viernes, 31 de marzo de 2017

Resivimiento, un cuento de Gustavo Arango

0


Gustavo Arango

Tengo nostalgia de los tiempos en que el mundo tocaba la puerta para entrar en nuestras vidas. No soy nuevo en estas cosas, hace más de diez años sostuve asombrosas conversaciones escritas con personas a las que nunca había visto y nunca vería. Una noche, por los tiempos más oscuros, logré establecer contacto con una mujer que dijo estar en Chile. Pasamos la noche entera escribiendo, imaginando obscenidades, actos de toda clase, a pesar de que nunca supimos el aspecto que teníamos. Por aquel tiempo, también, una exnovia creó una identidad falsa para indagar qué les contaba a otras personas sobre nuestra relación. Hablamos largamente en esos días y la naturaleza de la charla era cada vez más atrevida. Al final de la semana se quitó la máscara. Me reprochó que hablara con desconocidos de su inexperiencia –así fuera sin mencionar su nombre–, de lo lejos que estaba de la soltura en la cama. Aún hoy me cuesta pensar que esa mujer de caricias discretas fuera capaz de una osadía tal con el lenguaje. Me quedó la sensación de que nunca la había conocido.
Aquellos eran tiempos sórdidos. Yo andaba vulnerable. Pensaba que podría hacer contacto si buscaba entre los perfiles en oferta que mostraban las redes. Luego empecé a volverme serio, si es que se puede decir eso. Empecé a tener claro que no era bueno dejarse enredar por desconocidas. El episodio con el fulgor de Caloto me dejó vacunado. Fue un asunto que pasó en pocas semanas del anonimato a un enredo difícil de desenredar. Fue algo así como la versión contemporánea del casamiento engañoso, la novela de Cervantes.
Cuando la tecnología empezó a ofrecer la posibilidad de hacer llamadas y transmisiones de video, me limité a tener sexo virtual con personas cuya identidad tenía establecida. Con el tiempo he aprendido a reconocer la intención “fishy”, el deseo de embaucar, de las personas desconocidas que me contactan por la red, y he cortado el asunto desde el primer momento. Reconozco las razones por las que una persona pueda querer hablarme. No presumo cuando digo que vivir en el País del Sueño me confiere un “sex appeal” del que carezco. Ni siquiera es posible reprocharles el deseo de ascender, de mejorar, o sólo de sobrevivir, a costa de la ingenuidad, la soledad o la simple arrechera de un sujeto que vive y trabaja en una sociedad que es común considerar privilegiada.
Todo eso he pensado esta tarde de domingo desde que me llegó el primer mensaje de una chica que hace un par de semanas pidió ser mi amiga en el club virtual. Supongo que de verdad es una chica, que su nombre es Tifany, pero la única certeza es una foto de perfil de una muchacha de ojos grandes, rostro enfático, morenos labios gruesos y senos perfectos que se asoman por el escote de un vestido sencillo. Llegó con todo el arsenal:
–Hola. ¿Cómo estás? ¿Ya me olvidaste?
Era un saludo inteligente. Siempre he admirado la astucia de algunas mujeres para mantener activa una conversación. La exnovia que se hizo pasar por otra era muy hábil en eso. Supongo un oculto principio: “Mientras el tipo responda hay esperanza de sacarle algo”. Estaba seguro de no conocerla. De Filandia, donde vive, según lo declara su perfil, sólo había tenido noticias de oídas. El nombre del pueblo me parece un detalle de humor fino. Allí nació, y probablemente está escondido, el fugitivo doctor Ternura. Alguna vez que visité a mi compadre Colorado, en Pereira, me contó una historia de ese pueblo y señaló hacia las montañas del suroeste. Fue la inteligencia del saludo lo que me llevó a responderle.
–Qué memoria la mía –le dije.
Pensé agregar algo más, pero opté por un estilo minimalista. Ella tardó poco en escribir.
–No sé si eres tú el Magnífico que busco. También olvido. Hace mucho hablé contigo. ¿Te acuerdas? Te envié fotos mías, fue hace mucho tiempo, pero ya no recuerdo bien si eres tú el que me dabas regalos, me hacías llegar giros y la pasábamos rico.
Me quedé analizando. Ahí estaba todo expresado con elegancia. Le atribuí un mérito mayor que el de las que directamente te contactan para ofrecerte cochinaditas virtuales. A esas suelo denunciarlas con la administración del club virtual. Estaba considerando la idea de abandonar la charla cuando agregó:
–Pero perdí tu contacto. Apenas pude abrir una cuenta nueva y vi tu nombre y me acordé de ti. Quería saludarte. Saber cómo estabas.
–Estoy bien...–le dije–. Pero no creo ser ése del que hablas. Si hubiéramos pasado rico lo recordaría. Eres muy bella, para que alguien te olvide.
–Sí, creo que eres tú. A ver, dime si recuerdas cuándo te enviaba fotos sexys.
Me estaba explicando las cosas con plastilina, pero aún yo no entendía la razón para insistir en el asunto de la historia pasada. 
–Es que la verdad no hablamos más de dos años –agregó–. A lo mejor por eso no nos acordamos bien, aunque yo sí me acuerdo un poco.
“¿Dos años de fotos sexys y giros y regalitos?”, pensé. Creo que lo recordaría. Recuerdo muy bien los giros y regalitos que hice en tiempos remotos. Decidí seguirle el juego:
–Mándame una foto, a ver si me acuerdo.
Tardó poco en enviar la foto escueta de un sexo rasurado, de labios claros, de un rosado fresco. Junto a la foto escribió: “Pero acuérdate que, cuando te envío fotos, tú me das regalos”. El índice y el pulgar de la mano izquierda lo entreabrían y dejaban ver la gruta tierna, humedecida. Todo era muy limpio, profesional. Sólo un observador agudo podía notar la longitud dispareja de las uñas gruesas sin pintar, las estrías en la breve franja del vientre.   
–¿Ya te acordaste?
–Parece familiar
–¿Cómo?
–¿Y qué regalos te daba el hombre con quien me confundes?
–No creo confundirte –dijo–. ¿Cómo voy a enviar una foto así a alguien que no conozco? Es que recuerdo que tú eres, o eres muy parecido al hombre del que hablo.
–Pues sí, sería un error… –le dije.
Pensé en las posibles consecuencias de seguir con el juego del recuerdo.
Ella insistió:
–Pero dime, aún no recuerdas o yo estoy muy olvidada y pasé una pena contigo al enviarte algo así.
–No te dé pena... es una belleza. Con mayor razón digo que te recordaría.
–Pero por qué yo estoy tan segura que eres tú. A lo mejor ya no te gusto, dímelo.
También esa jugada me la sabía. Nadie tan engullible (la palabra debería existir, “gullible” –en inglés– expresa lo que fui en muchas ocasiones) como lo fui mucho tiempo. Podría contar mi vida a partir de los infortunios a los que me condujo –y las lecciones que me dio– mi engullibilidad. Un hombre que aspira a ser bueno y correcto nunca le dirá a una mujer que ha dejado de verla bella.
–¿No decías pues que te gustaba cuando te hacía cositas más ricas… por chat?
La oferta no podía ser más explícita.
–Cómo qué... le hacías al man, digo.
Ya tenía claro que entrar en el juego del recuerdo imaginario podía ser peligroso. Imaginé hombres casados objeto de chantajes por hacer admisiones de esa clase.
–No me gusta que te hagas el que no sabes… tú lo sabes, cosas ricas (aquí agregó la imagen de dos diablitos morados). Pero si no quieres darme regalos, ni quieres recordar lo de hace tiempo, está bien, yo no te voy a molestar.
Decidí guardar silencio. Después de unos minutos agregó:
–No me gusta rogar. Cuando te acuerdes me hablas. Un beso donde lo quieras resivir.
He sido convencional al corregir la ortografía del resto de su charla, pero ese “resivir” –tengo que admitirlo– era una obra maestra.
Le dije:
–Otro beso para ti, donde te lo quiero dar.
–Y dónde… me lo quiere dar.
–En la nariz, claro... es más linda que ese chocho que ni se sabe de quién es.
Dijo que no entendía lo que le decía, pero se esforzó para que la última palabra fuera suya y no reflejara desconcierto. 

–Bueno, en la frente. Tú te lo pierdes, amor. Bye!
Author Image

Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nos gustaría saber su opinión. Deje su comentario o envíe una carta al editor | RC