domingo, 22 de julio de 2018

FUGAS DEL PARAÍSO

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Jáiber Ladino Guapacha


Hay una literatura que se hace en el camino, esa que obliga recorrer carreteras y pagar peajes para alimentar la semilla que, en una conversación de semáforo, el periodista deposita con una pregunta: “¿Debe leerse María en los colegios?” El profesor balbucea una respuesta tratando de vender a quienes van en el auto de X., el concepto de “patrimonio”.  Pero él, que ha sido esquivo a programar la lectura completa de la novela de Isaacs en sus cursos, sabe que le falta la autoridad de quien ha sudado los 90 minutos; su argumento es débil.

Quizá por la herida en el ego, no deja de pensar en María. Durante sus estudios universitarios acumuló muchísimos prejuicios en contra de ese “clásico” de la literatura colombiana. Ni siquiera pudo vencerlos después de asistir a una de las sesiones de los simposios que sobre Jorge Isaacs han ofrecido la Universidad del Valle en Cali, durante la Feria del Libro del Pacífico.

Hace unos años, mientras leía un libro de Álvarez Gardeazábal, La novela colombiana entre la verdad y la mentira, nuestro profesor se había dado cuenta de la injusticia que cometía contra Isaacs limitándolo a María, perdiéndose del hombre liberal, ministro de educación, poeta y padre de los estudios etnográficos en el país. El escritor tulueño le demostró que a su formación universitaria le hizo falta más carretera para que ese país leído en La Vorágine o Cóndores no entierran todos los días no fueran conocimiento acartonado. El profesor se hizo a la novela de José Manuel Marroquín y a la de Eugenio Díaz Castro para intentar acercarse a lo que Gardeazábal, desde la cárcel en que escribió su ensayo, había sugerido que era la relación poder-literatura en la vida de los escritores colombianos. Pero como él no es un hombre que pueda seguir un plan de lecturas sin hacer modificaciones cada mes, hace apenas unas semanas terminó María. Le costó años, todo sea dicho. Leer un clásico es difícil porque no siempre se tiene la seguridad de leer lo que la crítica ya ha señalado como aprendizajes posibles.

Entendida esta vez la lectura como un proceso espiritual: liberación de prejuicios, reconocimiento y reconciliación, el ritual de iniciación debía concluirse con la visita a la Casa de la Sierra, mejor conocida como la Hacienda El Paraíso, en Cerrito (Valle del Cauca). Aprovechando sus vacaciones y las de su amiga X., el profesor peregrinó con el grado de fervor necesario, pues a la lectura de María le sucedió la de la biografía novelada del profesor Fabio Martínez, La búsqueda del Paraíso. Si la fiebre romántica le hubiese subido un poco más, quizá habría partido hacia Bogotá para visitar la Casa de Poesía Silva imaginándose la amistad entre los dos escritores; habría descendido a Ibagué para conocer la casa en que murió; se habría enrutado de nuevo al norte para llevar un ramo de rosas a su tumba en el cementerio San Pedro de Medellín. Ruta que habría hecho en caso de quererse encontrar con la coincidencia de una placa que eternizara el momento, puesto que aferrarse a la memoria y al pensamiento del escritor romántico lo habría llevado más bien por los ríos navegados por Efraín de Buenaventura a Cali, al final de la novela, o lo habría llevado por la Guajira y Aracataca. Menos mal a X., quien puso su auto a disposición y su destreza para llevarlo tras esa propuesta de programar María en sus cursos, no le subió la calentura a ese extremo. Otra sería la historia que estaríamos contando de este par de profesores, pidiendo a amigos y conocidos, solidaridad para regresar desde Cuba o Jamaica.

Con fuerza, el profesor había subrayado durante la lectura de Martínez, una posible conversación en la que Isaacs asegura que: “este país aún no ha sido descubierto. Para conocer a Colombia hay que primero recorrerlo palmo a palmo, y así descubriremos qué es lo que estamos buscando {…} Para enrutar al país hay que andar sus regiones y sus provincias que son las que en última instancia se quedarán abandonadas.”

Quizá porque Isaacs es mucho más que María, o si se quiere, porque María es mucho más que una “novela llorona”, de la que se ha escuchado hablar “desde niños por profesores ineptos que no provocaban el amor a la literatura”, los protagonistas de este relato terminan su ciclo literario en el Valle con la visita al Porce. Allí son recibidos con la generosidad reconocida de otro clásico de la literatura colombiana: el muy leído y escuchado Gardeazábal.




Mientras se deleitan con empanadas y monedas de plátano, escuchan al estratega sobre las batallas inmediatas que encabezará contra cualquier instante de seguridad y comodidad del poder en ejercicio. Como Primer anarquista de derecha del país, su capacidad analítica y crítica es incentivo para la tarea del profesor. Ojalá él, nuestro profesor, pudiese enseñar con semejante clarividencia sobre lo humano y lo divino, lo político y lo literario. Ven el partido Portugal-Irán y escuchan al escritor tulueño cómo celebró la canonización de la Madre Laura, invicta vencedora sobre la desafortunada acción del obispo Builes. También hablan de las series de Netflix mientras imaginan cómo agarrarse de la silla los próximos cuatro años.

Para el profesor la visita a Gardeazábal no termina hasta que está delante del Ecce Homo en la iglesia de Ricaurte. Allí, frente a los pedazos de tabla del santo Cristo, el profesor ora por el autor de El Divino, esa novela que sigue encontrando tan deliciosa de leer, tan sensual, tan encarretadora y tan diciente de ese pueblo colombiano siempre falto de milagros. La plegaria del profesor es esa, que no le falten al país los hombres libres, los Isaacs, los Gardeazábal.

Hoy en día, el sonido del timbre parcela las inquietudes del profesor sobre María: ¿Qué hará para que a sus estudiantes la lectura de Isaacs les enseñe a valorar la biodiversidad de su país? ¿Para que amen en libertad? ¿Para que vean al otro como un igual, y sobre todo para que no se esclavicen de las pautas publicitarias? ¿Para que la plasticidad del lenguaje los lleve al reconocimiento de su propia humanidad en fraternidad con la de sus próximos?

El profesor recuerda a ese otro amigo, el profesor de baile, su anfitrión y guía por los caminos en la Sucursal del cielo: quizá en el próximo Petronio sobreviva el eco de esos amigos que Efraín frecuentaba.

Esta noche, después de un sencillo acto de gratitud por el pretexto del viaje, el profesor abre un libro de otro escritor vallecaucano, Fernando Cruz Kronfly, para comprender la visión del Paraíso a la que asistió: “¿Acaso no se continúa durante años oyendo en los aposentos la voz del que se ha marchado y viéndose su imagen en la ventana o la huella de sus pasos en los suelos? ¿No son, entonces, los lugares de la casa y los objetos, los agradecidos depositarios de la memoria del sujeto en desaparición? El cuerpo se marcha y desaparece de la vista, pero el sujeto queda. ¿No es acaso en los espacios de la casa donde queda y permanece su memoria, lo mismo que en los objetos? ¿Y no es, acaso, esa memoria la que sujeta?”

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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