Un lector ha ubicado sus libros,
después de tantas andanzas en una especie de castillo medieval ubicado en Poitou-Charentes,
en Francia. Es un lugar que ha pasado por tantas personas y tantos episodios
que quizá lo que ahora prevalece, más allá de lo monumental que pueda ser estar
presente en ese lugar por su impresionante supervivencia arquitectónica, son
las grandes estanterías de libros, la calidez de la luz, la comodidad de las
sillas y sobre todo los miles de fantasmas que ahí habitan. Las voces de libros
que ya fueron leídos, de los libros que son olvidados y además de las historias
contadas y aún no contadas de quienes por allí pasaron.
Se parece quizá a la historia de
un lugar en un pueblo colombiano que fue una cárcel del horror donde hacinaban
a las personas para luego matarlas y que años después fue y es una biblioteca.
Una biblioteca que un lector visitó en su niñez y que fue el lugar que marcó el
destino de su vida para dedicarse de manera decidida a la lectura y la
escritura. Los lugares que fueron escenarios de horror o de infortunio pueden
ser en un presente el escenario de la esperanza.
Al parecer los lugares en los que
hay libros son lugares que tienen sus propias normas, que llaman al silencio, a
la conversación y a la curiosidad que crea ese lugar encerrado y que permite conocer el mundo
exterior, lugares mágicos. Los lugares en los que hay libros pero además hay
gente que lee libros son aún más mágicos: se crea una especie de círculo
encantado donde se juntan lectores con lecturas compartidas, con gustos
disparejos, con encuentros, sorpresas.
En ciudades pequeñas, como
Armenia, una ciudad que con un infortunio marcado en su pasado ha logrado a
pasos lentos dejar la pasividad excesiva del ambiente característico de las
pequeñas ciudades, hay lugares con libros, claro. Pero tienen además lugares
con libros y lectores para sentirse en calma y con curiosidad por las historias
que faltan por descubrir. Nosotros tenemos uno de esos, una pequeña librería, Libélula
Libros, que tiene joyas en sus estantes, y que es, con toda seguridad, la librería
tesoro de la ciudad.
Hace pocos días cambió de
ubicación y parece ser más encantadora que el lugar anterior donde estaba. Este
lugar parece más fascinante por hacer de lo privado algo público, común. La
primera cara de la librería que vemos antes de entrar es la privacidad del
lugar del lector que después de muchas andanzas ya ha ubicado sus libros. Es la
fotografía de la biblioteca personal del escritor y lector argentino Alberto
Manguel, tomada por Ana Obiols.
Hace cuatro años llegó Libélula a
la ciudad, antes de que hubiera libros en las estanterías y estanterías en las
paredes, los libreros tenían que discutir sobre los tamaños y las formas y el
orden de la pequeña librería, entre muchos amantes de los libros hablaron de
Manguel, y tantas maravillas que ha dicho sobre la relación entre el orden de
los libros y el orden del cosmos. Cuatro años después no hubo mucho por
discutir: sería una foto de la biblioteca personal de Manguel la que daría la bienvenida
a los visitantes. Encontraron la foto, escribieron a la fotógrafa, ella dijo
que sí, y que había consultado con él y que "será un gusto que su foto esté en la librería".
Es un encanto más ver que no
usaron los vidrios para exhibir libros y vender más, como la norma indica, sino
para mostrarnos un lugar privado e íntimo que ahora es público y es el reflejo
del espacio captado por la fotografía.
Alberto Manguel sabe que ahora su
biblioteca personal no solo circula en La
biblioteca de noche (un libro que poco circula), sino que es también la
entrada de un lugar público, de una librería, de un tesoro de una pequeña
ciudad.