martes, 30 de octubre de 2018

¿Está bien ser un ludita? Por Thomas Pynchon

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Thomas Pynchon en la armada naval de Estados Unidos

Cedo este 
espacio para esta traducción de un gigante de la literatura mundial.
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¿Está bien ser un ludita? 

Ensayo de Thomas Pynchon publicado originalmente en The New York Times Book Review, el 28 de Octubre de 1984. Traducción por Eduardo Nicolás.

Como si estar en 1984 no fuera suficiente, este año es el 25º aniversario de la famosa lectura de C. P. Snow, “Dos Culturas y la Revolución Científica,” notable por su advertencia de que la vida intelectual en Occidente empezaba a polarizarse en dos facciones, la “literaria” y la “científica,” ambas condenadas a no entenderse ni apreciarse jamás. Originalmente la lectura intentaba dirigirse a cuestiones formales en la era del Sputnik y el rol de la tecnología en el desarrollo de lo que pronto sería conocido como Tercer Mundo. Pero fue la formulación de esas dos culturas lo que llamó la atención de la gente. De hecho, provocó un enorme alboroto en su día. Se redujeron ciertos puntos ya bastante simplificados, provocando ciertos comentarios, y luego insultos e incluso réplicas inclementes que dieron a la totalidad del asunto un aura de distintiva irritabilidad.

 Hoy en día nadie podría hacer una distinción de este tipo. Desde 1959, hemos llegado a vivir en el flujo de información más vasto que alguna vez podríamos haber imaginado. La demistificación está a la orden del día, todos los gatos saltaron fuera de sus bolsas y han comenzado a maullar. De inmediato sospechamos cierta inseguridad en el ego de gente que intenta ocultarse detrás de una jerga especializada o que finge estar  informada “más allá” de lo que sabe el hombre promedio. Cualquiera con el tiempo, la educación y ciertas ganancias, puede hacerse del conocimiento especializado que más le plazca. De modo que, hasta ese punto, la disputa entre las dos culturas no puede sostenerse. Como podemos confirmarlo fácilmente al visitar una biblioteca de barrio o una librería, hoy día existen mucho más que dos culturas y el problema en realidad es encontrar el tiempo para leer algo que no tenga relación con la especialidad de uno mismo.

Lo que ha persistido, luego de un largo cuarto de siglo, es el elemento de carácter humano. C. P. Snow, con los reflejos del novelista al fin y al cabo es, buscaba identificar no solamente dos tipos de educación, sino además dos tipos de personalidad. El eco fragmentario de viejas disputas, de inolvidables ofensas a lo largo de una larga y espesa cháchara, tal vez hayan ayudado a construir el subtexto de la inmoderada y más tarde celebrada afirmación de Snow: “Si olvidamos la cultura científica, entonces el resto de nuestros intelectuales nunca han intentado, querido o han sido capaces de entender la Revolución Industrial.” Estos “intelectuales”, en su mayoría “literarios,” debían entenderse, según Snow, como “luditas natos.”

A excepción del Pitufo Cerebrito, es difícil imaginar a alguien en estos días que guste de ser llamado “intelectual literario,” pese a que no suena tan mal si la etiqueta se amplía a “gente que lee y piensa.” Ser llamado Ludita es otra cuestión. Nos remonta a preguntas como: ¿hay algo en leer y pensar que cause o predisponga a una persona volverse ludita? ¿Está bien ser ludita? Pero, yendo más al grano, ¿qué es un ludita?

Históricamente, los Luditas florecieron en Inglaterra de 1811 a 1816. Eran grupos de hombres, organizados, enmascarados, anónimos, cuyo objetivo era destruir la maquinaria usada principalmente en la industria textil. No juraban lealtad a ningún otro rey inglés, salvo a su propio Rey Ludd. No está muy claro por qué se llamaban a sí mismos luditas, pese a que así era reconocidos tanto por sus simpatizantes como por sus enemigos. El uso de la palabra que hace C. P. Snow fue evidentemente polémico, con la intención de insinuarun odio y un temor irracional a la ciencia y la tecnología. Los luditas, desde esta perspectiva, habían llegado a ser vistos como los contrarrevolucionarios de la “Revolución Industrial,” aquella que la visión moderna no había “no intentó ni quiso nunca entender.”

Pero la Revolución Industrial no fue -como la Revolución Norteamericana o la Francesa que datan del mismo período-, un lucha violenta con un principio, un nudo y un desenlace. Se trataba de algo más sutil, menos conclusivo, algo parecido a un acelerado pasaje en una larga evolución. La frase se popularizó por primera vez hace cientos de años por obra del historiador Arnold Toybee y tuvo su cuota de revisionismo hace muy poco en el número de Julio de 1984 de la revista Scientific American. Allí, en “Raíces Medievales de la Revolución Industrial,” Terry S.Reynolds sugiere que el temprano rol de la máquina de vapor (1765) tal vez haya sido sobredramatizado. Lejos de ser revolucionaria, mucha de la maquinaria que el vapor llevaba adelante había sido usada ya desde la Edad Media por medio del poder del agua. No obstante, la idea de una “revolución” tecno-social, en la que la gente se pusiera al frente como en Norteamérica y Francia, puede aplicarse a cientos de personas y no sólo a quienes, como pensó C. P. Snow, han visto en el ludismo una forma de encontrar a otros que, al igual que ellos, se oponían política y reaccionariamente al capitalismo. 

Pero el Diccionario Británico de Oxford tiene una interesante historia que contar. En 1779, en un poblado de algún lugar de Leicestershire, un tal Ned Lud irrumpió en una casa y en “un rapto de furia demente” destruyó dos máquinas usadas para el tejido de calcetines. La voz se corrió y muy pronto, cada vez que una fabrica de calcetines era saboteada –esto debió haber estado sucediendo, según la Enciclopedia Británica, desde 1710- la gente del lugar respondía con el latiguillo “Lud debe haber pasado por aquí.” Para cuando su nombre se evocó, en 1812, el histórico Ned Lud fue absorbido por el más o menos sarcástico apodo de “Rey (o Capitán) Ludd”, y todo lo demás fue un misterio de jocosa y oscura resonancia: una presencia sobrehumana que rumiaba en medio de la noche por los distritos textiles de Inglaterra, poseido por un peculiar y cómico don– cada vez que se encontraba con una tejedora de calcetines, se volvía loco y procedía a destrozarla. 

Pero es importante recordar que el objetivo, incluso en el asalto original de 1779, como muchas otras máquinas de la Revolución Industrial, no era en absoluto una innovación tecnológica. La tejedora de calcetines había dado la vuelta al mundo desde 1589 cuando, de acuerdo con la leyenda, fue inventada por el Reverendo William Lee, quien fuera presa del más absoluto de los despechos. Parece que Lee se había enamorado de una joven que estaba más interesada en tejer que en él. Cada vez que aparecía, surgía el rezo: “Lo siento, Rev, tengo que tejer. ¿Qué quiere esta vez?” Pasado un tiempo, incapaz de lidiar con este tipo de rechazo, Lee –a diferencia de Ned Ludd, sin rapto de furia demente alguno pero imaginemos que sensata y seriamente- se prometió inventar una máquina que volviese obsoleto el tejido de calcetines a mano. Y cumplió su promesa. Según la enciclopedia, el sistema del clérigo rechazado era “tan perfecto en su concepción que continuó siendo la única forma mecánica de tejer por cientos de años.” 

Ahora, teniendo en cuenta el tiempo que ha pasado, no es tan fácil pensar en Ned Lud como en un loco tecnofóbico. No hay duda de que lo que la gente admiró y mitificó fue el vigor de la peculiar actitud de su asalto y una frase como “rapto de furia demente” resulta de poca monta, sobre todo 68 años después del suceso. En todo caso, el enojo de Ned no estaba directamente enfocado en las máquinas. A mí me resulta más próximo al controlado enojo del tipo de las artes marciales, propio del Matón.
Existe toda una leyenda bastante extendida en torno a esta figura, el Matón. Muy a menudo es un hombre y aunque muchas veces se gana la socarrona tolerancia femenina, es casi universalmente admirado por los hombres por dos virtudes básicas: es Malo y es Grande. Malo no significa moralmente malvado, no necesariamente, sino más bien capaz de hacer daño a gran escala. Lo que sí es importante aquí es la amplitud de esa escala, la multiplicación del efecto.

 Las máquinas para tejer que provocaron los primeros disturbios luditas han dejado a la gente en la calle a lo largo de dos siglos. Todo el mundo vio como esto sucedía –se volvió parte de la vida cotidiana. Incluso empezó a vérselas cada vez más como propiedad de hombres que no trabajaban, que sólo las poseían y las alquilaban. No hubo filósofo alemán que no haya, tarde o temprano, recalado en lo que hicieron las máquinas de los salarios y los trabajos. El sentir público frente a ellas nunca pudo haber sido un horror simple e insensato, sino más bien algo más complejo: una relación de amor/odio entre el humano y la máquina –especialmente cuando ya hace un tiempo que están entre nosotros-, para no mencionar el agudo resentimiento hacia al menos dos efectos que han sido vistos tan injustos como amenazantes. El primero, la concentración de capital que cada máquina representa; el segundo, la habilidad de la máquina de dejar a un buen número de hombres sin trabajo -que “valga” mucho más que muchas almas humanas. Lo que dio al Rey Lud un carisma de Matón tan especial, llevándolo de héroe local a enemigo público nacional, fue que él se enfrentó contra la ampitud y la multiplicación de este efecto más que contra otros humanos, y que prevaleció. Cuando las cosas van mal y nos sentimos rendidos a la misericordia de fuerzas mucho más poderosas que nosotros, ¿no se nos ocurre virar, como si se tratara de un equalizador, siquiera en la imaginación, en el deseo, y convertirnos en un Matón – un djinn, un golem, un Hulk, un superhéroe - que resistiría frente a todo lo que podría aplastarnos?
Por supuesto, por entonces la verdadera y laica contienda contra las máquinas seguía librándose aún, los sindicatos se pusieron al frente, haciendo uso de la noche, la solidaridad y una disciplina muy personal para conseguir la expansión de un efecto que les fuera propio.

 Fue una guerra que abrió los ojos de las clases. El movimiento tuvo aliados en el Parlamento, entre ellos Lord Byron, en cuyo discurso inaugural en la Casa de los Lores, en 1812, argumentó compasivamente contra un presupuesto destinado a, entre otras medidas represivas, convertir los asaltos a las fábricas en un crimen penado con la muerte. “¿No te sientes cerca de los luditas?” le escribió desde Venecia a Thomas Moore. “Por Dios! ¡Si hay una revuelta, estaré allí! ¿Cómo ir contra quienes desbaratan las máquinas –los luteranos de la política-, los reformistas?” En la carta incluía una “amiable chanson,” que resulta ser un Himno Ludita tan ferviente que no fue pulicado sino hasta la muerte del poeta. La carta data de Diciembre de 1816: Byron había pasado el verano anterior en Suiza, encerrado en Villa Diodati en casa de los Shelleys, mirando cómo la lluvia caía, mientras todos contaban historias de fantasmas. En aquel Diciembre, mientras tanto, Mary Shelley estaba trabajando en el Capítulo Cuatro de su novela Frankenstein, o el Prometeo Moderno.

Si existiera algo así como un género de novela ludita, ésta, como advertencia de lo que puede suceder cuando la tecnología y aquellos que la utilizan pierden el control, sería la primera y una entre las mejores. La criatura de Victor Frankenstein califica además, sin duda, como el mayor Matón literario. “He resuelto,” nos dice Victor, “crear un ser de una estatura gigantesca, es decir, de unos ocho pies de altura y de una talla proporcional,” lo cual parece ser muy Grande. La historia de cómo resulta ser Rudo es el corazón mismo de la novela, su parte más recóndita: es la propia criatura quien se la cuenta a Victor en primera persona, para luego anidar en la narrativa del propio Victor, que es anidar a su vez en las cartas del explorador del ártico, Robert Walton. Más allá de que la longevidad de Frankenstein se deba al desapercibido genio de James Whale, quien la llevó al cine, resiste aún hoy no sólo por las razones por las que todos leemos novelas, sino también por su valor ludita: es decir, por su intento, mediante elementos literarios que se sirven de lo nocturno y del disfraz, de negar la máquina.

Observemos, por ejemplo, el informe de Victor sobre cómo ensambla y anima a su criatura. Debe, por supuesto, ser un poco vago con los detalles, pero nos abandona a un proceso que parece incluir cirugía, electricidad (aunque en nada parecida a las extravagancias galvánicas de Whale), química e incluso, en alusión directa a Paracelso y Alberto Magno, la forma de magia ya por entonces desacreditada conocida como alquimia. Lo que está claro, pese a la representación tan común del Tornillo en la Nuca, es que ni en el método, ni en la criatura que resulta, hay algo mecánico.

Esta es una de las varias similitudes entre Frankenstein y un temprano relato sobre el Matón, El Castillo de Otranto (1765), de Horace Walpole, a menudo entendido como la primera novela gótica. Por alguna razón, ambos autores, al presentar sus libros al público, usaron voces que no eran las suyas. El prólogo de Mary Shelley fue escrito por su esposo, Percy, haciéndose pasar por ella. Tuvieron que pasar 15 años para que ella escribiese una introducción a Frankenstein con su propia voz. Por otro lado, Walpole, le asignó a su libro un extraño origen aduciendo que se trataba de una traducción del italiano medieval. No fue sino hasta el prefacio de la segunda edición que reconoció su autoría.

De igual manera, las dos novelas tienen un notable génesis nocturno: ambas resultaron de episodios oníricos. Mary Shelley, aquel verano de historias de fantasmas en Génova, al intentar dormir una noche, avizoró de pronto a la criatura despertando a la vida en imágenes que llegaban a su mente “con una claridad que estaba más allá de los límites normales del sueño.” Por su lado, Walpole fue despertado de un sueño “del que todo lo que puedo recordar es que estaba en un castillo antiguo… y que en lo más alto de la barandilla de la escalera vi una gigantesca mano de hierro.”

En la novela de Walpole, esta mano aparece como la mano de Alfonso el Bueno, primer Príncipe de Otranto y, pese al epíteto, el Rudo residente del castillo. Alfonso, como Frankenstein, es armado por partes –el yelmo emplumado, los pies, las piernas, la espada, todo, al igual que la mano, de tamaño desmesurado- caídas del cielo o quizás encontradas aquí y allí en el terreno del castillo, como si se tratara del implacable retorno de recuerdos reprimidos sobre el que escribió Freud. El organismo, tal como en Frankenstein, no es mecánico. El montaje final de “la forma de Alfonso, dilatada a una inmensa magnitud,” se logra por medios sobrenaturales: la maldición de una familia y la intervención del santo patrono de Otranto.

La locura por las novelas góticas luego de El Castillo de Otranto estuvo basada, sospecho, en un profundo anhelo religioso por aquella temprana época mítica a la que se llamó Era de los Milagros. De manera más o menos literal, la gente del siglo XVII creía que muchas de las cosas que habían sido posibles antes, ya no lo eran más. Gigantes, dragones, hechizos. Las leyes de la naturaleza no estaban todavía tan estrictamente formuladas. Lo que había sido entendido como verdadera magia entonces, en la Era de la Razón degeneró en mera maquinaria. Los molinos satánicos de Blake representaron una antigua magia que, como el mismo Satán, ha sido alejada de la gracia. Mientras que la religión se secularizaba más y más en el Deismo y la descreencia, lo que permaneció fue el hambre permanente de evidencias de Dios, de una nueva vida a través de la salvación –y si es posible, la resurrección del cuerpo-. El Movimiento Metodista y el Gran Despertar Americano fueron los únicos dos sectores que ejercieron una enfrentamiento amplio con la Era de la Razón, enfrentamiento que incluía tanto el Radicalismo y la Francmasonería como el Ludismo y la Novela Gótica. Cada uno desde su posición expresaba la misma y profunda mala gana para abandonar elementos de fe -más allá de que fuesen “irracionales”-, a un orden tecnopolítico emergente que quizás supiera o no supiera lo que estaba haciendo. Lo gótico se emparentó a lo medieval y esto ha permanecido como “milagroso,” desde los pre-rafaelistas, las cartas de tarot de finales de siglo, las operas espaciales de los pulps y las historietas hasta la Guerra de las Estrellas y los cuentos contemporáneos de espadas y brujería.

Insistir en lo milagroso es negar al menos lo que las máquinas nos reclaman, reafirmar el limitado deseo de que las cosas vivas, terrenales o no, puedan devenir en alguna ocasión lo suficientemente Malas y Grandes como para cumplir un rol en sucesos trascendentes. Mediante esta teoría, por ejemplo, King-Kong (?- 1933) se convierte en el clásico Santo Ludita. El diálogo final de la película, recordarás, dice, “Bueno, los aviones lo atraparon.” “No… fue la Belleza que mató a la Bestia.” Allí volvemos a encontrarnos con la misma disyuntiva, aunque diferente, entre el humano y la tecnología.

Pero si queremos insistir en las violaciones ficcionales a las leyes de la naturaleza –de espacio, tiempo, termodinámica, y la más grande de todas, la misma mortalidad- corremos el riesgo de ser juzgados por la literatura dominante como Insuficientemente Serios. Ser serio con respecto a estas cuestiones es una de las maneras que los adultos se han forjado tradicionalmente frente a los niños confidencialmente inmortales con los que deben lidiar. Volviendo a Frankenstein, escrito a la edad de diecinueve años, Mary Shelley dijo, “le tengo mucho cariño; por entonces estábamos en la primavera de nuestros de días más felices, cuando la muerte y el dolor no eran más que palabras que no resonaban fuertemente en mi corazón.” Dado que usaba imágenes de muerte y supervivencia fantasmagórica sin ningún fin formal más que el de los efectos especiales y la emoción, la actitud gótica en general no fue juzgada lo suficientemente Seria y se la restringió a una sola parte de la ciudad. No es el único barrio en la gran Ciudad de la Literatura que, por así decirlo, está tan herméticamente definido. En los westerns, los buenos siempre ganan. En las novelas de romances, el amor lo conquista todo. En las policiales, el asesinato, siendo el pretexto de un rompecabezas lógico, difícilmente sea alguna vez un acto irracional. En la ciencia ficción, donde mundos enteros podrían ser generados por un simple entramado de axiomas, la coacción de nuestra propia cotidaneidad se trasciende como por rutina. En cada uno de estos casos lo sabemos bien; decimos, “pero el mundo no es así.” Estos géneros, al insistir en oponerse a los hechos reales, malogran su Seriedad; es así como se los tacha de “escapistas.”

Se trata de algo verdaderamente desafortunado en el caso de ciencia ficción en la que, en la década posterior a Hiroshima, se vio uno de los más notables florecimientos de talento literario y de genio –cosa que se da a menudo- en nuestra historia. Fue algo tan importante como el movimiento Beat que surgía al mismo tiempo, y ciertamente más importante que la ficción preponderante que, salvo ciertas excepciones, se había quedado paralizada por el clima político de la Guerra Fría y los años de McCarthy. Más allá de ser casi una síntesis ideal de las Dos Culturas, la ciencia ficción también resultó ser uno de los principales refugios para los luditas potenciales de nuestros tiempos.

Hacia 1945, el sistema fabril –el cual, más que una pieza de maquinaria, resultaba ser el mayor y más evidente resultado de la Revolución Industrial- se ha extendido hasta incluir el Manhattan Project, el programa Alemán de cohetes de largo alcance y los campos de exterminio, como los de Auschwitz. No nos hace falta ningún don profético para ver cómo estas tres variables de desarrollo podrían converger plausiblemente y muy poco tiempo. Desde Hiroshima, hemos observado que las armas nucleares se multiplican sin control y que los sistemas para ponerlas en funcionamento adquieren, globalmente, cada vez más precisión y una ilimitada autonomía. La aceptación absoluta de un holocausto se ha convertido –particularmente en aquellos que, desde 1980, han estado guiando a nuestras fuerzas policiales- en un saber convencional.

Para la gente que escribía ciencia ficción en los 50 nada de esto resulta sorprendente, más allá de que las modernas imaginaciones luditas hayan salido con bichos lo suficientemente Malos y Grandes, incluso en las ficciones menos formales, como para empezar a compararlos con lo que podría haber producido una guerra nuclear. De modo que, en la ciencia ficción de la Era Atómica y la Guerra Fría, vemos el impulso ludita de negar la máquina en una dirección diferente. El ángulo mecánico “des-enfatizado” en favor de preocupaciones más humanas –evoluciones culturales exóticas y escenarios sociales, paradojas y juegos de tiempo-espacio, preguntas filosóficas salvajes- y muchas de ellas comparten, como lo ha discutido ampliamente la crítica, una definición de lo “humano” singularmente distinta de lo “mecánico.” Al igual que sus viejos colegas, los luditas del siglo XX miraron anhelantes hacia otra era –curiosamente, hacia la misma Era de la Razón que había despertado en los primeros luditas una nostalgia de la Era de los Milagros.
Pero ahora vivimos, nos lo han dicho, en la Era de las Computadoras. ¿Cuáles son las perspectivas de la sensibilidad ludita? Las computadoras, ¿captarán la misma hostil atención que las máquinas de tejer? Lo dudo. Escritores de todo tipo, como si se tratara de una estampida, se precipitan a comprar procesadores de textos. Las máquinas tienen una utilidad tan amistosa que incluso los luditas más incorregibles estarían encantados de bajar el mazo y acariciar las teclas de un teclado. Más allá de todo, parece que cada vez estamos más cerca de consensuar que el conocimiento en realidad es poder, que hay una muy franca conversión entre el dinero y la información y que, de alguna forma, si la logística funciona, los milagros aún son posibles. Si esto es así, los luditas llegarían al final a un terreno común al de sus adversarios, ese alegre ejército de tecnócratas que suponen tener “el futuro en los huesos.” Quizás sólo se trate de la perenne ambivalencia ludita con respecto a las máquinas, o quizás es que la esperanza de milagros más profunda del ludita se concentre ahora en la habilidad de la computadora para darle la información precisa a quienes la aprovechen de mejor manera. Con el adecuado despliegue de presupuesto y de tiempo informático, curaremos el cáncer, nos salvaremos de una extinción nuclear, cultivaremos comida para todos, eliminaremos la feroz codicia industrial – haremos realidad todos las quimeras nostálgicas de nuestros días.

La palabra “ludita” continúa siendo aplicada despectivamente a todo aquel que dude de la tecnología, especialmente de la tecnología nuclear. Los luditas de hoy en día no tienen ya que enfrentarse a los dueños de las fábricas y a máquinas vulnerables. Como se sabe, el presidente e involuntario ludita D. D. Eisenhower profetizó cuando abandonó su puesto que hay un poder establecido permanente de almirantes y generales frente al que todo pobre bastardo es completamente inferior, más allá de que Ike no lo haya formulado de esta manera. Se supone que todos debemos estar tranquilos y dejar que las cosas sigan su curso por más que, dada una revolución informática, se vuelva cada día menos posible molestar a cualquiera en cualquier momento histórico.

Si nuestro mundo sobrevive, el próximo gran desafío será estar atento a lo que vendrá –lo oíste al principio- cuando converjan las variables de investigación y desarrollo de la inteligencia artificial y las de la biología molecular y robótica. Oh, muchacho. Será asombroso e impredecible, e incluso el más grande de los jefazos -esperémoslo con devoción-, se sorprenderá con los pies sobre la tierra. Es ciertamente algo que deberían esperar todos los buenos luditas si, por obra de Dios, llegamos a vivir para verlo. De momento, como norteamericanos, nos queda el consuelo, aunque sea mínimo y frío, de la traviesa canción improvisada por Lord Byron en la que él, como otros observadores de los tiempos, vio claramente la identificación entre los primeros luditas y nuestros propios orígenes revolucionarios. Empieza así:

Como los hombres libres del mar
su libertad, y muy barata, pudieron comprar
así nosotros, muchachos, así
viviremos libres o moriremos al luchar,
para, excepto el Rey Ludda, con todos los reyes acabar!
—Thomas Pynchon, 1984

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Tristero

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Publicado por Silver Editions. Colina Revista.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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