martes, 1 de agosto de 2017

PORNOGRAFÍA CASERA

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Por John Better
Candy y yo hemos decidido grabarnos culeando. Me tomó tiempo convencerla. Sólo espero que esta vieja video-ocho haga bien su trabajo. Para calentar un poco, he pasado encerrado en el cuarto toda la mañana mirando películas de Rocco Siffredi. Ya voy por la segunda paja. Este italianito sí que sabía comérselas a todas. Sólo hay una cosa que me disgusta de su rutina, eso de que las chicas terminen siempre chupándole el culo. Tengo el televisor sin volumen, pero no sé a quién engaño con eso. Mi madre sabe lo fanático que soy del porno. Siempre se vive quejando de los manchones que voy dejando en las sábanas. Sí, mamá, ya lo sabe bambino, parece decirme la Cicciolina desde ese póster donde la tengo de piernas abiertas con su chochito sonrosado por la transparencia del pantis. Lo que más me arrecha de la Cicciolina es su voz y por supuesto sus tetas y también cómo la chupaba. Ella tenía una delicadez única, un charme que no le he visto a ninguna actriz del género. Ella te la chupaba como pidiéndote permiso, pero ¿qué es lo que estoy diciendo? Como si alguna vez me la hubiera culeado. Bueno, sólo en sueños, pero ésa es otra película.

Mi fiebre de porno empezó cuando tenía 18 años. Un día caminaba por el centro, sin rumbo fijo. Estaba de permiso en el regimiento, recuerdo, cuando de pronto se cruzó en mi camino el cine royal. Un gran afiche de exhibición sirvió de carnada. Una tal Roxana Doll vestida de camarera erótica, que no ofrecía resistencia ante dos sujetos que le mordisqueaban las tetas, aparecía en el cartel. Tus preciosas criadas era el título de la película, título que años más tarde descubrí que era falso. Por lo general nunca colocaban el nombre original de las películas. Optaban siempre por nombres más sugestivos como Novias de las puertas traseras, Don pijote de la mancha, Alicia en el país de las verguillas, Penetreitor, entre otros nombres curiosos para atraer al público. Así que me decidí a entrar al cine. A tientas pude encontrar un asiento libre en la parte de atrás de la sala. El piso estaba algo resbaloso. Al encender el primer cigarrillo, la luz del encendedor me reveló por unos segundos lo que ocurría alrededor, aunque prefiero no describirlo.

Había llegado a tiempo para ver la película desde el inicio. La gran pantalla del teatro se iluminó con el intro de un sujeto con pinta de yuppie que llega a un lujoso hotel preguntando por su reservación. No había pasado la primera escena de voltaje y ya tenía una erección del tamaño de un zepelín. Luego el sujeto de la peli entra a un ascensor y marca el piso diez. Al abrirse la puerta, lo deja a la entrada de una suite con grandes ventanales que muestran la panorámica de una moderna metrópolis, Nueva York a lo mejor. Seguido hay un corte inesperado y quien supongo es Roxana Doll, una rubia platino de ojos azules, se pinta los labios ante un espejillo en forma de corazón. Su labor es interrumpida por una especie de conserje que le pide llevar unas toallas a la habitación 514. La escena prosigue con la camarera rubia entrando a la habitación indicada por el conserje. Al fondo puede oírse el sonido de una regadera abierta. Sin ser invitada, la camarera entra al baño y en ese ni cómo ni porqué de las películas porno empieza a chupársela al sujeto del inicio de la cinta. Él la coge del cuello y le mete el sublime trozo hasta el fondo de la garganta.

Hasta ese momento era lo más grandioso que había visto en la vida. Tanto era mi ensimismamiento, que no me percaté hasta ya muy tarde de esa mano bajándome la cremallera, esa boca que se hundía lentamente tragándose toda mi verga. Quien quiera que haya sido se quedó en el anonimato de esa oscura sala de cine. Tan solo reconozco que fue un estupendo blow job como dicen los gringos y que de solo recordarla hace que se me ponga dura.

Después de aquello empecé a comprar revistas pornográficas. Mi proveedor era el Fredy, un negro que tenía su punto de venta en la esquina del centro comercial Avianca, justo frente al edificio de la Caja Agraria. Hustlers, Suecas, Glory Holes, leía de todas, pero mi favorita era la Yanca, una publicación under española que compraba no tanto por el sexo sucio de sus fotografías como por las historias de Kiko Warro, un tío vicioso madrileño que haría pear de vergüenza a Miller o Bukowski. Más de una vez me hice una buena paja leyendo estas cochinas historias, donde el Kiko casi siempre terminaba ensartándoles a las chicas un enorme nabo de cerámica.

A lo mejor hoy, que Candy está tan complaciente, acceda a mis caprichos y me lea a viva voz una de esas historias o por lo menos se la deje meter por detrás, porque llevo años insistiéndole y nada. Por lo pronto no más pornografía por hoy, mejor coloco un CD de Michael Bolton para darle un toque romántico a esta sucia pocilga antes de que ella llegue

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Publicado por Revista Coronica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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