sábado, 21 de julio de 2018

El polaco que narró África

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Kapuscinski falleció el 23 de enero de 2007 en Varsovia, dejando obras imprescindibles del periodismo literario, además de Ébano, se encuentran El emperador y La guerra del fútbol. 


A 20 años de su publicación, 'Ébano' se considera un clásico del periodismo literario y su autor, Ryszard Kapuscinski, el periodista más representativo de finales del siglo XX.

Por L. C. Bermeo Gamboa


La historia empieza de la forma más común: un hombre blanco llega a una tierra desconocida. Se podría alegar que ya conocemos esa historia, y que va a terminar muy mal, sobre todo para los nativos de esa terra incognita. Pero esta historia es un poco diferente, ya que este hombre que acaba de llegar no es un conquistador o un bárbaro, este hombre es un periodista y algo más, es un poeta. No porta el estandarte de ningún imperio, por el contrario, viene con los recuerdos de pobreza y muerte de su natal Polonia, un país que apenas superaba la destrucción a manos del nazismo en la Segunda Guerra Mundial y ahora permanecía sometido por el régimen soviético. Esta historia empieza en 1957 cuando el  reportero Ryszard  Kapuscinski, de 25 años, de la Agencia de Prensa Polaca (PAP), pisa por primera vez suelo africano.

Recién llegado a Ghana, escribe: “Lo primero que llama la atención es la luz. Todo está inundado de luz”. Una síntesis de muchos elementos captados de forma muy estética, donde sugiere lo que será la constante en la experiencia africana: el calor, el sudor, la humedad, en suma, el sol. Con una observación poética, y verídica, inicia su recorrido personal por África que se alargará, en múltiples idas y vueltas a diferentes países del continente, durante por lo menos 40 años, hasta cuando recopiló suficientes testimonios y documentación sobre esa cultura que lo apasionaba; sólo entonces a sus 56 años, decidió publicar Ébano (1998) su gran informe del descubrimiento del continente negro.

Y no lo hizo demasiado tarde, aunque habían pasado miles de años desde que el primer hombre blanco llegó a África, desde que los griegos, romanos, árabes, franceses e ingleses, todos colonizadores, que de alguna forma engañaron al mundo diciendo que fueron descubridores, mostrando esa África turística y oficial: la de safaris con jirafas, leones, hipopótamos y elefantes, la de oro y diamantes. Pero, entre esclavistas, explotadores y saqueadores, ninguno logró hacer el descubrimiento verdadero. Sólo un descubridor auténtico sabría que la etimología de esta bella palabra descubrir viene del latín 'discooperire', referido a: “destapar algo que antes había permanecido oculto”. Debajo de todo ese exotismo publicitario, el manto puesto para no inquietar al mundo, Kapuscinski siempre supo eso, que lo más valioso de África seguía oculto, “el descubrimiento más importante: la gente”. De ahí que su libro este lleno de mujeres en vestidos de percal y palanganas perfectamente equilibradas sobre su cabeza, de mendigos llamados Bayayes que han logrado ser presidentes, de nómadas del Sahara llamados Tuaregs que amán más el agua que a las mujeres, de niños que se despiertan primero que los adultos para recoger agua y pasear el ganado, de una sociedad donde comen al atardecer una vez al día y “la vida es un esfuerzo continuo, un intento incesante de encontrar ese equilibrio tan frágil, endeble y quebradizo entre supervivencia y aniquilación”. 

Esta dedicación exclusiva por las personas hizo que un periodista —un corresponsal que debía cumplir con informar al exterior sobre la realidad africana de entonces, cuando el continente pasaba por su más importante proceso de independencia y revolución, entre 1957 y 1998, se declararon soberanos alrededor de 40 países africanos— optara por una nueva perspectiva periodística en la que buscó el elemento antropológico de la cultura y establecer empatía con la realidad más inmediata de los africanos. 

Por eso “prefería subirme a camiones encontrados por casualidad, recorrer el desierto con los nómadas y ser huésped de los campesinos de la sabana tropical”. Pero no sólo compartió la aventura, incluso el sufrimiento, cuando estuvo a punto de morir de malaria bajo “rayos solares que golpean con la fuerza de un cuchillo” y luego hizo fila entre otros enfermos africanos para recibir su medicina. De esta manera, cambió el qué, cómo, cuándo, dónde y se dedicó al quién junto a “¿cómo vive allí la gente? ¿De qué? ¿Qué come? ¿Por qué está allí?”. Sólo con esa convicción fue revelando esa otra África de sol y sombra, el misterio de un mundo regido por clanes y tribus con sus propias lenguas, costumbres, creencias y tabúes, que aún hoy los unen y los enfrentan, ya no contra colonizadores, sino contra dictadores y criminales propios, continuando una larga historia de pobreza y muerte. 

Basta leer los capítulos dedicados a Uganda, Ruanda y Liberia para comprobar los extremos de violencia a los que pueden llegar el odio tribal sumado con la corrupción.

El libro fue publicado originalmente en polaco en 1998.
Ébano fue el primero y único libro de una trilogía de reportajes retrospectivos que Kapuscinski planeaba escribir sobre los tres continentes más frecuentados en su carrera, los otros dos iban a tratar sobre Asia y Latinoamérica. Su pretensión era captar imágenes de la cultura desde la diversidad. En Ébano se distingue este plan, puesto que la estructura narrativa es fragmentaria y mezcla tiempos y espacios de forma un tanto caótica, así deja intuir la naturaleza de ese continente inabarcable que vive “en permanente estado de germinación, multiplicación y fermentación”, y gracias a que Kapuscinski dedicó tanto tiempo a observar, pudo encontrar muchos símbolos que pudieran ayudarnos a comprender, o siquiera aproximarnos con un sentido más humano, no desprovisto de estética, a esta realidad complejísima. Es inevitable perdernos en sus páginas, hasta que la narración nos lleva a detalles valiosos de su cultura que nos dejan la impresión de haber penetrado un poco más en el misterio africano.

A veces el narrador nos maravilla, como cuando habla del cementerio de elefantes en el fondo de un lago, o de los Tutsi que criaban a sus cebúes de largos cuernos en las elevadas planicies de Ruanda, o sobre los escarabajos del desierto que se beben su propio sudor, o de las impresionantes iglesias bajo tierra en Lalibela, o de los poetas anónimos que escriben, venden y leen sus libros de poemas amorosos en el mercado de Onitsha. Sin embargo, no podemos dejar de compadecernos —y de asumir parte de la culpa— cuando cuenta que mientras vivió en Lagos, en un callejón, tuvo que presenciar el hurto a una mujer: “Enloquecida y desesperada, corría en círculos: unos ladrones le habían robado la olla: había perdido su único medio de vida”. Una imprecación puede surgir cuando nos enteramos que las bandas de mercenarios atacan a los niños y mujeres para robarles la comida y medicina que les entregan las organizaciones humanitarias. Y luego, resulta más sorprendente cuando nos aclaran que la madre de Idi Amín, el brutal dictador de Uganda, vivía en la calle y mantenía a su hijo con lo que ganaba cocinando en su propia olla, así como aquella mujer. Allí están, logrados con arte, y pese a su crudeza, el símbolo y realidad de la pobreza, una tragedia con millones de protagonistas.

Ryszard Kapuscinski escribió mucho sobre África antes de Ébano, pero fue sólo en este libro que revisó su propia obra y su memoria, para poner a prueba los dos elementos más difíciles de su filosofía periodística, esa que luego formularía y haría popular como 'Los cinco sentidos del periodista': estar, ver, oír, compartir y pensar. Estos dos últimos sentidos son, tal vez, los más valiosos en tiempos posverdad, cuando los medios de comunicación ya no tienen sólo la responsabilidad de contar la verdad, sino la de descubrir la mentira en las fake news. Se necesita tener la capacidad de compartir con el otro para descubrir la falsedad generalizada, se necesita pensar para no caer en el facilismo de una verdad simple con aparente coherencia, y descubrir con esfuerzo una realidad rica y, muchas veces, contradictoria. Esa lección de descubrimiento debe mantenerse vigente en el periodismo, ya que sólo así podremos llamar la atención sobre la belleza y tragedia humana que se encuentra oculta en muchas sociedades como la africana, que aún hoy sólo conocemos desde el estereotipo y el prejuicio.


La historia termina con un hombre blanco bajo la sombra de un árbol de mango, es el  lugar donde toda la tribu se reúne a contar su mitología. Sólo cuando él logró, como dice en un poema: “Acoger el sufrimiento del otro y compartir su dolor”, estableció un vínculo sagrado con esta colectividad y halló la forma de comunicar su misterio. Dicen que cerca de su muerte en 2007, Ryzard Kapuscinski confesó que después de abandonar África, no importaba donde estuviera, siempre lo acompañó una “nostalgia de sol”.

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Publicado por Unknown
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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