lunes, 7 de mayo de 2018

El movimiento y el desborde de un mataco llamado Eisejuaz (que es Este-También)

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Por: Rodrigo Bastidas P.
Gallardo, Sara. Eisejuaz. Dum Dum Editora. Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. 2017. 174 págs.


Uno de los grandes problemas que tuve durante mi formación lectora, fue enfrentarme a la armazón estructural que estaba construida con dicotomías establecidas y que tendía a hacer de cualquier propuesta la reducción al absurdo de un falso dilema. Sin embargo, en cada libro sorprendente algo quedaba en el fondo: un resto inabarcable, innombrable, demoledor, que se escapaba al dualismo clásico: el desborde. Empezar un libro significaba una búsqueda casi desesperada por ese exceso que, en medio de estructuras conocidas, pocas veces se podía encontrar. Por eso, Eisejuaz de Sara Gallardo, se ha convertido para mí en el descubrimiento de una posibilidad de hacer literatura que nunca había vislumbrado: un trabajo cuidadoso y delicado con el lenguaje, con la estructura, con la construcción de personajes, que pone el desborde en el centro de la narración. Gallardo parece apostar, a inicios de la década del setenta, por una literatura que ubique la ausencia como construcción, que corra los límites del lenguaje hasta su vaciamiento, y que ponga a la literatura en el abismo del significante vacío; apuesta que actualmente se señala como una novedad en la literatura colombiana.

Eizejuaz cuenta de manera fragmentada, en primera persona, la vida de Eizejuaz: un indígena mataco también conocido como Lisandro Vega, pero que se llama a sí mismo Este-También, y Agua-que-corre (si lo consideramos su propio dios). Y esa voz extraña del “yo” que se llama de múltiples maneras, es el primer desplazamiento de Gallardo: Eisejuaz cambia de nombres, de opiniones, de ideología, de proyecto; pero en medio de todos esos cambios, un sujeto se construye desde una voz extraña, siempre extranjera y compleja. Desde el siglo XIX, las novelas que trataban el tema de “lo indígena”, se estudiaron en dos grandes grupos: la novela indianista y la novela indigenista. Una de las importantes marcas que describían cada tipo, era la construcción de la voz del subalterno (tal como lo define Spivak). Mientras en la novela indianista de mediados de siglo se proponía un juego de ventriloquismo en el que se ocultaba (a través de la mala imitación) la voz del indígena en pro de un lenguaje falso e impostado; en la posterior novela indigenista (ya en el siglo XX), la lucha era por acercarse a la voz del indio tratando de ocultar o escondiendo la novela como una construcción de lenguaje y de estética (lo que aumentaba su carácter vivencial y, en algunos casos, panfletario); el desdoblamiento de estas posibilidades estéticas del lenguaje, se dieron en obras de Mario de Andrade, como Macunaima, y con José María Arguedas en obras como Los ríos profundos. Gallardo, al observar esos dos caminos, decide transitar por un nuevo: no quiere impostar una voz, ni acercarse miméticamente a la voz del norte de Argentina, toma el camino del desborde: inventa una nueva forma de hablar, la cual lleva al extremo cuando ubica esa voz como centro de la narración y como punto de vista desde el cual se arma y fragmenta la historia.

Así, sólo conocemos en la novela la voz de Eisejuaz, que a veces se refiere a sí mismo en primera y a veces en tercera persona; que aparece de manera simultánea como sueño y como recuerdo; que dialoga de manera indistinta con los terratenientes, los animales y con su yo del pasado. Esta narración permite que en la novela se subraye una especie de rompimiento esencial de la subjetividad, y al mismo tiempo se amplíe la idea de sujeto al permitir que las palabras creen un límite difuso entre individuo, naturaleza y dios. La construcción del personaje de Eisejuaz se da a través de una palabra con la cual él mismo se narra para comprenderse dado que, para su cosmogonía personal, la única validez en la vida son las acciones, pero estas solo se convierten en realidad cuando atraviesan el filtro del lenguaje, cuando encuentra una palabra para ellas, cuando se vuelven narración. En este encuentro desequilibrado entre lenguaje y movimiento, Eisejuaz aprende que el movimiento pierde sustancia y se convierte en algo brumoso, extraño; esto se produce porque la acción por sí misma, pierde la sujeción al no tener una construcción epistémica que la signifique; pero hacer que la vida signifique, también conlleva insertarla en medio de una duda, empieza a formar parte de un juego conceptual en donde se posibilitan tantos signos que al final la acción pierde su significado, se vacía su sentido. Por ello, a la peregrinación doble que hace este personaje (por el camino de la redención y por el camino de su propia vida pasada) Eisejuaz decide imponerle un thelos, una razón de ser que esté más allá de las palabras, pero que solo se pueda conocer a través de ellas: dios.

Esta aparición de un dios, y de la religión en sí misma, es el segundo desplazamiento que propone Gallardo. Lejos de pararse en el lugar conocido de lo indígena como articulación de lo natural, o de la implantación de un catolicismo violento en las misiones religiosas, de nuevo la autora se decide por un desborde. En Eisejuaz se plantea un dios que se acerca mucho a la idea del dios kafkiano (silencioso, exigente, perverso), el cual se expresa por medio de la naturaleza circundante propio del contexto indígena. Pero a Gallardo no le basta con hacer esa superposición; durante todo el texto plantea un diálogo entre este thelos de Eisejuaz y otras formas de comprensión ideológica del mundo: el dinero, el catolicismo, las romerías de los milagros, la familia. El resultado de este diálogo, al igual que sucede con el lenguaje, es la certeza de un vacío de significado; todas las formas de comprensión del mundo se develan como discursos que se igualan al de Eisejuaz: cambiantes, ilógicos, casuales. Al finalizar el texto, todos los discursos de creencias se desgastan hasta derrumbarse y pareciera ser que el único que tiene la fuerza suficiente para mantener su consistencia es el de Eisejuaz; sin embargo, es un discurso místico que se define por dos características: por el silencio y por la incertidumbre de saber si está atravesado por la locura. La religión de Eisejuaz se levanta a partir de una lectura del mundo (de la naturaleza) la cual debe ser interpretada como parte de un todo conectado. Por eso las lagartijas, los ríos, las plantas, tienen la habilidad de comunicarle a Eisejuaz su destino, porque forman parte de ese todo móvil del cual el protagonista hace parte; pero como toda interpretación, se presenta al lector como una posibilidad, la cual podría ser parte de un delirio. Nunca sabremos si el destino, la palabra de dios o el porvenir, son parte de una acción programática de esa unión de signos que es el universo, o es solo el desvarío de un sujeto que debe crear (y creer) en algo para poder encajar en un mundo que no comprende. La religión, entonces, es otro espacio del desborde: un lugar de discurso lleno de significados vacíos.

Podemos decir que la novela se mueve en tres ejes que avanzan a medida que tratamos de entender a Eisejuaz: el lenguaje, la acción y la creencia; estos tres ejes aparecen en la novela por medio de tres símbolos claros: la palabra, las manos y dios. La palabra de dios exige acciones, pero las acciones de Eisejuaz parecen silenciar a dios quitarle la palabra (“el que guarda silencio es Dios. Y el que espera su mensaje es Eisejuaz, que ha dado por seguras señales inciertas y ahora se deja abrumar por la presencia de lo callado” dice Martín Kohan); Eisejuaz ofrece sus manos, pero el mundo le demanda palabras, dios exige acciones y a cambio le ofrece un destino que nunca nombra. La codependencia de estos tres ejes, y la forma en que cambian las relaciones entre ellos es la conformación de la novela; en estos cambios Eisejuaz es limpia copas, capataz, ermitaño, esposo, creyente, salvador, curandero, animal, jefe de la tribu, es el desplazamiento puro, es Este-También y es Agua-que-corre; nombres que elije para sí y que demuestran que la palabra que lo intenta nombrar, también refiere a aquello que no se puede delimitar. Entre estos desplazamientos se mueve la novela de Gallardo, movimientos que siempre deja por fuera la lógica, la linealidad y el significado. Esto hace que la novela se mueva en el espacio de lo limítrofe, en el lugar de lo excluido. Poner el foco en lo excluido, no lo entiende Gallardo como ubicar un nuevo centro en la organización social (como lo hizo el indigenismo y el indianismo), sino observar que cuando hay un ensanche en el lenguaje y en la narración, el centro deja de ser tal y se devela como absurdo y extraño; al final solo es posible atrapar en la novela ese mismo rompimiento del lenguaje y sus consecuencias dentro de la obra.

El libro de Gallardo es extraño, inclasificable y absolutamente novedoso (con esa novedad que no depende de los tiempos sino de la inherencia misma de la obra, una novedad perpetua). Novela elogiada por Mujica Laínez, propuesta como clásico argentino por Ricardo Piglia, estudiada por Martín Kohan; sorprende que tenga pocas reediciones y no aparezca como uno de los imprescindibles de la literatura latinoamericana. Es grato, por ello, encontrar que Dum Dum Editora, a cuya cabeza se encuentra la gran Liliana Colanzi, se dé a la tarea de reeditarla en 2017 de manera cuidadosa y dedicada (puedo decir, sin asomo de duda, que el mejor libro del 2017 fue este, escrito en 1971). Y es gratificante encontrar que Eisejuaz aparece de nuevo, vuelve a la palabra no dicha y a los destinos brumosos, en indios matacos como el del cuento “Chaco” (también de Colanzi); y demuestra así que las preguntas que planteaba Gallardo siguen flotando en el aire y pueden proponer una salida desde lo excluido, lo limítrofe; desde el desborde.
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Publicado por Rodrigo Bastidas
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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