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Andrés Caicedo | El Espectador |
Por: Gustavo Agudelo
A veces pienso que la vida se reinicia de vez en cuando permitiéndonos empezar de nuevo. Lo curioso es que uno está tan agotado, tan inmerso en resolver lo que lo llevó a ese estado de cosas, tan ocupado en entender cómo llegó a tocar fondo que muchas veces pasa por alto esos reinicios, pierde de vista los nuevos elementos que tiene a la mano y así, sumido en el ego, la confusión, movido por una fuerza sobrenatural que le permite reponerse de las desgracias diarias y enfrentarse a un nuevo día, olvida mirar alrededor, no se da cuenta que está frente a un reinicio y vuelve a cometer los mismos errores. No sé cuántos reinicios tenga la vida para ofrecernos; lo que sí sé es que uno debe estar atento a las señales: un cambio en la dirección del viento, en las formas de las nubes que flotan sobre nuestras cabezas, en el canto de los pájaros en el parque.
A mí la vida me ha ofrecido muchos reinicios, dándome oportunidades de volver a empezar, de recomponer el camino, pero la mayoría las he pasado por alto porque he estado demasiado ocupado razonando mi soberbia, mi incapacidad de hacer un alto pese a que soy consciente de que la velocidad a la que voy excede todos los límites permitidos y en lugar de detenerme, de bajar los vidrios para darme cuenta que todo está pasando demasiado rápido, decido poner el cambio en quinta y apretar el acelerador hasta el fondo, llevándome por delante todo lo que encuentro a mi paso, como si la única forma de detenerme fuera llevar la realidad hasta el limite de su resistencia, romper el motor, dar vueltas de campana a un lado de la carretera, bloqueando la vía, dejando un rastro de hierros retorcidos, aceite y marcas oscuras de neumático sobre el pavimento. Ha ocurrido muchas veces. A los doce años, a los veinticinco, a los treinta y ocho.
En ocasiones creo que soy Derry y llevo conmigo un Pennywise que reaparece cada cierto tiempo. He probado tantas veces la consistencia de la realidad que puedo ver las fisuras en su tejido, los hilos que la sostienen y un poco más allá, donde el horizonte de acontecimientos se difumina en muchos colores hasta volverse blanco, el nuevo telar listo a entrar en acción. Pienso ahora que la realidad es un telar que se teje y se desteje sin cesar y eso Homero lo entendió mejor que cualquiera. Veo a las personas caminar sobre ese tejido, con tantas certezas, con tanta seguridad que muchas veces he sentido envidia porque me gustaría ir por el mundo sin cargar con un cúmulo de incertidumbres metafísicas que nunca me han permitido sentirme seguro, cómodo, tranquilo. Cómo me gustaría mirar a mis pies sin sentir que al menor descuido voy a caer el vacío; mirar alrededor y ver edificios y árboles y casas y no un montón de hebras deshilachadas a punto de romperse de lo viejas y gastadas que están.
Pero no. Soy Andrés Caicedo abriendo y cerrando puertas, caminando en círculos como un animal enjaulado porque la voz de Patricia le remueve el corazón, le taladra el espíritu. Andrés busca. Un eco de pasos lo lleva de la cocina a la habitación. El resultado es el mismo en cada espacio: nada. Soy John Nash, Pessoa, Virginia Woolf; soy Marion Cotillard a punto de saltar de la ventana en “Inception”. He intentado otras rutas, otros caminos. ¿El resultado? Infructuoso. No hay calle que no cambie de posición, de nomenclatura; una bruma espesa modifica la arquitectura del mundo a mi alrededor. Ocurre a diario.
Llevo años habitando una realidad incierta, cambiante, neblinosa, moviéndome a tientas, distinguiendo sólo sombras al caminar, rostros indefinidos, retazos de algo que me fue negado a cambio del privilegio de habitar en los márgenes, de ver lo que otros ni siquiera sospechan. La última vez que estuve frente a un reinicio lo eché todo a perder. Sólo fui consciente de su existencia después de haberlo incendiado todo hasta reducirlo a cenizas. Y fue ahí, con el bidón de gasolina en las manos, las llamas bailando en mis pupilas y el rugido voraz del fuego que lo consumía todo sin compasión, donde comprendí que sólo tendría una oportunidad más, después ya no habría manera de volver a empezar.