domingo, 5 de marzo de 2017

Nueva York a pie, por Marco Tulio Aguilera

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Diario de Marco Tulio Aguilera, especial para Revista Corónica

1966

Hace veinte años, supongo. 

Es un día espléndido. Dos hombres recorren los vericuetos del Central Park tomados de las manos. Se detienen a besarse. Nadie se ocupa de ellos. Me veo caminando por Greenwich Village. Luego desde la calle 59 hasta el Ferry que sale rumbo a la Estatua de la Libertad. Sigo todo Broadway, sin saber ni querer saber si iba para el norte o para el sur, hasta que topo con la terminal del Ferry. Entonces me doy cuenta dónde estoy. Luego subo por Water Street y llego a China Town, atravieso Little Italy y llego a la Trece. Una caminata de más de 10 kilómetros. Llevo poco dinero y por eso me privo de algunas tentaciones. La idea es comprar lo básico el último día. Mi deseo es recorrer de norte a sur y de este a oeste todo Manhattan. Me interesa más la gente que los museos. Del Metropolitan salí con una certeza: el siglo XX, comparado con el XIX y con otros siglos, es un desastre. Se salvan dos o tres pintores y escultores. El resto es desechable. "Lo que pasa es que tenemos el vicio de la narración. No podemos ver más allá", dice Tomás González, "perdimos la capacidad de contemplar con deleite el mundo".

Tomás es un verdadero monje. Se levanta a las seis de la mañana, escribe su novela. Desayuna. A las 11 sale a correr. Se baña, trabaja en sus traducciones y en sus artículos. Duerme una siesta. Por la tarde sigue trabajando en la computadora. A las ocho de la noche llega su mujer. Piden a un restaurante que les manden la cena. Ven media hora televisión, noticias. Se acuestan a leer. A las 11 ya están dormidos. Tomás casi nunca sale de la casa si no es forzado por su mujer. Detesta las fiestas y las visitas. “Con los invitados que llegan a esta casa es suficiente. Los invitados y mi familia son mi vida social. La parte inevitable de la vida", dice. "Si pudiera vivir solo en un cuarto, lo haría y únicamente saldría a ver el mar una vez al mes".

En el Metroplitan sólo vi un cuadro de un mexicano. Ninguno de un colombiano. Es frecuente estar hablando en inglés y de pronto darse cuenta de que los dos hablantes son latinoamericanos. Los hindúes, los chinos, los japoneses han aprendido a negociar en español. Se ven muchos vagos que duermen en los parques. Forman grupos o asociaciones de borrachines o drogadictos o vagabundos extranjeros. Lo que es innegable es que hay una gran libertad. Es anticonstitucional pedir documentos. New York es una ciudad abierta al mundo. Aquí no es tan obvio como en otras partes el odio racial.

Caminando por el centro financiero de Manhattan veo a un grupo de negros vestidos como Kalimán, un personaje de caricatura mexicana. Están en torno a un latino que esgrime un cuadro de Cristo y vocifera: "¡Vean a este marica! Este no es Dios y ¿saben porqué...? Porque Dios era negro, ¡negro, lo oyen!" Yo soy el único espectador. Se dirige a mí pero grita como alienado. Luego intenta probar con ayuda de la Biblia que Dios era negro y lo hace con unas trampas risibles. "Miren, aquí dice que Cristo tenía los pies verdes como el pasto. Pero eso quiere decir que tenía los pies negros. Y el que tiene pies negros tiene cara negra, hermanos. Miren, Cristo no es como esos homosexuales de gabardina y traje que ven pasar por esta calle". Señala a los ejecutivos que pasan indiferentes. "Dios era negro y aquí en la Biblia dice que Cristo tenía los ojos rojos. ¿Saben por qué? Porque tomaba vino. Y a los borrachos se les ven los ojos rojos. Cristo fumaba marihuana, ¿saben?" Finalmente me alejo. El hombre sigue gritando. Nadie se detiene a escucharlo.

He entrado a dos o tres sex shops. Hay todo lo imaginable. En casetitas de dos metros cuadrados los espectadores ven un minuto de película pornográfica por 25 centavos. Videos de masoquismo, sadismo y todos los ismos posibles. Poca gente los visita. La mayoría de los que atienden son chinos, taiwaneses o mexicanos. La revista de moda se llama Barely Legal. Ofrece las primicias visuales de jovencitas que apenas acaban de llegar a los 18. Son muchachas de belleza pasmosa que en vano querría imitar Miguel Ángel. Ningún artista humano ha sido capaz de competir con Dios o la naturaleza. Frente a esas bellezas, las que ofrecen Cot, Corot o Bougereau son pollos congelados. La disponibilidad abierta de pornografía produce una especie de anestesia o desinterés. En la televisión por canal se puede ver a hombres masturbándose.

NY enloquecido por el triunfo de los Yankees en la serie mundial. Hago un rápido viaje al Metropolitan a comprar afiches de Pierre Auguste Cot y un libro de postales de Bougereau. Compro dos mochilas de cuero para mis hijos por 20 dólares cada una. Camino por Broadway, atravieso Chinatown y Little Italy de nuevo. Camino tanto que termino lesionándome una pantorrilla y sin embargo sigo caminando. Avanzo cojeando. Invito a Tomás y a su esposa a cenar en restaurant ucraniano. Yo pago la cuenta y veo volar los últimos dólares que gané con la venta de mis libros.
De mis caminatas por Manhattan no queda casi nada para escribir. Todo se reduce al gozo de la experiencia, al placer visual, al sentimiento de que estoy en un ambiente diferente al mío. En ocasiones pienso que sería muy fácil escapar de mi rancho e instalarme en Nueva York, pero luego se me ocurre que habría muchos inconvenientes. De todos modos me hago el propósito de investigar la posibilidad de hacer un doctorado en la Universidad de Columbia como pretexto para instalarme aquí.

En Nueva York se reúne el mundo entero. Investigo precios en un hotel del Soho: 48 dólares por dos personas.

Este tiempo de libertad, mientras mi esposa se ocupa de la casa, es muy importante. Investigo en una librería. De todos mis libros sólo tienen dos ejemplares de la vieja edición de mi primer libro de cuentos. No importa. Si no soy rico ni famoso, por lo menos soy feliz.

Recorriendo las salas del Metropolitan dedicadas a Corot he apreciado algo que ya sabía: las mejores obras son las que se hacen en el anonimato. Cuando llegan la fama y la fortuna casi todos los artistas comienzan a producir en serie o simplemente se callan. También aprendí esto: que a los artistas que no son genios sólo les es dado producir dos o tres obras perdurables.

Visita al Museo de Ciencias Naturales. Es la mejor historia de la humanidad que se pueda imaginar. Meteoritos del tamaño de un elefante, imaginarlos volando por el espacio. La infinitud de los elementos y los metales. La presencia casi viva de los homínidos, desde Lucy, el primer esqueleto femenino bien conservado, hasta los hombres de las cavernas. Un recorrido por el Amazonas. Los diversos tipos de bosques y selvas reproducidos a escala natural. Esqueletos de dinosaurios y de reptiles voladores de tamaño inverosímil.

Regresé a pie al apartamento de Tomás por la Octava Avenida. Tras un recorrido por tiendas donde una blusa de seda china cuesta 600 dólares y un suéter de cachemira 800, se llega a la zona de peep show, donde se puede encontrar toda la pornografía imaginable. Las portadas de los videos a veces son espantosas. Mujeres con el coño ensangrentado siendo apuñaladas mientras tienen cara de éxtasis. En el local llamado Hollywood las muchachas desnudas llaman a los clientes para que entren a una casetita por el módico precio de un dólar. Ya allí se abre una ventanita y aparece la muchacha elegida. Yo escogí a una criatura feroz, agresivamente hermosa, en la que no vi el gesto abyecto, calculador o aburrido de las otras. Estaba en el cuarto totalmente desnuda y lo compartía con otra artista del sexo que le estaba dando el espectáculo a otro tipo asomado en una ventanita situada al lado opuesto de donde yo estaba. What do you want from me?, preguntó. No supe qué responderle pues en realidad yo no sabía lo que quería de ella. Tal vez solamente rendirle culto a la experiencia, como decía mi amiga la polaca Kasia. Le pregunté su nacionalidad. Dijo que italiana. Luego me urgió. Qué era lo que yo quería de ella, insistió. Luego: What do you have for me?, preguntó. Esto era sin duda una obvia solicitud de dinero. Se frotó los dedos pulgar e índice de la mano derecha e insistió. What do you have for me? Le respondí que ya había pagado mi dólar (¡tacaño!) y la verdad es que no pensaba pagar más. Finalmente cedí. Busqué en la oscuridad mi billetera. Tenté los billetes y rogué para que saliera uno pequeño. Se lo entregué. Miró con desprecio el billete. Era de diez dólares. I am going to dance for you. Eso dijo. Me dio la espalda, se agachó y me enseñó el trasero. Luego la ventanita se cerró. Ver un culo italiano por diez dólares, dije con resignación, saliendo de nuevo a la Octava.

Seguí caminando. Una tras otra se alinean las sex shops, con artículos para fetichistas y películas en apartados: con actrices gordas, con ancianas, con negras, con orientales, con sádicos y masoquistas. El olor característico de estos sitios es una mezcla de látex húmedo, orines, papel higiénico y cigarro en orinal. Encontré uno de esos sitios clausurado "por prácticas sexuales peligrosas para la salud."
Es triste ver a mexicanos e hispanos sometidos a trabajos humillantes como repartir papeletas de propaganda que nadie quiere, o estar todo el día bajo la lluvia repitiendo dólar, dólar. El espectáculo de los edificios es imponente. Se forman largos corredores de rascacielos por los que el sol casi no entra. Imagina uno que aquellos corredores son como inmensos cañones creados por el hombre, de las dimensiones del Cañón del Colorado o del Cañón del Sumidero.

De este viaje a New York me quedan los rostros de la muchacha árabe que me vendió las mochilas para mis hijos: unos ojos profundos, negros, sonrientes y con una agradabilísima expresión de simpatía y aprecio. Me queda la mirada despectiva de la desnudista italiana. También la conciencia de mi pequeñez y anonimato y el aprecio por lo poco que tengo. Hoy invité a mis anfitriones, Tomás y su esposa, a un restaurante italiano. Los dólares vuelan y apenas me queda para el taxi de regreso al aeropuerto.

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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