pocas aptitudes para las manualidades mientras trataba de ayudarle en cualquier actividad de poca importancia pero que le quitaba tiempo. Fui por instantes asistente de diseñadora de indumentaria.

Arreglé el jardín, mientras ella recogía los recortes de tela, los alfileres del suelo -que habían encontrado hogar en las plantas de mis pies, llenos de ampollas consecuencia de todo lo que había caminado esos días-, guardaba las máquinas de coser y los hilos. Luego, desayunamos y partimos, ella a su facultad y yo, pues decidí a último momento ir a la Biblioteca Nacional y al Museo de Bellas Artes. Así que tomé el colectivo 92, me bajé en frente de la facultad de ingeniería de la UBA, a pocas cuadras de la biblioteca.

Al llegar al lugar, pregunté por la visita guiada, algo que normalmente no hago pero por alguna razón inexplicable sentí el impulso de hacer. Todo pasa por algo, me dirigieron hacia donde se encontraba Susana Jurado, una señora de más de sesenta años, que con un cariño exuberante por su trabajo, explica con espíritu de maestra –pregunta, regaña, evalúa, y si tienes suerte te da un “10 admirado con estrellas” cuando respondes algo bien- todo sobre la historia del lugar, la evolución de la escritura y del libro, también el estado de las bibliotecas en el mundo. Esta abuelita pintoresca, que según ella con la edad se ha vuelto menos tolerante a la estupidez humana, es la joya más preciada que tiene el sitio. Cuando nos presentamos, únicamente éramos ella y yo, comenzó su discurso así:

Argentina se independizó en 1810, el 25 de mayo. En septiembre del mismo año Mariano Moreno decidió construir la primera biblioteca pública de Buenos Aires. Argentina entonces no estaba federalizada, y para ello acudió a los ricos de la ciudad y los invitó a participar de su construcción por medio de donaciones de ejemplares o colecciones. No dejó de lado solicitar la colaboración de la iglesia católica que siempre ha tenido cantidad y calidad de textos invaluables, sin embargo la generosidad eclesiástica no fue acorde y muchos decidieron no realizar ningún aporte. Por fortuna para la cultura bonaerense, después argentina, Moreno no aceptó la negativa como respuesta e incautó los documentos. Así comenzó a conformarse el inventario de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, que en esa época reposaba en el Cabildo de la ciudad.

Ahora bien, cuando Argentina pasó a ser federalista y su capital se constituyó en Buenos Aires, la biblioteca pública de la ciudad adquirió inmediatamente el título de Nacional. Curiosamente en Córdoba parece que existía una biblioteca, o mejor, una colección de títulos más amplia, pues este lugar había sido el asentamiento de los jesuitas y por su afinidad con la ilustración y la cultura, poseían un mayor inventario de volúmenes.

De esta manera, la biblioteca se ubicó en la calle México, en lo que iba a ser un edificio para la Lotería Nacional de Argentina. Y allí permaneció por casi cien años, desde 1901 hasta 1992, cuando fue inaugurada la nueva sede.

La mudanza de la biblioteca fue causada por uno de sus directores más ilustres: Jorge Luis Borges, quien acudió personalmente ante el presidente Arturo Frondizi, a manifestarle que el edificio en que funcionaban las instalaciones no era un lugar adecuado para la correcta conservación de los ejemplares, ya que estos se ubicaban en estanterías a plena vista, es decir, expuestos a la luz, el ambiente y a los temidos ácaros (ahora el depósito se encuentra subterráneo y es climatizado), de esta manera el presidente ordenó, por Decreto, un lugar destinado a la construcción del nuevo edificio. Un área conformada por tres hectáreas, que se encontraba entre las avenidas del Libertador y Las Heras, y las calles Agüero y Austria. Justo donde había sido el palacio Unzué.

Esta era una residencia de veraneo de la familia que llevaba ese apellido, pues en la época, estaba justo a la orilla del río de La Plata – que hoy en día se encuentra a kilómetros del lugar-. Dicho inmueble fue incautado posteriormente por el Estado, aunque no hay registros de la razón para hacerlo (Susana cree que fue un asunto de impuestos, pero aclara que no es más que una suposición), y luego se convirtió en una residencia presidencial. El único presidente que habitó el edificio fue Perón, tanto así que allí fue donde murió Evita. Finalmente, este fue tomado y destruido por los militares, en su lugar, los milicos sembraron pasto con la ilusión de borrar de la memoria cualquier recuerdo de Juan Domingo y su esposa. Lo único que permaneció de la construcción fue la casa del servicio, que hoy en día, irónicamente, es el museo de Juan Domingo Perón.

Volviendo a la construcción de la Biblioteca Nacional de Argentina, desde 1958, que fue cuando Borges abogó por una nueva ubicación, hasta que esta se inauguró, pasaron treinta años.

En la actualidad, la Biblioteca Nacional Mariano Moreno, cuenta con una estructura arquitectónica brusca y, a primera vista, bastante impersonal. Por lo menos hasta que se entiende el origen de su estilo de construcción.

El estilo europeo brutalista, es concebido en la época entreguerras, por ello se preocupa porque la propuesta sea funcional y económica (no de bajo costo, sino que economice recursos), por ello utiliza como fachada hormigón sin revestimiento, prioriza la luz natural, las salas de lectura tienen un ventanal de 360°, y los sótanos  a través de unos cilindros o lucarnas que transportan la luz desde la planta baja, pueden también gozar de la iluminación del día.  El hall de entrada está despejado para hacer las veces de escenario al aire libre, es también propio de este estilo la construcción de rampas – como método de inclusión de los heridos en las guerras-, las cañerías a simple vista, así como los pisos colgantes, es decir, dentro de lo que desde afuera parece un solo piso, existen una serie de “cajones” que cuelgan, y así se aprovecha el espacio al máximo. Por último, desde el exterior, el edifico recuerda la forma de una mesa pues la parte superior, que es chata, se sostiene sobre cuatro columnas, similares a unas patas.

Al edifico lo cubren en este momento, externa e internamente, carteles y pancartas que protestan contra los 224  despidos producidos dentro de la planta de personal de la Biblioteca en lo que va corrido del período de gobierno del presidente Macri, que apenas se posesionó el 10 de diciembre de 2015 y, a su vez, en el corto mandato de su nuevo director Alberto Manguel, de quien muchos quisieran ver desde ya colgado el retrato dentro de la Sala del Tesoro – lugar donde reposan los documentos antiguos, valiosos y restringidos al público- donde solo tienen lugar aquellos de los directores que han fallecido.

Ahora, dentro de este edifico brusco y crudo, reposan artículos invaluables para la historia universal como dos rollos del antiguo testamento, veintiún incunables, que son libros que se remiten al período desde la creación de la imprenta hasta principios del Siglo XVI, una biblia original de Gutemberg primera edición, y también manuscritos de Santo Tomás de Aquino. Así como elementos originales de la biblioteca de la calle México como escritorios, sillas y lámparas para los lectores, que chocan abruptamente con la nueva dotación moderna y minimalista. Está, a su vez, el escritorio de Borges y de Paul Groussac (otro de sus importantes directores), un monumento a Evita, que se ubica en la parte posterior del lote, de cara a la Avenida del Libertador, y justo al lado, otro en homenaje al Papa Juan Pablo II, que fue donado por la comunidad polaca después de que él visitara el país y celebrara una misa desde ese mismo lugar.

Todo lo relacionado con los objetos más preciados del recinto me lo contó cuando entramos a la Sala del Tesoro, en el cuarto piso, a la que ningún visitante tiene acceso, sin embargo, ser la única de la visita que acompaña a la que posiblemente sea una de las funcionarias de la Biblioteca tiene sus ventajas. Después de que ella entrara primero y solicitara permiso para que yo pasara pudimos entrar, allí observé con mis propios ojos una página de la biblia de Gutemberg, y uno de los manuscritos de Santo Tomás de Aquino. Estos reposaban en una vitrina en el centro de la sala, en la que no había nadie más que investigadores acreditados y nosotras. Aunque mi primera reacción fue quedarme estática ante esos especímenes, Susana insistió en que era necesario que admirara y valorara otra cosa que para ella era importante, los contenedores de los libros que nos rodeaban, es decir, los estantes o bibliotecas. Todos eran de la antigua biblioteca de la calle México, en madera, gruesos, robustos, cálidos, con calados y figuras, algunos de ellos giraban. Sin duda unas estanterías dignas de guardar lo que guardaban. Recalcó enfáticamente esto, dijo que hoy en día estos muebles no se hacían más, y tenía razón, los de ahora están desprovistos de detalles, de amor, no tienen ningún valor agregado.

Después de admirar el mobiliario de la Sala del Tesoro, continuamos con el recorrido. Fue entonces cuando me contó que, como si fuera poco, la Biblioteca Nacional cuenta con una sala de lectura para no videntes, además con otra a la que se pueden entrar alimentos, pero nunca documentos de propiedad de la biblioteca, con el objetivo de servir como lugar de estudio para personas que se dirigen a la capital a cursar la universidad y posiblemente  en sus residencias no cuentan con un espacio apropiado para hacerlo.  

Por último, en 2010, cuando se cumplió el bicentenario de la Biblioteca, se construyó como homenaje el Museo del Libro y de la Lengua, en el que se expone de manera permanente la historia del libro y de las editoriales en Argentina, así como un recuento de la evolución del “lenguaje porteño”, también cuenta con una segunda planta en la que se presentan muestras o exposiciones que varían según la época.
Cuando pensé que ya era el final, me llevó a un sofá y me dijo que era importante que me contara varias cosas que se le habían quedado en el tintero, y con esa dulzura comenzó a relatarme que el hombre había empezado a escribir en las cavernas, sobre tejuelas –que son láminas de barro-, y básicamente sobre cualquier superficie desde finales del IV milenio a. C. Lo sorprendente es que a penas con la utilización del papiro en el Siglo IV a.C. fue posible borrar. Antes, lo que se escribía quedaba grabado, casi literalmente, sobre piedra. Con el papiro, era posible remover la tinta de su superficie, lo que repercutió no solo en ofrecer la posibilidad de equivocarse, sino que también se configuró una nueva manera de “eliminar” la memoria. Es imposible saber cuántos o cuáles textos fueron borrados para poder reutilizar el papiro.

También me compartió que ninguna biblioteca nacional del mundo presta sus libros para que los lectores se los lleven a sus casas, pues su función es custodiar los ejemplares. No obstante, la gran mayoría está disponible para consultar directamente en sus salas.

Otro de los datos maravillosos que compartió conmigo fue que por lo general, todas las bibliotecas nacionales se ubicaban en las capitales de los países, a excepción, por ejemplo, de la de Holanda que queda en La Haya, o el caso de Alemania, que posee dos bibliotecas nacionales, una en Leipzing y la otra en Frankfurt. En ese momento me preguntó cuál era la razón de este fenómeno, le contesté que por la división de Alemania del este y del oeste. Ese fue mi segundo 10 admirado con estrella de la tarde, el primero fue por responder cuál era la capital antigua de Brasil, que por cierto es otro de los países que no tiene la biblioteca nacional en su capital, que es Brasilia, sino en Rio de Janeiro. Situación que a Susana le parecía muy conveniente, toda vez que sostiene que como la población de Brasilia está conformada por políticos y economistas, es gente que no lee, o no entiende lo que lee por lo menos. De lo contrario viviríamos en un mundo mejor. Esa es su hipótesis.

Fue con este discurso que concluyó mi tour casi onírico por la Biblioteca Nacional de Buenos Aires. Susana, me llevó al primer piso, donde se encontraba una exposición de Rubén Darío, con la misma calidez y tranquilidad con que me paseó por todos los rincones del recinto. Ya era el momento de ir a casa, llevábamos más de cuatro horas de recorrido y aunque su edad era avanzada, su vitalidad y ritmo para caminar no estaban menguados en absoluto, la biblioteca estaba próxima a cerrar. Me dijo: “chao Sara, doblá a la derecha cuando salgás, no a la izquierda porque es oscuro y peligroso, vete hacia la Avenida Las Heras”.

Eso hice, ya era muy tarde para ir al Museo de Bellas Artes, tomé el colectivo 92 de vuelta a Bulnes con Guardia Vieja, regresé al mismo apartamento caótico, que supuestamente habíamos dejado en orden, pero que mi amiga ya  tenía patas arriba de nuevo pues estaba contra el tiempo trabajando en otro proyecto.
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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