Por L.C. Bermeo Gamboa
Diario para dos Marías - Sábado, abril 8 de
2017
Los afluentes de música negra en Isaacs y Caicedo
“Lo que quieres es baile”, le dice el padre de Efraín en María, a su esclavo Bruno, quien se va a
casar y solicitó permisos para celebrar en la hacienda de la familia. “¿Cuántas rumbas
hay?”, pregunta María del Carmen, bajo un sol mortecino y cuando cae la tarde
que da inicio a su descenso en el infierno musical de Cali.
Al margen del protagonismo de las heroínas en las narraciones de Isaacs
y Caicedo, hay una vertiente musical de raíces negras claramente definida.
En María de una forma casi
etnográfica y condescendiente, Jorge Isaacs dedica pasajes a esta “música
semisalvaje”, que no en vano “el más culto diletante hubiera escuchado en
éxtasis”: inicialmente en el casamiento de los esclavos Bruno y Remigia, donde
acompañados de flautas, tambor, alfandoque y pandereta, celebran cantando y
bailando bambucos.
La música se bifurca en dos afluentes, en dos géneros musicales y su
mención siempre irá como expresión de las condiciones sociales donde ocurre la
historia. En este aspecto tanto Isaacs como Caicedo logran exactas recreaciones.
El segundo afluente musical en María
lo encontramos en la música propia de la familia de montañeses, en cabeza de José
cuya “faz tenía algo de bíblico, como casi todas las de los ancianos de buenas
costumbres del país donde nació”, ese país es Antioquia en el cual, según
Isaacs, se habían radicado las tribus judías, cuestión esta por la que ciertos
críticos tienen una afición, sin embargo como bien aclara R.H. Moreno Durán en
su prólogo a una edición de 1996: “Pese a que creyera estar más cerca de Sión
que de Cali (…) Está claro que Isaacs busca sublimar a posteriori una estirpe
con la que poco tiene que ver ya que su padre, que sí era de origen judío,
repudió su religión y adoptó la fe cristiana para poder casarse con una mujer
de hondas convicciones católicas”. A lo cual podemos agregar que la
religiosidad manifiesta, y casi que promovida por Isaacs en la novela, es netamente
católica, al punto que María es ponderada como una santa al nivel de la
virgen María.
Pero volviendo a la música, encontramos que un pasatiempo de los montañeses
es interpretar pasillos, el género propio del campesino colombiano que se
oponía, por su mesura y calma, al bambuco que bailaban los negros. Este
afluente de música tradicional, junto al otro de la música de salón, como la
contradanza que interpreta Carlos con una guitarra frente a la familia de
Efraín, permanecerán inalterables desde el siglo XIX al XX y se convertirán en
lo que llamamos música andina colombiana, esta que escuchamos ahora en
festivales especializados; por otro lado correría el afluente de la música
negra, punto de unión con la obra de Caicedo: serían los bambucos, alabaos y
bundes que Isaacs nos presenta como rarezas de una música primitiva, el origen
de muchos géneros musicales modernos que mezclados con músicas negras de otras
tierras, harán en Cali su epicentro con la diversa música del pacífico.
Y como muestra de esta ruptura entre la música de raíces negras, que va
de los bundes negros hasta los sonidos del Grupo Niche y Chocquibtown,
encontramos el manifiesto rechazo hacia los sonidos provenientes de Antioquia y
el centro del país, rechazo que Rubén en ¡Que
viva la música!, convierte en consigna política “haciendo imprimir afiches
de este orden”:
EL PUEBLO DE CALI RECHAZA
A Los Graduados, Los Hispanos
y demás cultores
del «Sonido Paisa» hecho a la medida
de la burguesía,
de su vulgaridad.
Porque no se trata de «Sufrir me tocó
a mí en esta vida»
sino de «Agúzate que te están velando».
¡¡Viva el sentimiento afro-cubano!!
¡¡Viva Puerto Rico libre!!
RICARDO RAY NOS HACE FALTA.
He oído la leyenda de que Andrés Caicedo no fue buen bailarín, conocidos
afirman que bailar no era lo suyo, más bien su rol de consumidor musical fue de
melómano, muy significativo también y sin exhibicionismos, puede que esta carencia
la haya sublimado con María del Carmen, quien descubre su naturaleza rumbera y
asume el baile como un rito pagano en el cual los bailarines son sacrificados, igual
que en la Consagración de la Primavera
de Stravinsky, sólo que esta no perece por el fuego, sino por el sonido ultrajador
de cuerpos: “Música que se alimenta de la carne viva, música que no dejas sino
llagas, música recién estrenada, me tiro sobre ti, a ti sola me dedico, acaba
con mis fuerzas, si sos capaz, confunde mis valores, húndéme de frente,
abandóname en la criminalidad, porque yo no sé nada y de nada puedo estar
segura, ya no distingo un instrumento sino una eflusión de pesares y requiebros
y llantos al grito herido, transformación de la materia en notas remolonas,
cansancio mío, amanecer tardío, noche que cae para alborotar los juicios
desvariados, petición de perdón y pugna de sosiego”.
Ahora bien, la María de
Isaacs canta, pero no baila y Andrés Caicedo era tartamudo, por lo cual es
difícil imaginárselo cantando alguna salsa pesada como las que cita en ¡Que viva la música!, pero aquí lo
importante es el oído finísimo que comparten ambos autores, gracias a esta
cualidad logran reproducir las formas y acentos lingüísticos propios de la
cultura negra y caleña.