domingo, 16 de junio de 2019

Algo sobre mi padre

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Por John Better 

Cuando el 12 de mayo de 2011 coloqué en el muro de Facebook que mi padre había muerto, recibí mensajes de apoyo de muchísima gente. También un par de llamadas donde familiares me informaban que estaba equivocado, que Roberto Better se encontraba vivito y coleando en algún rincón de Cartagena, ciudad donde vive desde hace algunos años. Les respondí que quien había muerto era mi verdadero padre, no ese tal Roberto Better, al que además del esperma donado y el apellido que llevo como un chistoso seudónimo, creo no deberle más nada.

Mi madre fue de esas mujeres que muchos llaman “de malas en el amor”. Se fijó en mi padre biológico, el hombre equivocado. Un rufián que le prometió el cielo, la luna, y las estrellas, y terminó dándole cataclismos y sin sabores.

Con solo 7 meses de embarazo la abandonó a su suerte. En ese momento  llegaría quien el destino había elegido para ser mi padre, aunque más que aparecer de la nada, Pablo Márquez Algarín, regresaba a la vida de mi madre. Años atrás habían sostenido un  romance el cual había menguado por presiones familiares, ya que el  gran amor de la vida de mi madre era un hombre casado, lo que en aquella época era visto como un terrible pecado.

Nací. Lo que mis ojos vieron por primera vez fueron los ojos de mi madre y los de aquel hombre. Aunque no nos unía la sangre, el amor por una misma mujer nos ataría por el resto de la vida.

Cuando tenía tan solo cuatro años de edad, mi padre llegaría a casa cargando un enorme triciclo de color salmón, dotado de una reluciente silla de cuero negro.  Mis pies apenas rozaban los pedales del juguete, a esa edad debía sentirme en lo más alto del mundo porque aterrado empecé a gritar buscando los brazos de mamá. Pero él, decidido, con ese tono de voz áspero que tenía, me incitaba a que no tuviera miedo, y sosteniéndome bien fuerte, me iba llevando sobre el triciclo por toda la antigua casa materna. Del llanto pasé a la risa de inmediato, papá reproducía con la boca el sonido del motor de una motocicleta, sentía entonces que íbamos a la velocidad de la luz, viajando juntos por una larga carretera.


***

El olor de las clínicas es insoportable. Mientras se hace la hora de visitas leo algunas revistas médicas. Hay una mujer y una chica joven frente a mí, me pregunto si serán la otra familia de mi padre. Trato de buscar en la cara de la chica algún rasgo que se asemeje al de papá, pero deduzco que deben ser otros visitantes esperando ver a sus familiares enfermos.

Cuando estuve un poco más grande empecé a notar que mi padre casi nunca se quedaba en casa. Fue un malestar insoportable saber que tenía otra familia, que tenía esposa y dos hijos más, y aún peor fue saber que mi padre biológico deseaba verme.

Tenía 7 años cuando eso pasó. El punto de encuentro con Roberto Better no varió durante largos años: una esquina de la calle treinta junto a una floristería era el lugar donde aquel hombre de casi dos metros me levantaba en sus brazos y me llenaba de todas las golosinas que un niño puede soportar. Después me hablaba de “ese señor”, refiriéndose a Pablo. Fue precisamente en una de esos encuentros que descubrí aquella fea palabra: padrastro. Roberto la pronunció como quien invocaba al más terrible de los monstruos. “Eso es ese señor, su padrastro, porque su verdadero padre soy yo”, puntualizaba al tiempo que me embutía hasta el hastió litros de helado de vainilla.

***

-¿A quién viene a visitar?- preguntó la enfermera.

-A Pablo Marquez, mi padre- respondí a la mujer.

Seguí las indicaciones para llegar hasta el cuarto donde papá se encontraba. Un pequeño laberinto de paredes embaldosadas, habitaciones numeradas que al pasar rápido eran una serie de espantosas postales: hombres de avanzada edad conectados a sondas y sueros, mujeres en sillas de ruedas mirando al vacío, arreglos florales tratando de disimular el terrible olor a enfermo que todo lo cubre en las clínicas.

Giro la perilla y allí dentro está papá, con sus 71 años y un riñón hecho añicos. De su estómago sale un drenaje que va extrayendo hasta una bolsa plástica las innobles sustancias de las que estamos hechos los humanos.

-¿Y cómo te sientes? -es lo primero que le pregunto.

-Bien, bien, todo bien.

Es un hombre de pocas palabras, siempre fue así. En eso se parece a  Chistian, mi hermano menor,  sangre de su sangre. De un clóset dispuesto en la habitación papá ha mandado a sacar un frasco y pide que me lo muestren. Es el cálculo que afligía a su  riñón.

-Era una bola grandísima, tuvieron que partirla para meterla ahí- dice papá.

En el interior del frasco se adivinan decenas de pedazos de piedras de color pardusco.

-Tienes que alimentarte con cuidado-es lo único que se me ocurre argumentar.

-¿Y cómo esta tú mama?

– Preocupada por ti-contesto.

A mi padre empieza a dolerle el brazo izquierdo. De inmediato llaman a una enfermera que llega al instante. Dice que es la posición que tiene en la camilla la que origina el intenso dolor, entonces decide colocar un analgésico en su suero.

Durante mi adolescencia empecé a alejarme de papá. Él se hacía cada vez más huraño. Algo en mi manera de ser no le agradaba del todo, pero nunca me lo hizo saber, fue un hombre muy discreto siempre. Además, tenía en mi hermano menor un receptor de todo su cariño. A Roberto Better no lo volví a ver, una de las últimas veces que supe de él fue cuando cumplí 13 años y me envió una bicicleta, un caballo de metal de modelo futurista que me daba como regalo a una vida de abandono.

Aprendí a manejarla guiado por mi madre, pero a los pocos meses la dejé olvidada en el patio. El tiempo y la lluvia la redujeron a un pedazo de hierro oxidado con ruedas.

La relación con mi padre mejoró en los últimos años. La vejez le había llegado con todas sus mañas, a mí, la adultez me hacía verlo como un niño frágil al que a veces  tomaba por la cabeza cariñosamente y desordenaba los pocos cabellos que en ella llevaba.

Papá llegaba a casa y registraba todo: el escaparate, el bifé, la cocina, los floreros, no sé qué buscaba, pero lo que fuese siempre lo buscaba con insistencia. Luego se quitaba la camisa, disponía dos sillas en el patio y se sentaba junto a mi madre a charlar.

A veces discutían por asuntos familiares, pero nada serio. Nunca fue un hombre violento, no recuerdo que nos haya maltratado a ninguno de nosotros. Otras veces, se le daba por reparar cosas irreparables: viejas escobas, ventanas averiadas que esperaban en el patio a ser botadas, llaves del agua, entre otros cachivaches. Un día antes de su operación, llegó a casa muy temprano, estuvo de visita en el cementerio hablando con sus padres fallecidos hace ya décadas.

-Pablo, ¿es que tú crees que te vas a morir ah?-preguntó mi madre

-Es que uno nunca sabe Doris-respondió él.

Ese fue el último día que mi madre lo viera con vida. El 12 de mayo en horas de la mañana, papá cayó fulminado por un infarto mientras se dirigía hacia el baño. Murió al lado de lo que algunos llaman “familia legitima”, pero lo único legitimo en este mundo es el amor que damos y recibimos a través de los años que tenemos destinados a estar en este mundo. Después de su muerte mi madre se ciñe a un riguroso luto, mientras dobla ropa que va colocando sobre la cama dice:

-Fueron casi cuarenta años juntos, era mi compañero.

Eso y más, pensé en ese instante, y traté de recordar cómo era tu cara, tu voz. Porque ya estás muerto y mi madre ya no te llama por tu nombre. Hoy en día eres el difunto, el que no está, y esa es desde entonces nuestra realidad.

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Publicado por Revista Coronica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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