martes, 15 de septiembre de 2020

Militar

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Por Jhon Isaza


Ya todo pasó alguna vez, sólo falta que las cosas alcancen al tiempo. Londres, eran los días oscuros de septiembre de 1940. La Segunda Guerra caía desde el cielo y estallaba en las calles. Todo ardía, y mientras miles se encerraban en sus casas y otros miles exponían la vida, hubo quienes encontraron la manera de manifestar a sus testigos que también hacían parte de la guerra, que es propio de la vida el moverse para salvarse, y que cuando una nación arde, todas las personas ardemos también en ella, la diferencia entre el fuego que nos quema es sólo gradual. Ya el tiempo nos alcanzará. 

Como es de la tierra que depende el destino de la planta, me he preguntado qué es y qué podrá ser de nosotras, las tristes ramas mecidas al viento y al azar en estas tierras negras, fértiles para la desidia y el abuso. Me he preguntado qué nos queda por hacer a quienes hemos decidido no empuñar armas y no obstante agarramos con brío la bandera de la solidaridad, no por simple afecto o ternura o poesía o alguna otra fragilidad del corazón, sino porque en eso consiste ser ciudadanas y ciudadanos: en respetar las normas que hemos construido, en modificarlas cuando lo justo exija, en ser veedoras de que se respeten y cimentar en conjunto algo que habría sido imposible en la soledad de la individualidad, es decir en comprender que somos lo que hacemos en colectivo, que es esta una gran tela de araña, un sistema, y que aunque lo que le ha pasado a nuestra especie la está llevando más a la soledad y a la ficción de la individualidad, no obstante ser en sociedad tiene sólo sentido si entendemos que nosotros somos la planta y la tierra. 

La respuesta no da tregua: militar, sólo nos queda militar. No militar es renunciar a nuestras obligaciones: hacer o no hacer marca la diferencia entre el zoon politikón, el animal político y cívico, y el parásito. Qué cosa tan sencilla. Ya sabemos qué queda por hacer, pero esa no era la duda real, la pregunta es cómo, cómo militar en la cobardía y el miedo, cómo defender una idea de sociedad y fraternidad y compasión, si la realidad amarra tu cuerpo de dos extremos que tensan y cada uno tira hacia su esquina, en una punta la rabia y la obligación ética de exigir por las vías de hecho lo que se ha mancillado y lo que ya parece imposible lograr por medio de la razón que, en últimas, ya no representa a la única especie que tiene la posibilidad de usarla, ¡qué desperdicio!, en la otra punta la vida íntima: los amores, la incertidumbre, la necesidad de ser constructores y testigos de las felicidades de las personas que hemos decidido proteger y amar, eso, y la consciencia de que el cuerpo es todo lo que somos, esa cosa frágil y fugaz que los otros saben intermitente. 

Moscú, 1918. Es el amanecer de la primera Revolución Rusa. El escritor Mijaíl Osorguín se asoció con poetas y artistas para crear lo que se conoció como La librería de los escritores. Pero este no era sólo un lugar de compra y venta: en plena época en que los libros se quemaban por necesidad del calor o por cobardía, Osorguín y los suyos editaban pequeños libros en formatos sencillos, y eran también centro cultural, entendieron que una librería así, en medio de la guerra, de cualquiera de las guerras, las de los hombres o las de la piel, es sobre todo un refugio. Londres, 1940. “Nunca cerramos” fue el lema del Windmill, un teatro de variedades que sostuvo sus funciones durante los bombardeos de la Segunda Guerra, “para mantener elevada la moral de la población”, decían. Y parece que en efecto, así como tantos otros en las tantas guerras, el Windmill encontró la manera de tomar partido y de hacer lo propio: entendieron el teatro, incluso el suyo, tan ornamental, como una forma de militancia. 

En ese mismo año se registró un aumento significativo en el público que consumía programas de música clásica, un concierto vespertino de W. S. Gilbert y Arthur Sullivan podía ser escuchado hasta por tres millones y medio de personas, abatidas y embebidas en la tragedia y en la imposibilidad de recuperar los sueños calmos y sin sollozos. Hubo orquestas dando conciertos por todo el país, durante el Blitz (el nombre que se le dio a los ataques que realizó Alemania sobre Reino Unido entre 1940 y 1941), el director de la Orquesta Filarmónica de Londres, Malcolm Sargent, realizó una gira por provincias bombardeadas, fue, dicen, “una contribución tremendamente popular para el esfuerzo bélico”, así que no puede decirse que Sargent no luchó en la guerra, pues fue, de hecho, parte importante de su banda sonora, bombas y violines. En Colombia también tenemos nuestras historias, el teatro Matacandelas se sumó, en la brutalidad de la violencia de los 90s, a la resistencia espiritual que cientos han abanderado, Cristóbal Peláez, su fundador, nos recordó que “el tulipán florece en el fango”, y dijo que alguien había definido a Matacandelas como una flor en el pavimento. Hay quienes han entendido las muchas formas de la militancia. Un sistema es un todo que funciona sólo por la interacción de sus partes. Un fallo en una de ellas representa un fallo del sistema en general, por leve que sea su ruido, daño es daño. Así que arreglarlo no es cuestión de un solo acto, muchas cosas están agrietadas en el sistema que falla, militar es reparar, y cada cual repara lo que esté a su alcance y como le sea dado. 

Dicen que hay personas dejando comida en las puertas de sus casas para saciar el hambre de animales, humanos o no; sé de grupos que legan sus espacios, en los que miles les siguen, para que personas con voz pero sin eco puedan extender su mensaje, como un virus, como rocío o diluvio. Eglantyne Jebb, la activista social británica, dijo que debería darnos vergüenza callar si al hacerlo dejamos que se escuche la voz de los bárbaros. Hablar es también militar. Quizá fue por eso que el lector argentino Juan Forn dijo hace poco que ya que sólo sabía escribir, escribiría sobre las desgracias que el virus ha revelado, que esa era parte de su obligada contribución. Es quizá por eso que voy entendiendo que ser sólo testigos es otra forma de parasitismo, eso explica este olor a muerte que me sale de adentro cuando veo a otros luchando mis luchas, las de todas, las luchas por hacer respetar los pactos que prometen igualdad y justicia, mientras no hago nada más que juzgar o aplaudir, somos lo que hacemos y lo que dejamos de hacer. Si otros han de abonar la tierra y de luchar contra las plagas, yo he de elegir entre el abono o la plaga, entre militar o ser testigo. 

Hace años conocí a Pedro, él estaba en la cárcel por no sé qué cosas con drogas ilegales y reincidencias. Yo le daba clase de filosofía a su grupo y luego supe que él enseñaba a leer a otros reclusos. “En la cárcel a veces me pagan las clases, mi profe, pero casi siempre se les olvida”. Y entonces le dije que por qué seguía si no había plata, y me dijo que la mayoría estaban allá por brutos, que muchos por malos, por lacras, pero casi todos por brutos: “para dejar de ser brutos tienen que conocer más de la realidad, leer cosas que yo no sé, mi profe, pero que mucha gente sí, y entender de política y de derechos y de libertad y de pasiones y esas cosas, mi profe, cosas que yo tampoco sé. Pero yo sé leer y ellos no”. Hacer o no hacer. 

Sin embargo, hoy me pregunto si con tan poca cosa basta.


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Publicado por Jhon Isaza
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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