El escritor puertorriqueño Eduardo Lalo, con su novela “Simone” obtuvo el XVIII Premio Rómulo Gallegos de Novela 2013. El jurado presidido por el ganador inmediato de la versión anterior, Ricardo Piglia, precisó en Caracas: “Las modalidades de la crónica, el diario, la psicogeografía urbana, el collage de citas, el aforismo y el arte conceptual convergen en una aventura magistralmente contada en Simone”. Reseña desde Puerto Rico.
Por Alejandro Carpio
Uno de los primeros comentarios que se dijeron a raíz del Rómulo Gallegos que ganó recientemente Eduardo Lalo fue: “de cierta manera Puerto Rico ha sido a veces como esa obrera invisible y al fin pues, contradiciendo un poco al autor, se hizo visible [con el premio]”. La jeremiada se basa en una realidad bastante inquietante: no es hasta el 2013 que un autor puertorriqueño gana un premio literario de alta monta (me refiero a los que importan: a los de novela). Inquieta, sobre todo, porque, dadas las coordenadas políticas y lingüísticas de la isla, los boricuas podrían cualificar tanto para premios literarios hispánicos como para los anglosajones. Pero lo más que han ganado son segundos lugares, como el de Emilio Díaz Valcárcel (finalista del una vez serio Biblioteca Breve, por su hermosa novela Figuraciones en el mes de marzo, en 1972) o Mayra Santos Febres (finalista del bien remunerado mastodonte Primavera 2006 con Nuestra señora de la noche). Lalo ha ganado nada menos que el Rómulo Gallegos, el más respetado del Sur, e irónicamente no ha sido siquiera con su mejor novela. Las dimensiones locales de este acontecimiento asemejan, en los reducidos círculos literarios de la isla, al orgullo nacional de las victorias deportivas de uno que otro atleta boricua.
Simone narra la historia de un escritor y profesor que empieza a recibir mensajitos crípticos de una tal Simone, que resulta ser una joven estudiante china llamada Li Chao. Últimamente, el tema chino ha cautivado la imaginación de novelistas puertorriqueños, como es el caso de Barra china, de Manolo Núñez Negrón (una novela de prosa muchísimo más bruñida, pero de ambiciones un tanto más manejables) o Flor de Ciruelo y el viento, de Rafah Acevedo (de subido erotismo y humor, en donde los juegos literarios le llevan la delantera al acercamiento “realista” que de alguna manera ensaya Lalo).
El narrador de Simone cae en las garras de una joven brillante y maquinadora que le ofrece días de placer, rabia y desahogo al sinsentido vital que lo enajena: ambos, boricua y china, tienen en común el amor a las letras, el arte gráfico y la depresión. Puede que haya ecos de Nabokov en la desesperación con que el narrador se enamora de esta jovencita y en el encuentro final con la amante (un doppelgänger del narrador, como en el caso de Humbert Humbert, a quien se enfrenta casi al final); ciertamente hay ecos sartreanos en la náusea existencial que secuestra a este intelectual que vagabundea por las calles de una capital (de mayores proporciones que París, según nos recuerda Lalo en una entrevista). Los ecos de la literatura puertorriqueña son (y lo afirmo como un halago, aunque reconozco que hablo en términos muy generales) menos visibles: aún el idiolecto callejero o “literario” puertorriqueño se esfuma luego de breves apariciones. Tomo por ejemplo la nostalgia continental con la cual se recorren las calles de San Juan y el asedio a la elegancia con la cual se describe la urbe puertorriqueña. Hay una voluntad autorial de nombrar cada calle y rincón de San Juan que habíamos encontrado en la crónica y el testimonio, pero que en la prosa de Lalo adquieren un afrancesamiento (uso el término sin intención peyorativa: se trata de algo raro en las letras boricuas y no se me ocurre otro término) y una melancolía que no suelen ir de la mano con la descripción literaria (y, al menos en mi caso) personal que de la capital puertorriqueña se suele presentar. El despelote urbano que conforma San Juan cobra visos de elegancia sin dejar de ser un despelote urbano. Para muchos de nosotros, la tesitura de San Juan es tan poco urbana que resulta riesgoso utilizar el término “ciudad” para describirla; la construcción horizontal, la falta de un sistema de transportación coherente, la ausencia de algo parecido a la planificación, la carencia de espacios de recreo funcionales, etc., etc. Lalo se toma el reto de corregir nuestro error y de crear una ciudad literaria a la vez que nos echa luz sobre la real.
Pero el Rómulo Gallegos no responde al catálogo de calles sanjuaneras. Realmente la novela contiene una cantidad ingente de metáforas luminosas (incrustadas en una prosa deliberadamente llana y una historia desgarbada, como si de perlas en la brea se tratara) que responden a una conciencia estética sofisticada. Poco importan las vivencias de la comunidad china en Puerto Rico o los chismes del reducido círculo académico y artístico de San Juan (circunscrito, para todos los efectos, a una calle del barrio de Río Piedras en donde se ubican algunas importantes —aunque pequeñas— librerías): Lalo no ha escrito una novela realista ni un campus novel. Creo que Simone se puede asechar entendiéndola como un intento de rescatar, con arte plástico y con letras, la belleza de una ciudad que usualmente se ha visto como fea, violenta, mal construida e incoherente. La mística, respeto y —¿a qué ocultarlo?— amor con que Lalo retrata su ciudad tienen el mérito de alejarse de las descripciones carnavalescas (como las de los clásicos boricuas Luis Rafael Sánchez, Ana Lydia Vega o Edgardo Rodríguez Juliá) que usualmente leemos; tampoco son emulaciones del cine y prosa estadounidenses, como encontramos en talentos jóvenes como Pedro Cabiya o José Borges. El San Juan de Lalo se perfila como un caos proporcionado y ligeramente caluroso, cuya salvación como espacio habitable aún está a merced de sus artistas.
El amor entre Li y el narrador empieza como un juego literario; infantil, pero seductor. La cotidianeidad y la biografía embargarán y aguarán este romance (que, al decir de Wilde, el narrador intenta atrofiar “trying to make it last forever”). Entre medio de estos dos polos está el cogollo de la historia de amor: el esfuerzo que hacen ambos por vandalizar la horrible ciudad con belleza. La pareja encuentra en el arte callejero y la instalación “fantasma” de obras de arte una metáfora para sus relación, pero también un escape para el sinsentido, la injusticia, la historia, la realidad. Don DeLillo examinó el tema en 2010 con su breve narración Point Omega, aunque con visos más existenciales.
El narrador de Simone es más misógino que misántropo, y tiene que discurrir con una mujer menor, lesbiana, que lo controla a gusto y ganas. Además escribe y tendrá que vérselas con otros escritores, sobre todo con los que enemista. Es también artista y deambulará por una ciudad a la que ha intervenido con su arte; al final, la comprensión de ambas, ciudad y arte, se le escapará. Pero, al contrario de lo que sucede con los amores pasajeros e intensos, ciudad y arte permanecerán, si bien como simples espacios de tránsito.
Puede que esta novela les abra un nicho de curiosidad sobre Puerto Rico a los lectores del mundo hispano. Puede que la curiosidad verse exclusivamente sobre la obra de Lalo. En cualquier caso, parece obvio que estamos ante un escritor de primer orden que todavía tiene varias historias que contar y al menos una ciudad que inmortalizar.
Imagen: Simone, de Eduardo Lalo, portada, editorial Corregidor, Argentina