Jáiber Ladino Guapacha
Hay una literatura que se hace en el camino, esa que
obliga recorrer carreteras y pagar peajes para alimentar la semilla que, en una
conversación de semáforo, el periodista deposita con una pregunta: “¿Debe
leerse María en los colegios?” El
profesor balbucea una respuesta tratando de vender a quienes van en el auto de
X., el concepto de “patrimonio”. Pero
él, que ha sido esquivo a programar la lectura completa de la novela de Isaacs
en sus cursos, sabe que le falta la autoridad de quien ha sudado los 90 minutos;
su argumento es débil.
Quizá por la herida en el ego, no deja de pensar en María. Durante sus estudios
universitarios acumuló muchísimos prejuicios en contra de ese “clásico” de la
literatura colombiana. Ni siquiera pudo vencerlos después de asistir a una de
las sesiones de los simposios que sobre Jorge Isaacs han ofrecido la
Universidad del Valle en Cali, durante la Feria del Libro del Pacífico.
Hace unos años, mientras leía un libro de Álvarez
Gardeazábal, La novela colombiana entre
la verdad y la mentira, nuestro profesor se había dado cuenta de la
injusticia que cometía contra Isaacs limitándolo a María, perdiéndose del hombre liberal, ministro de educación, poeta
y padre de los estudios etnográficos en el país. El escritor tulueño le
demostró que a su formación universitaria le hizo falta más carretera para que
ese país leído en La Vorágine o Cóndores no entierran todos los días no
fueran conocimiento acartonado. El profesor se hizo a la novela de José Manuel
Marroquín y a la de Eugenio Díaz Castro para intentar acercarse a lo que
Gardeazábal, desde la cárcel en que escribió su ensayo, había sugerido que era
la relación poder-literatura en la vida de los escritores colombianos. Pero
como él no es un hombre que pueda seguir un plan de lecturas sin hacer
modificaciones cada mes, hace apenas unas semanas terminó María. Le costó años, todo sea dicho. Leer un clásico es difícil
porque no siempre se tiene la seguridad de leer lo que la crítica ya ha
señalado como aprendizajes posibles.
Entendida esta vez la lectura como un proceso
espiritual: liberación de prejuicios, reconocimiento y reconciliación, el
ritual de iniciación debía concluirse con la visita a la Casa de la Sierra,
mejor conocida como la Hacienda El Paraíso, en Cerrito (Valle del Cauca). Aprovechando
sus vacaciones y las de su amiga X., el profesor peregrinó con el grado de
fervor necesario, pues a la lectura de María
le sucedió la de la biografía novelada del profesor Fabio Martínez, La búsqueda del Paraíso. Si la fiebre
romántica le hubiese subido un poco más, quizá habría partido hacia Bogotá para
visitar la Casa de Poesía Silva imaginándose la amistad entre los dos
escritores; habría descendido a Ibagué para conocer la casa en que murió; se
habría enrutado de nuevo al norte para llevar un ramo de rosas a su tumba en el
cementerio San Pedro de Medellín. Ruta que habría hecho en caso de quererse
encontrar con la coincidencia de una placa que eternizara el momento, puesto
que aferrarse a la memoria y al pensamiento del escritor romántico lo habría
llevado más bien por los ríos navegados por Efraín de Buenaventura a Cali, al
final de la novela, o lo habría llevado por la Guajira y Aracataca. Menos mal a
X., quien puso su auto a disposición y su destreza para llevarlo tras esa
propuesta de programar María en sus
cursos, no le subió la calentura a ese extremo. Otra sería la historia que
estaríamos contando de este par de profesores, pidiendo a amigos y conocidos,
solidaridad para regresar desde Cuba o Jamaica.
Con fuerza, el profesor había subrayado durante la
lectura de Martínez, una posible conversación en la que Isaacs asegura que:
“este país aún no ha sido descubierto. Para conocer a Colombia hay que primero
recorrerlo palmo a palmo, y así descubriremos qué es lo que estamos buscando
{…} Para enrutar al país hay que andar sus regiones y sus provincias que son las
que en última instancia se quedarán abandonadas.”
Quizá porque Isaacs es mucho más que María, o si se quiere, porque María es mucho más que una “novela
llorona”, de la que se ha escuchado hablar “desde niños por profesores ineptos
que no provocaban el amor a la literatura”, los protagonistas de este relato terminan
su ciclo literario en el Valle con la visita al Porce. Allí son recibidos con
la generosidad reconocida de otro clásico de la literatura colombiana: el muy
leído y escuchado Gardeazábal.
Mientras se deleitan con empanadas y monedas de
plátano, escuchan al estratega sobre las batallas inmediatas que encabezará
contra cualquier instante de seguridad y comodidad del poder en ejercicio. Como
Primer anarquista de derecha del país, su capacidad analítica y crítica es
incentivo para la tarea del profesor. Ojalá él, nuestro profesor, pudiese
enseñar con semejante clarividencia sobre lo humano y lo divino, lo político y
lo literario. Ven el partido Portugal-Irán y escuchan al escritor tulueño cómo
celebró la canonización de la Madre Laura, invicta vencedora sobre la
desafortunada acción del obispo Builes. También hablan de las series de Netflix
mientras imaginan cómo agarrarse de la silla los próximos cuatro años.
Para el profesor la visita a Gardeazábal no termina
hasta que está delante del Ecce Homo en la iglesia de Ricaurte. Allí, frente a
los pedazos de tabla del santo Cristo, el profesor ora por el autor de El Divino, esa novela que sigue
encontrando tan deliciosa de leer, tan sensual, tan encarretadora y tan
diciente de ese pueblo colombiano siempre falto de milagros. La plegaria del
profesor es esa, que no le falten al país los hombres libres, los Isaacs, los
Gardeazábal.
Hoy en día, el sonido del timbre parcela las
inquietudes del profesor sobre María: ¿Qué
hará para que a sus estudiantes la lectura de Isaacs les enseñe a valorar la
biodiversidad de su país? ¿Para que amen en libertad? ¿Para que vean al otro
como un igual, y sobre todo para que no se esclavicen de las pautas
publicitarias? ¿Para que la plasticidad del lenguaje los lleve al
reconocimiento de su propia humanidad en fraternidad con la de sus próximos?
El profesor recuerda a ese otro amigo, el profesor
de baile, su anfitrión y guía por los caminos en la Sucursal del cielo: quizá
en el próximo Petronio sobreviva el eco de esos amigos que Efraín frecuentaba.
Esta noche, después de un sencillo acto de gratitud
por el pretexto del viaje, el profesor abre un libro de otro escritor vallecaucano,
Fernando Cruz Kronfly, para comprender la visión del Paraíso a la que asistió:
“¿Acaso no se continúa durante años oyendo en los aposentos la voz del que se
ha marchado y viéndose su imagen en la ventana o la huella de sus pasos en los
suelos? ¿No son, entonces, los lugares de la casa y los objetos, los
agradecidos depositarios de la memoria del sujeto en desaparición? El cuerpo se
marcha y desaparece de la vista, pero el sujeto queda. ¿No es acaso en los
espacios de la casa donde queda y permanece su memoria, lo mismo que en los
objetos? ¿Y no es, acaso, esa memoria la que sujeta?”