miércoles, 9 de diciembre de 2015

CUMPLIDOS LOS CINCUENTA, por Harold Alvarado Tenorio

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 Harold Alvarado Tenorio

CUMPLIDOS LOS CINCUENTA y tres décadas de mundo creyó llegada la hora de entretener la parca con el penúltimo amor que cargaba consigo. Ella le había prometido durar para siempre con él y estuvo de acuerdo en adquirir la chacra que les estaban mostrando. Y porque vio, a pesar de la casa rústica, que podía, más arriba, hacia el lindero este, donde había un nacedero de aguas, levantar otra casa que mirando al naciente, permitiera disfrutar todo el día de esos paisajes andinos que recordaban el Mérida de sus años mejores, cuando con Parayma se habían bebido todo el vino brasileño que llevaba en su Mercury rojo y se puso a pensar cómo sería esa casa, con un enorme porche y veranda de vidrio que librara de los zancudos y termitas y luciérnagas pero dejara otear en el cielo del valle del rio de la Magdalena la bóveda celeste más bella del mundo. Soñar no valía nada, pero esa quimera resultó la más cara porque casi le cuesta la vida.
Lo primero fue trazar el camino que de la vieja casa remontara a la nueva, luego dragar el foso para los tucunares, o al menos para una pareja de sábalos reales que con sus escamas azuladas y verdes deslumbraran el destello del sol animando las tardes. Y el puentecito chino, porque por todas partes, en los humedales que marcaban los límites, estaba el bambú.
Después diez semanas ella había vuelto de Beijing, renunciando a su trabajo y al piso que su padre le habia regalado en Haidian, quiso conseguir un empleo como controladora de rutas aéreas en alguno de nuestros aeródromos. Durante su ausencia él había logrado, con la ayuda del ministro del ramo y el jefe de seguridad del estado, una visa de residente que le permitiera trabajar. Tan pronto llegó, presentó exámenes para conducir coche y obtuvo un carnet de cuarta, con el cual podía, incluso,  ser taxista, y aprendió a bailar Saersawu, como llamaba a la salsa caleña.
Fueron cuatro años de gloria. Recorrieron en un cuatro puertas casi todo el país, comenzando por la Región de la Manta Real y los cabildos donde ella gozaba conversando con lugareños, comiendo en plazas de mercado, entrando a las iglesias, durmiendo en pequeños fondas de una noche, siempre en compañía de Xiao Xue, convertida en la hija que nunca tuvieron. Así visitaron no pocos municipios de Santander y volvieron varias veces al cañón del Chicamocha que le recordaba las montañas de Yanshan y también porque había pepitoria, sangre de chivo con arroz y la carne del chivo, como solía su abuela al preparar la cabra de patas negras, una de las viandas más apetecidas. Estuvieron en La Habana, en Rio, en Buenos Aires, en Caracas y Montevideo. En todas partes con su perrita rubia. Porque Xiao Xue había viajado con ella dentro de una media tobillera, dormida con una cucharadita de vodka, que la mantuvo quieta durante las casi treinta horas del viaje, porque había volado Beijing, Hong Kong, Ciudad del Cabo, Rio de Janeiro, Bogotá, la ruta más barata que hacía Air China. Y porque sólo la dejó sola cuando dejó solo al que se quedó para siempre.
Había dejado su trabajo burocrático, que ejercía como descanso de su verdadero oficio y que le permitía pasar largas temporadas en hoteles de estrellas, viviendo como una ejecutiva europea. Fue, gracias a que su tía de la suprema le había conseguido el puesto, gerente delegada de la Agencia de Viajes de la Juventud para los países Nórdicos. Su jefe, otro hijo impar de papi, mami, nono y nona, era un jugador compulsivo que no hacía la faena y entonces, las decisiones importantes las tomaba era ella. Viajaba a Estocolmo al menos una vez al año y saltaba a Reikiavik, con sus hotelitos centenarios y el cálido trato que daban a los orientales los islandeses, que creían que las kenningars eran metáforas aprendidas por algunos viajeros escaldos que terminaron en el Imperio del Centro buscando aliados contra Harald Haarderade, el cruel rey noruego.  En esos viajes aprendió a bailar algunas viejas danzas nórdicas, que se hacen en grupo, o cambiando de pareja a medida que se hace la ronda, como también lo hacen los danzantes mayores todavía en las salas de baile del Beijing de las Cuatro Modernizaciones.
Era alta, con una fascinante voz baja y una rapidez de juicio que seducía de entrada. Vestía vaqueros, cazadora, Sneakers, iba con el pelo súper corto y cubierto en primavera e invierno, invariable, con una pañoleta. Era una enciclopedia de los recursos de la ciudad y sus gentes y se había convertido, a pesar de sus veintidós años, en una señora mujer. Su piso, de dos habitaciones con un teléfono azul, betamax, mecedora vienesa y seis pandas blancos, una bandeja azteca regalo de su padre y un caballo Ming de cobre, era una suerte de nido para los amores que había aprendido hacer en el norte de Europa. Leía a Garcia Marquez en chino y en ingles a Henry Miller, y decía que todo el amor que sabía hacer, porque si lo sabía, lo había aprendido leyendo en Trópico de Cáncer y la Crucifixión Rosada. Era capaz de amar de pie o de rodillas, pero odiaba la prisa y el ruido y las congestiones del tráfico, el tumulto del metro, el ruido de los que llegaban por millones del campo cada día y cada noche y sabía que ellos no estaban a su altura, al placer de su cuerpo, porque solo sabían reproducirse y no habían leído a Wu Zao:

En tu cuerpo repican abalorios
de coral y de jade.
Con tu sola sonrisa enmudezco.
Cuando recoges las flores
inclinada descubro tus ancas de sapillo
y tu centro perfumado.
Jovencita y sola
alimentas húmedos secretos.
Brillas más que una lámpara
en un abismo de sombras.
Mientras bebemos, recitamos,
una a otra poemas y cantas
“El que recuerda no muere”
cuyos versos rompen mi corazón.
Nos pintamos las cejas.
Quiero que seas mía.
Tu cuerpo es de jade
y tu corazón primavera.
Enorme bruma cubre los Cinco Lagos.
Amor mío, deja que compre un bote
y te lleve lejos de este tedio y esta noche.

Beijinesa, hablaba un mandarín sedoso que a veces intercalaba en su inglés de California. En su rostro, rara vez maquillado, resplandecían dos largos peces y la boca redonda y jugosa. Y aun que nada se guardaba de ella o de los otros cuando era necesario con prudencia emitía un silencio sin hielo. Sabía que era una flor abierta en una primavera cercada por el tiempo voraz e implacable. Conocía el este y el oeste, del levante al poniente, de arriba y abajo la mole de concreto de Beijing, con sus miles de rutas de buses que rozan otros tantos hutones donde están los restaurantes más finos, pero ella prefería los íntimos y pequeños de comida cantonesa con sopa de maíz en yema de huevo, los ravioles de Xi´an, el bróculi, la carne de buey con verduras sobre plancha de hierro ardiendo y el citron praliné de la patisserie parisienne.
Leía el Beijing Banbao, con los chismes de la farándula local y de ultramar, dejaba el tra-bajo al caer la tarde, visitaba sus clientes y amigos y rendida, tomaba uno de esos caros taxis grises de níveos sillones para volver a casa y ver los culebrones que trasmiten por la dos y la uno. Y hablaba, incansable, por teléfono, mientras se iba ingurgitando unas cuantas mandarinas y trozos de banano hasta que el sueño la vencía soñando en aquellas vacaciones de diez días en la isla de Hainan hasta que Lao qê la despertaba a las siete menos cuarto del tiempo de sus amores mejores para que entrara al tumulto del  Beijing que amanecía con la arena del Gobi en los ojos, y otra vez los turistas, los tiquetes aéreos, las reuniones con su inagotable jefe a quien repetía, otra vez, que necesitaba un asistente, que ya no daba más, que una rutina como esta acababa con cualquiera, que se iba ir a Colombia y no volvería nunca.
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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