Javier Zamudio
La escritura cayó sobre mí como un aguacero
que se desploma en un día soleado. No se me había ocurrido que podía intentar
ser escritor. Era, si mucho, un borracho que rayaba cuadernos y leía libros de
filosofía y literatura. Odiaba los salones de clase. Me escabullía, compraba
una botella de vino en almacenes Ley y me ocultaba entre la marihuana ajena a
leer mis libros. Bebía y leía con voracidad. En las noches “escribía poemas”,
alucinado por el alcohol ingerido. Malos poemas, por supuesto.
Comencé a transcribir aquellos versos usando
una vieja computadora. Era una caja grisácea, muy parecida a un televisor de
perilla, que chillaba cuando se conectaba a internet. Luego, los imprimía y los
llevaba a la universidad para compartirlos con quienes, atravesados por el
sueño y el hambre, contemplaban con sus ojos rojos la Plazoleta de Banderas de la
Universidad del Valle. Nos reuníamos unas cuatro o cinco personas y leía en voz
alta aquellos versos. No recibía aplausos, sino tragos de vino o aguardiente. Por
aquellos días, estaba de moda pasar una temporada en el manicomio, consumir
pastillas psiquiátricas y otras cosas de la misma naturaleza.
Yo mismo pasé algunos días encerrado,
después de que el exceso de alcohol y pastillas para dormir me condujeran a una
crisis alucinatoria. Había creído ver a una amiga fabricando muñecos con piel y
carne humana; había corrido a casa, perseguido por un camión de helados, y
había terminado en el piso de mi cuarto, observando las sombras arrastrase a lo
largo de las ventanas. Me llevé una edición de Los cantos de Maldoror a la clínica psiquiátrica, que leía entre clases
de cerámica, dopado con varios calmantes parecidos a pepitas de azúcar, o en
las noches, usando una pequeña lámpara y mientras observaba el rostro de
cemento de mi compañero de cuarto, quien permanecía amarrado, pues había
intentado matar a la última persona que durmió en la misma habitación con él. Los
jueves venía la psiquiatra a entrevistarme.
—¿Cómo te sientes hoy, Javier?
—Perfecto, doctora, mejorando, sin
alucinaciones, muy animado. Nada de ideas suicidas.
Descubrí que la única manera de salir era tomando
mis pastillas a la hora precisa y, si por alguna razón se pasaba, corría a
buscar a la enfermera para pedírselas.
—¡Qué juicioso eres! —me decía metiéndolas
en la boca.
Una noche se equivocó de medicamento y me
administró una píldora roja que me produjo un movimiento involuntario de las
extremidades hacia atrás; por un momento creí que me partiría a la mitad. Durante
mi estancia terminé de leer Los cantos de
Maldoror y escribí varios poemas malos.
Años más tarde gané mi primer premio
literario. Un pequeño galardón que recibí como si fuese el Nobel. La noticia me
llegó un viernes vía telefónica. Después de una típica juerga, caminé hasta la
papelería de mi padre. Había comprado una bolsa de mentas para disimular el
tufo. Tenía los ojos vidriosos y desenfocados, pero, haciendo mi mayor esfuerzo,
me dispuse a ayudarle a cerrar el local. Eran las diez de la noche. Fue,
entonces, cuando el teléfono sonó y me apuré a contestar afinando la voz.
— Aló—dije extendiendo la “o” más de lo
normal.
—Buenas noches, ¿me puede comunicar con el
señor Javier Zamudio?
—Sí, con él—dije aguantando el hipo que
suele darme cuando la borrachera comienza a esfumarse.
— Queremos
informarle que ha obtenido el...
Sentí un
nudo en la garganta que me dejó sin habla el tiempo que aquella voz me explicó
dónde y cuándo debía presentarme para la premiación. Conocía el lugar, la
Biblioteca Centenario, había estado un año antes, acompañado de dos amigos, saboteando
la premiación del mismo concurso, ofreciendo vino a los asistentes y leyendo
poemas de Raúl Gómez Jattin.
Colgué
el auricular, miré los ojos miel de mi padre, su piel cobriza de cansancio y le
conté. Había premio en dinero. Mi padre sonrió, me abrazó. Tiempo después me
publicaron mi primer libro, uno de poesía. Malo, por supuesto. Del premio no
quedó más que un fantasma al que huyo. Dije a mis padres que abandonaba mis
estudios universitarios para dedicarme a escribir, estuvieron de acuerdo. Casi
les pareció una gran idea. Escribir, por aquellos días, como todo sueño,
parecía algo sencillo de lograr. En unas hojas blancas, cuya primera cara
estaba llena de números y tablas de contabilidad, escribí mis primeros cuentos:
Espiar a los felices, La mejor noticia de
su vida, La agenda negra. Gané otro premio, esta vez de relato. Años más
tarde, ganaría tres más. Hice lo más sensato: no volví a escribir poesía. Me
arrojé hacia la narrativa. Escribí dos novelas impublicables. Una de ellas
sobrevive en mis anaqueles virtuales. Otra, escrita a mano, fue arrojada a la
parte trasera de un carro de la basura en un ataque de cordura.
Fue a
mediados del 2008, cuando tenía 25 años, que comencé a pensar en publicar fuera
de Colombia. Esta preocupación por publicar afuera nació cuando la escritura se
convirtió en algo serio, definitivo, y mientras me enfrentaba con una realidad
editorial que consideraba escasa. Muchos de los escritores caleños que suenan
ahora con gran fuerza, me eran completamente ajenos. Lo que conocía se resumía a
pequeños círculos de escritores regionales y aquellos que pertenecían a los
grandes grupos editoriales, que veía como inaccesibles para alguien que
comenzaba.
Así que me dije que lo primero era hacerme una trayectoria,
encontrar (o dejarme hallar de) mis lectores y pensaba que publicando fuera de
Colombia tenía más posibilidades de alcanzar estos propósitos. Una afirmación
que, sé ahora, no está exenta de ingenuidad.
Sin embargo, esto no se concretó hasta el
2015, cuando se publicó mi novela, Hemingway
en Santa Marta, editada por la editorial hispano-canadiense Lugar Común.
Antes, durante los años 2010 y 2013 escribí El
hotel de los difíciles, novela publicada recientemente en Canadá y en
Argentina, y publiqué varios cuentos en revistas como Número, Odradek, que era
una maravilla, porque se dedicaba de manera exclusiva al género, y más tarde en
El Malpensante, en la revista Luvina, de la Universidad de Guadalajara, en
Hermano Cerdo, Literal Magazine, Rio Grande Review, y muchas otras más. Los
cuentos escritos durante esos primeros años conformarían mi libro Espiar a los felices.
La noticia de la publicación de mi primera
novela me llegó mientras estaba en Quito. Huelga decir que mis días de
alcoholismo y fiestas habían concluido años antes. Había llegado la vida
familiar y el goce de pasar los días con las novedades cotidianas. Cuidaba parte
del tiempo de mi hijo, trabajaba en traducciones y había iniciado un proyecto
nuevo de novela, cuya última corrección (espero en realidad sea la última)
estoy leyendo. Si bien publicar afuera era mi propósito, fue una casualidad que
el libro se publicara en Canadá, que el editor de esa editorial, donde no
recordaba haber enviado mi novela, fuera barranquillero y hubiese estudiado en la
Universidad del Valle. Según los correos electrónicos, un año pasó desde el
envío de mi novela hasta su respuesta de aceptación. Ese fue el tiempo que la
editorial se tomó para evaluarla.
Publicar afuera significó un triunfo. No
sólo por el simple hecho de publicar de manera tradicional, que ya es una
hazaña, sino por haber alcanzado un objetivo propuesto. Sin embargo, desconocía
todo lo que implicaba. El libro no se distribuiría en Colombia, por lo que mi rol
como autor sería casi inexistente en el país. No residía en Canadá, lo que complejizaba
la promoción de la obra. No había tiempo de pensar en eso. Después de una
celebración familiar, vino el contrato, las correcciones, diseño, ver el libro
maquetado. Todo sabía a victoria.
A pesar de las desventajas visibles, el
libro fue bien recibido. No sólo ha encontrado su hueco en el mercado
norteamericano, sino que también mereció algunos elogios de lectores de Estados
Unidos y Canadá, donde se distribuye. Su publicación llevó a la editorial a
apostar por mi otra novela, El hotel de
los difíciles, la cual también se ha publicado en Argentina. Ninguno de
estos libros llega a Colombia y comprarlos desde aquí es costoso. Sólo mis
cuentos, editados por la Universidad EAFIT, se consiguen.
Publicar afuera estando en Colombia es como
habitar un limbo, en el que te sabes leído, pues los lectores te buscan para
contar sus experiencias de lectura, preguntar por los libros. No estoy en
Canadá, pero mis libros sí, por lo que algo de mí se escabulle por sus
librerías y bibliotecas, en las manos de los lectores que se atreven a verme
desde allá. Mis libros no están aquí, pero estoy yo para contarles lo que
sucede con ellos.
Hombre, Javier, si sus relatos fluyen tan auténticos y sabrozos como este de las andanzas pre-éxito, tendré que conseguirlos.
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