miércoles, 13 de febrero de 2019

Yo, Catarino

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Jet-Set, ¿por qué no puedo ser del Jet-Set?
Jet-Set, yo solo quiero ser del Jet-Set
Cerati-Alberti
Por John Better

Ocurrió un domingo 24 de junio de 2012. Como cosa rara había extraviado mi teléfono personal en la rumba del día anterior, por ese motivo ignoraba que me buscaban con urgencia desde muy temprano. Eran casi las nueve de la mañana. Poco recordaba de la noche anterior.

Algunas imágenes vagas venían a mi cabeza: un chico de ojos verdes metiéndome la mano en la entrepierna, carcajadas en el baño de la disco y la cara de una chica trans cuyo nombre recordaba a la perfección: Dany Rodr.

Como pude, fui hasta la sala y encendí el computador; entre la pila de mensajes vi uno de Daniel Samper Ospina: “Betty Better, te esperan en Cartagena para una sesión de fotos”. Me comuniqué con Alejandra Quintero, la chica encargada de la producción, y con su voz de agua mineral me dijo:

-Toma un expreso y llégate a Bazurto. ¿El mercado? No, el bar de moda, te esperamos para hacer la fotografía central del homenaje a Gabo que hará nuestra revista, finalizó la Alejandra.

¡Homenaje a Gabo! Vaya cosa, qué importante te has vuelto Betty B!, me dije.


Me di una ducha, me vestí con algo ligero, salí a la calle y pillé el primer taxi que pasó. Lléveme a Cartagena, dije al conductor. El chofer hizo una mueca de asco por el tufo que traía encima. ¿Sabe cuánto vale una carrera hasta Cartagena? No importa, usted apúrese, que SOHO paga. Me miró con burla por el retrovisor y arrancó.



En el bar de Macondo


No hay mucho que comentar del camino Barranquilla-Cartagena. Calor y más calor, vacas flacas, casas de madera, trupillos, el trancón a la entrada de  la  Heroíca, el indiscreto encanto de la ciudad amurallada entre otras desagradables instantáneas.

Por fin llegamos a Bazurto, un barcito conocido por su música en vivo, sus cachivaches de estética caribeña y deliciosa comida. Eran las dos de la tarde cuando hice mi arribo. Adentro todo era una fiesta. Al primero que vi fue a Jaime Abello Banfi, director de la FNPI, llevaba consigo una camisa floreada y ese rostro de niño bien nutrido que hoy los kilos perdidos le han arrebatado. Jaime me presentó con algunos de los otros invitados: el exalcalde de Bogotá Jaime Castro —quien personificaría a Aureliano Buendía— y Elsa, su mujer.

Todos tomaban Whiskey, y aunque no me presentaron a la botella, yo la fui tomando por el cuello y sirviéndome uno doble y seco. ¡A su salud!, dije a los ilustres personajes. Hice un paneo al resto de la comitiva y me doy de frente con Lucy Moreno, del equipo de producción de la revista; una encantadora muchacha de pelo platinado como salida de una peli de Woody Allen.

-¿Quiéres que te traiga algo de tomar? Preguntó Lucy, un aguardiente, contesté. ¿Una botella? Perfecto, preciosa, dije sin modestia.

Cuando bebo me pongo muy interesante. Fluyo como una rosa arrastrada por la liviana corriente de un arroyito y como una rosa me fui deshojando en múltiples conversaciones con los invitados a recrear aquella inolvidable escena de Cien años de soledad en el bar de Catarino. Yo sería Catarino, el amaricondo dependiente del Bar de Macondo.



Frente a un ‘mujerón’


Me maquillaron, me colocaron un delantal de cuero marrón y una flor de fieltro en la cabeza. Ya acicalado me puse en pie y me di de frente con el mujerón; la actriz Andrea Guzmán. Llevaba puesto un ligero babydoll blanco y  medias de encaje de igual color. Traía su melena más alborotada que nunca.

-Te estábamos esperando, dijo ella.

-Pues aquí me tienes, bella, le contesté tan afeminado como pude. El cuerpo de Andrea era un paisaje de múltiples elevaciones, pero lo que más me cautivó fueron sus piernas de duro caramelo. Y su charla, por supuesto.

En un banco de madera estaba El Hombre  de blanco, asistido por un chico joven idénticamente vestido. Tuve que tomarme un trago para tener el valor de acercarme y saludarle. Leandro Díaz me dio la mano, me dijo: siéntese. Me senté a su lado. Entonces empecé a hablarle de lo mucho que le admiraba, de lo importante de tenerlo tan cerca, de esto y de aquello, fueron diez minutos que no paré de hablar como una lora mojada hasta que su nieto Óscar Díaz me interrumpió y dijo en voz alta: el maestro está muy mal de la audición, creo que no te ha escuchado nada de lo que dijiste. Eso sí lo oyó Leandro y soltó una risotada del carajo.


Jaime Abello es Magnífico Visbal

¡Bueno, todos a sus puestos!, dijo el fotógrafo Hernán Puentes. Yo aparecería en la foto sosteniendo una charola de plata con una licorera de cristal, una reliquia que me encomendaron cuidar.  En la imagen debía  aparecer serviéndole un trago a Jaime Abello quien representaba a Magnífico Visbal, amigo de parranda de Aureliano. Andrea, quien encarnaba a una prostituta, permanecía sentada sobre las piernas de Jaime Castro,  que parecía evitar mirarla a los ojos. Leandro y sus músicos yacían a un lado tocando vallenatos. ¡Acción!, dijo Puentes. Yo posaba, ponía boquita de corazón, alzaba la ceja, me ponía una mano en la cintura tratando de mantener en equilibrio  la reliquia de cristal, y en una de esas el fragor del aguardiente ingerido  hizo que se volcara  la botella sobre la bandeja, mojando las medias veladas de Andrea, quien no armó ningún tipo de escena y me calmó dulcemente ante mi evidente nerviosismo. La sesión siguió entre risas y ánimos del fotógrafo para que siguiéramos posando. En unas dos horas de clicks ya se tenía el material para aquella memorable edición dedicada a Gabo.

El resultado es una imagen para el recuerdo: Catarino mantiene su bandeja en alto mientras le sirve al borracho, la chica de vida fácil posa sus atributos sobre Aureliano, quien yace tieso como una figura de cera, todo esto al ritmo de Los Vallenatos de Leandro quien a un lado de la escena miraba fijo hacia su horizonte de niebla rodeado de su nieto y su entrañable cajista Pablo López.

A Gabo le hicieron llegar la revista a su residencia en México, alguien me dijo que le gustó. Siempre me intrigó saber si en medio de su senilidad y olvido, el cataqueño reconoció en mi travestida y etílica imagen a su Catarino de cien años de soledad.

Al llegar a casa era casi media noche, en mi bandeja de entrada había un mensaje de la misteriosa Dany Rodr: “Tengo tu teléfono celular, me lo diste a guardar anoche. De seguro no te acordabas”. Tenía razón, lo había olvidado, y que más daba, si a olvidar y ser olvidados estamos todos destinados; Gabo, no.
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Publicado por Revista Coronica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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