domingo, 30 de septiembre de 2018

Sociables por naturaleza

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Con frecuencia se torna complicado entender cómo funciona ese postulado de que “el hombre es un ser sociable por naturaleza” -con hombre me refiero al ser humano, como especie. Aclaro, para no desviar la discusión de lo que me interesa acá-, es complejo, incluso para los que estudiamos ciencias sociales.

Me doy cuenta cómo es de difícil entender esto por las observaciones de las personas, por los comentarios de los transeúntes, por las disertaciones de mis estudiantes y porque cuando me pongo a pensar al respecto, tampoco encuentro una conclusión decente, satisfactoria. No la hallo porque me remito a pensar en cómo esa característica esencial, fundamental, al término de definir y delimitar el comportamiento de toda una especia, se difumina en mi mente y en mi razón cuando considero las guerras, los fundamentalismos, la xenofobia, la homofobia, los nacionalismos, la falta de sensibilidad, la ausencia de reconocimiento del otro o en el otro.

Tampoco puedo entenderlo bien porque, aunque soy consciente de todo lo anterior, no suelo ser simpática, colaboradora o cercana. Por el contrario, soy desconfiada, normalmente estoy a la defensiva, me pongo nerviosa entre las multitudes y encuentro consuelo en la soledad y la introspección. Tal vez sea porque, a pesar de que estudié una ciencia social, la que más nos aleja a unos de otros y la que menos se preocupa por entender la condición humana -lo que resulta bastante problemático e irónico-, no logro establecer muchas conexiones. Tal vez sea solo mi forma de ser. Tal vez atienda al país en que crecí. Quién sabe cuál será la razón. Posiblemente sean todas.

Pero lo que les quería contar  no era esto, era la razón que tuve para reflexionar al respecto: esta mañana estaba viendo (sola) el mundial de ciclismo, uno de mis deportes favoritos por demás, con la esperanza de que la selección Colombia hiciera, por fin, una buena presentación en el evento y comenzara a “existir” en la disputa por la camiseta arcoíris de una vez por todas.

En el pelotón había ciclistas de todas las nacionalidades, de todas las especialidades, con títulos, sin títulos, gregarios, líderes, cansados, otros con suficiente energía, algunos resignados a la mera participación, otros con aspiraciones, algunos con confianza, con el ánimo de representar a sus países, otros con esperanzas y algunos más con sueños.

Dentro de este último grupo, el de los soñadores, estaba el español Alejandro Valverde. Él nació en Murcia, en 1980, tiene una innumerable cantidad de títulos en su carrea, dentro de los que resaltan una Vuelta a España (2009) y cuatro victorias en un Monumento, la Lieja-Bastoña-Lieja. Es un corredor de Clásicas bárbaro, responde con gracia y altura en las pruebas de tres semanas, va muy bien al “sprint” y su contrarreloj está muy por encima del promedio. Alejandro brilló, como un destello, incluso, dentro de la deslumbradora e incandescente luz de Alberto Contador. Valverde, también cargó con altura el peso del ciclismo español en sus dos piernas.

Pues bien, él había partido hoy con los bidones cargados de confianza, con las llantas infladas con el sueño de niño -ese mismo que lo había evadido en seis ocasiones en las que había terminado en otros cajones del podio en esta competencia-, y los frenos tensionados con el temple y la experiencia ganados a pulso en sus 16 años de carrera profesional.  

Mientras Alejandro empezaba el recorrido de 265 km que lo separaba de la consagración, los fanáticos del deporte de las bielas alrededor del mundo hinchábamos por los que portaban nuestras banderas y, alguno que otro rebelde, por el que vestía una diferente. Un asunto de gusto o preferencia deportiva, vaya uno a saber. Lo que sí es cierto, es que todos sabíamos que “el bala” estaba en el pelotón, que tenía 38 años y, posiblemente, una última oportunidad de ser el campeón de los campeones -porque en el ciclismo todos los son-. Era esta, en Austria, un día de septiembre de 2018. Ninguno de nosotros lo ignoraba, sin embargo, era algo en lo que no queríamos pensar durante los primeros 200km, a la espera de que uno de los nuestros tuviera oportunidad.

Pero cuando faltaban 10km y no éramos franceses, holandeses o canadienses, unánimemente vestíamos la camiseta de Valverde. Todos queríamos que el español sumara ese título a su estratosférico palmarés. Esperábamos que el señor del ciclismo fuera campeón coronado y luciera esa camiseta por las carreteras del mundo. Todos éramos Alejandro.

La lucha de un hombre solo, canadiense, representando un país con poca tradición en este deporte (Woods); el joven francés, promesa de los galos para recuperar el prestigio que se ha diluido en los últimos años (Bardet); o el holandés que había logrado alcanzar a los tres en punta y para el que lo imposible es inexistente (Dumolin), no eran considerados en el pensamiento de los fanáticos del ciclismo.

Los últimos 300 metros iban a decidir la historia, la historia del ciclismo. Iban a determinar si la “justicia divina” aplica al deporte más exigente. En 300 metros estaba la consagración de un hijo pródigo de las bielas, el estandarte de un país, así como de los que amamos los pelotones, las fugas y las montañas. De todos a los que se nos olvida que los ciclistas sienten, se cansan, desfallecen, se lastiman y sangran. De todos aquellos que estamos convencidos de que los que compiten en las bicicletas no son humanos, de que están hechos de otra cosa.

Estoy convencida de que todo, todo el universo se confabuló, las posibilidades absolutas confluyeron, y Alejandro, “el bala”, cruzó esa meta en el primer lugar. Sus brazos en alto reflejaban miles, millones de brazos en alto. Los demás ciclistas, el pelotón entero supo, en ese instante, que el campeón por fin era campeón. Todos los que conforman la marea de ruedas sintieron el orden en el caos. Las cosas estaban en su lugar.  Sus compañeros de selección lo lanzaron por los cielos y reproducían la alegría que sentía el murciano, por fin campeón del mundo.

La incredulidad de Valverde solo reflejaba las expectativas, el sueño de chico hecho realidad. Sus lágrimas, se volvieron ríos de lágrimas al rededor del globo. El planeta ciclismo, ese que se mantiene unido por medio de radios, celebraba. Ya no importaba la nacionalidad, los colores, el equipo. Alejandro Valverde había ganado.

Creo que gracias a este evento pude entender mejor la razón detrás de “el hombre es un ser sociable por naturaleza”. Entendí que a veces uno somos todos y no es simplemente el otro. Hoy me sentí más humana.


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Publicado por Sara Giraldo Posada
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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