Con frecuencia se torna complicado entender cómo funciona
ese postulado de que “el hombre es un ser sociable por naturaleza” -con hombre
me refiero al ser humano, como especie. Aclaro, para no desviar la discusión de
lo que me interesa acá-, es complejo, incluso para los que estudiamos ciencias
sociales.
Me doy cuenta cómo es de difícil entender esto por las
observaciones de las personas, por los comentarios de los transeúntes, por las
disertaciones de mis estudiantes y porque cuando me pongo a pensar al respecto,
tampoco encuentro una conclusión decente, satisfactoria. No la hallo porque me
remito a pensar en cómo esa característica esencial, fundamental, al término de
definir y delimitar el comportamiento de toda una especia, se difumina en mi
mente y en mi razón cuando considero las guerras, los fundamentalismos, la
xenofobia, la homofobia, los nacionalismos, la falta de sensibilidad, la
ausencia de reconocimiento del otro o en el otro.
Tampoco puedo entenderlo bien porque, aunque soy consciente
de todo lo anterior, no suelo ser simpática, colaboradora o cercana. Por el
contrario, soy desconfiada, normalmente estoy a la defensiva, me pongo nerviosa
entre las multitudes y encuentro consuelo en la soledad y la introspección. Tal
vez sea porque, a pesar de que estudié una ciencia social, la que más nos aleja
a unos de otros y la que menos se preocupa por entender la condición humana -lo
que resulta bastante problemático e irónico-, no logro establecer muchas
conexiones. Tal vez sea solo mi forma de ser. Tal vez atienda al país en que
crecí. Quién sabe cuál será la razón. Posiblemente sean todas.
Pero lo que les quería contar no era esto, era la razón que
tuve para reflexionar al respecto: esta mañana estaba viendo (sola) el mundial
de ciclismo, uno de mis deportes favoritos por demás, con la esperanza de que
la selección Colombia hiciera, por fin, una buena presentación en el evento y
comenzara a “existir” en la disputa por la camiseta arcoíris de una vez por
todas.
En el pelotón había ciclistas de todas las nacionalidades,
de todas las especialidades, con títulos, sin títulos, gregarios, líderes,
cansados, otros con suficiente energía, algunos resignados a la mera
participación, otros con aspiraciones, algunos con confianza, con el ánimo de
representar a sus países, otros con esperanzas y algunos más con sueños.
Dentro de este último grupo, el de los soñadores, estaba el
español Alejandro Valverde. Él nació en Murcia, en 1980, tiene una innumerable
cantidad de títulos en su carrea, dentro de los que resaltan una Vuelta a
España (2009) y cuatro victorias en un Monumento, la Lieja-Bastoña-Lieja. Es un
corredor de Clásicas bárbaro, responde con gracia y altura en las pruebas de
tres semanas, va muy bien al “sprint” y su contrarreloj está muy por encima del
promedio. Alejandro brilló, como un destello, incluso, dentro de la
deslumbradora e incandescente luz de Alberto Contador. Valverde, también cargó
con altura el peso del ciclismo español en sus dos piernas.
Pues bien, él había partido hoy con los bidones cargados de
confianza, con las llantas infladas con el sueño de niño -ese mismo que lo
había evadido en seis ocasiones en las que había terminado en otros cajones del
podio en esta competencia-, y los frenos tensionados con el temple y la
experiencia ganados a pulso en sus 16 años de carrera profesional.
Mientras Alejandro empezaba el recorrido de 265 km que lo
separaba de la consagración, los fanáticos del deporte de las bielas alrededor
del mundo hinchábamos por los que portaban nuestras banderas y, alguno que otro
rebelde, por el que vestía una diferente. Un asunto de gusto o preferencia
deportiva, vaya uno a saber. Lo que sí es cierto, es que todos sabíamos que “el
bala” estaba en el pelotón, que tenía 38 años y, posiblemente, una última
oportunidad de ser el campeón de los campeones -porque en el ciclismo todos los
son-. Era esta, en Austria, un día de septiembre de 2018. Ninguno de nosotros
lo ignoraba, sin embargo, era algo en lo que no queríamos pensar durante los
primeros 200km, a la espera de que uno de los nuestros tuviera oportunidad.
Pero cuando faltaban 10km y no éramos franceses, holandeses
o canadienses, unánimemente vestíamos la camiseta de Valverde. Todos queríamos
que el español sumara ese título a su estratosférico palmarés. Esperábamos que
el señor del ciclismo fuera campeón coronado y luciera esa camiseta por las
carreteras del mundo. Todos éramos Alejandro.
La lucha de un hombre solo, canadiense, representando un
país con poca tradición en este deporte (Woods); el joven francés, promesa de
los galos para recuperar el prestigio que se ha diluido en los últimos años
(Bardet); o el holandés que había logrado alcanzar a los tres en punta y para
el que lo imposible es inexistente (Dumolin), no eran considerados en el
pensamiento de los fanáticos del ciclismo.
Los últimos 300 metros iban a decidir la historia, la
historia del ciclismo. Iban a determinar si la “justicia divina” aplica al
deporte más exigente. En 300 metros estaba la consagración de un hijo pródigo
de las bielas, el estandarte de un país, así como de los que amamos los
pelotones, las fugas y las montañas. De todos a los que se nos olvida que los
ciclistas sienten, se cansan, desfallecen, se lastiman y sangran. De todos
aquellos que estamos convencidos de que los que compiten en las bicicletas no
son humanos, de que están hechos de otra cosa.
Estoy convencida de que todo, todo el universo se confabuló,
las posibilidades absolutas confluyeron, y Alejandro, “el bala”, cruzó esa meta
en el primer lugar. Sus brazos en alto reflejaban miles, millones de brazos en
alto. Los demás ciclistas, el pelotón entero supo, en ese instante, que el
campeón por fin era campeón. Todos los que conforman la marea de ruedas
sintieron el orden en el caos. Las cosas estaban en su lugar. Sus compañeros de selección lo lanzaron por los
cielos y reproducían la alegría que sentía el murciano, por fin campeón del
mundo.
La incredulidad de Valverde solo reflejaba las expectativas,
el sueño de chico hecho realidad. Sus lágrimas, se volvieron ríos de lágrimas al
rededor del globo. El planeta ciclismo, ese que se mantiene unido por medio de
radios, celebraba. Ya no importaba la nacionalidad, los colores, el equipo.
Alejandro Valverde había ganado.
Creo que gracias a este evento pude entender mejor
la razón detrás de “el hombre es un ser sociable por naturaleza”. Entendí que a
veces uno somos todos y no es simplemente el otro. Hoy me sentí más humana.