lunes, 15 de abril de 2019

LAS LLAMAS EN NOTRE DAME, testigo de las llamas

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LAS LLAMAS EN NOTRE DAME
Por Alberto Bejarano, París (15 de abril de 2019)


Vista de Notre Dame, Matisse, 1902

Seis meses después del incendio del Museo Nacional de Brasil en Río de Janeiro, el destino me puso de nuevo cerca de las llamas, esta vez en París, frente a una nueva histórica conflagración de la cultura universal, esta vez de la monumental Cátedral de Notre Dame, con sus vitrales y gárgolas inmortalizadas en tantas pinturas y obras literarias. En Río de Janeiro mi atención se había centrado en Lucy, en los restos de la primera mujer americana que vivía como inquilina extraña en forma de momia en el Museo y que desapareció calcinada para siempre. En París, la que no se acaba nunca, pero que en los últimos años ha sido golpeada tantas veces por las trompetas del Apocalípsis, no supe en qué pensar.

La Catedral de Notre Dame era el lugar más visitado de París, incluso más que la Torre Eiffel y el museo del Louvre. Era el monumento más visitado de Francia. No acostumbraba yo a visitarla en los cinco años vividos en París años tras, pero la cruzaba una y otra vez cuando me dirigía a los cines del Boulevard Saint Michel. Hoy iba yo a ver en el pequeño cine Christine, la película ya clásica de David Lynch, “Tercipelo azul”. Me detuvieron las esquirlas del dolor: la neblina, las sirenas, los gritos, las lágrimas, los sollozos confundidos. Nadie sabía qué estaba ocurriendo, si era un atentado, si era un espectáculo de juegos pirotécnicos o si se trataba de una especie de alucinación colectiva.

Al ver de lejos las llamas, desde Montparnasse, y captar cómo oscurecían el temprano cielo primaveral de mediados de abril, en el inicio de la semana santa, tantos recuerdos se precipitaron sobre mí, propios y ajenos. La gente lloraba en la calle y nadie atinaba a preguntarse si quiera cómo y de qué manera había iniciado el fuego. El humo lo convertía todo en atmosfera impresionista, pero yo pensaba en un cuadro “menor” de Matisse, de su primera etapa, cercana a Cezanne, en la que la Catedral era una silueta casi solitaria, como una especie de esfinge en ruinas, una extraña visión de descomposicón de formas y dimensiones. Entonces recordé también un poema de Gerard de Nerval en el que presagiaba este lúgubre y morbido día. Le corresponde a los poetas ser mensajeros del pasado y del futuro; a los grandes poetas suele ocurrirles que sus profecías se cumplen y entonces volvemos a sus versos y escuchamos asombrados sus premoniciones, extraños visionarios de ojos abiertos. Sentí entonces que ahora tendremos que acostumbrarnos a visitar indefinidamente sus ruinas como en el poema de Nerval y a ser los fantasmas sombríos del cuadro de Matisse:

“Aunque Nuestra Señora es muy vieja, es posible
que algún día sepulte a ese mismo París
que ella ha visto nacer; pero cuando transcurran
más o menos mil años, podrá el tiempo abatirla,
como un lobo derriba hasta a un buey, y torcer
esos nervios de hierro, y roer con sus dientes
tristemente su antigua osamenta de roca.
Para entonces vendrán gentes de todo el mundo
para así contemplar esas ruinas austeras,
releyendo abstraídas la novela de Víctor...
Y la antigua basílica creerán estar viendo,
poderosa y magnífica, como fue tiempo atrás
que se yergue cual sombra de una muerta a sus ojos.”
Gerard de Nerval
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Publicado por ALBERTO BEJARANO
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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