domingo, 4 de febrero de 2024

“Los hombres sí lloran, coño”

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Sobre El hijo del héroe, de Karla Suárez

 


Por Paula Andrea Marín C.

 

Para L.

 

Si un hombre decide cambiar el curso de su historia, ¿puede otro hombre juzgarlo?

 

Entender el pasado servía para comprender el presente, no para detenerlo.

 

¿Cuánto gastó Cuba en todas las guerras africanas? En Angola siguen gobernando los que nosotros ayudamos, pero he leído que la familia del presidente posee casi todo el país, que su hija es la mujer más rica de África…, que Luanda es una ciudad carísima donde hay gente que tiene que sobrevivir con muy poco.

 

Karla Suárez, El hijo del héroe.

 

De Karla Suárez (La Habana, 1969) supe porque un buen amigo, preparando nuestro viaje a Cuba, me compartió dos capítulos del podcast Radio Ambulante en donde Suárez primero relataba sus años de adolescencia en La Habana y luego la complejidad de preparar la maleta cada vez que viaja a Cuba (Suárez se fue de la isla en 1998 y reside desde 2009 en Lisboa), para poder cumplir con las peticiones y necesidades de amigos y familiares. El hijo del héroe es la primera novela que leo de ella –y ahora quisiera leer todo lo que haya escrito-, pero tiene ya varias publicadas, así como libros de cuentos y de viajes.

 

Esta reseña es, al mismo tiempo, una crónica de un viaje “turístico” relámpago a Cuba a inicios de 2024 y una manera de tratar de entender una realidad y un país que sobrepasan, confrontan y desgarran todo lo (poco) que sabía y pensaba sobre revoluciones, socialismo, capitalismo y etnicidades, un país y una Historia que significan tanto para los latinoamericanos; al menos, para los de mi generación y los de la anterior.

 

El viaje comienza entendiendo que La Habana -esa ciudad de la que me enamoré cuando leí La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, hace más de veinte años- se extiende mucho más allá de La Habana vieja, la que tiene más de 500 años de Historia y de la que han querido hacer una imitación aséptica en la Cartagena amurallada: La Habana de postal, lista para el consumo turístico sin los problemas de la isla ni de la ciudad extramuros; y más allá de La Habana centro, la que tiene más de un siglo de construcción, la que parece “Gaza sin bombas”, como nos dijo un cubano, porque la mayoría de quienes viven allí, tras la Revolución, carecen de recursos para sostener el mantenimiento de las edificaciones y el gobierno tampoco invierte en su restauración. Pasando estos dos sectores de la ciudad, que concentran los hoteles y las casas de hospedaje, se encuentran Vedado y Nuevo Vedado, que parecen otra Habana (parecida al barrio El Prado, en Barranquilla) y en donde se puede ver, de manera más cotidiana, la vida de los habaneros –y cambian completamente los precios de casi todo-.

 

La novela de Suárez se desarrolla en lo que podría ser Nuevo Vedado, en la casa de una familia de clase media (porque las clases sociales no desaparecieron en Cuba), cuyos padres comparten los ideales revolucionarios y la esperanza de construir un nuevo país, y cuyos hijos crecen en la época de esplendor del gobierno revolucionario, pero también viven la gran debacle del proyecto: la década de 1990, cuando Cuba debe ser consciente de las limitaciones de productividad y de sostenibilidad económica de su proyecto, limitaciones –en las que ya no cabe hablar del “bloqueo económico” en el que los cubanos ya no creen- que siguen recrudeciéndose año a año y mucho más después de la pandemia de 2020 y de la crisis de combustible que vive la isla.

 

Suárez decide narrar su novela desde la voz de Ernesto, el hijo de Miguel Ángel, quien ha sido llamado a participar en la guerra civil de Angola (que se produjo entre mediados de 1970 y 1991), “donde se jugó la última partida de ajedrez de la Guerra Fría” (El hijo del héroe), durante el largo período en el que Cuba envió soldados y civiles a África para apoyar la liberación del continente de su colonialismo decimonónico, encabezado por Francia, Portugal, España y Reino Unido. Ernesto y su familia reciben la noticia de la muerte del padre en Angola, en cumplimiento de su deber; eso los convierte a él y a su hermana Tania en huérfanos, hijos de un héroe. Ernesto es nombrado por su mamá como el nuevo “hombre de la casa” y lo insta a no llorar, porque “los hombres no lloran” y a seguir los pasos de su padre –y Ernesto acepta-; a partir de allí, la autora aprovecha para enlazar en la historia el relato patriarcal de la Revolución, que requiere de héroes y de masculinidades normativas, y el relato de Ernesto quien, obsesionado por la muerte de su padre, comienza a indagar sobre la participación de Cuba en las guerras de África: “Más de trescientos cincuenta mil combatientes y unos cincuenta mil civiles cubanos participaron en aquella guerra. Más de dos mil regresaron muertos” (El hijo del héroe). De esta manera, Ernesto se va acercando a una verdad que ningún miembro de la familia quisiera descubrir; en el camino, va perdiendo la vida que creía haber construido desde que se fue de la isla en la década de los noventa y se va acercando a una versión de sí mismo ciertamente alejada del discurso patriarcal y de la tradición familiar. La Historia social se inmiscuye en la historia personal; una decisión política de los dirigentes del país cambia los destinos de miles de familias en Cuba, como la de Ernesto.

 

Suárez construye una novela que se lee como memorias de la infancia y de la adolescencia, como sutil relato policíaco, como historia de duelos que no se han cerrado. A veces quisiéramos que la vida no siguiera, que se detuviera; a veces, somos incapaces de aceptar la pérdida, el dolor; a veces, somos incapaces de curarnos la herida y simplemente nos detenemos: “El dolor es un organismo parásito que se instala en nuestro cuerpo y cuyo desarrollo depende de quien lo hospeda. Por eso no hay uno que se parezca a otro. Todos son personales” (El hijo del héroe). Ernesto se detiene e indaga en la herida que es la misma Historia, su historia, y las huellas van apareciendo. Detenerse puede implicar caer en el bucle del pasado o encontrar la manera de seguir, aunque a veces sea solo por inercia.

 

La revolución es tener siempre presente la impermanencia de todo (sobre todo, de la revolución misma) y la imposibilidad de la igualdad absoluta. La revolución es no monumentalizar la revolución. La revolución es saber que la respuesta no es la izquierda ni la derecha ni el centro. La revolución no es invisibilizar la contrarrevolución. La revolución es que los dirigentes del país no tengan casas parecidas a El Ubérrimo o a una hacienda azucarera del siglo XIX y el “pueblo” ninguna o una que se cae a pedazos. La revolución es que en la calle no traten de dejarte sin un centavo. La revolución es no esperar héroes ni mártires. La revolución es no sentirte desesperado cada día o inerte cada noche. La revolución es no depender solo del turista. La revolución es no tener que renunciar a tu profesión u oficio porque no te alcanza para comprar los huevos y el arroz de la semana. La revolución es que irte sea una opción tan válida como quedarte. La revolución es tener en la mesa de noche acetaminofén para tu dolor de cabeza. La revolución es que la educación no sea un video reproduciéndose en un televisor. La revolución es que no seas castigado solo por haber heredado plata o por ser un buen negociante. La revolución es poder decir “basta”. La revolución es aceptar que algo se ha acabado y que hay que comenzar de nuevo. La revolución es no vivir en guerra solo para alimentar el miedo y el discurso bélico. La revolución es no apuntar a un “enemigo”. La revolución es no sentirte cercado por todos lados. La revolución es la interdependencia (incluyendo, sin ingenuidades ni soberbias, la económica). La revolución es no perpetuarse en el poder. La revolución es que ya no hagan falta los políticos, que ya no haga falta ceder el poder a nadie. 

 

Hace un par de años, escribí una reseña sobre Samizdat de La Habana, de Daniel Ferreira (https://columnaabierta.com/cuadernos-de-viaje-de-la-habana/). Allí consignaba todas mis reticencias de ir a Cuba. Todo lo que imaginaba resultó siendo cierto (lo maravilloso, lo hermoso y lo terrible) y aún más porque a veces la realidad suele ser más cruel. De este viaje necesario llego enferma emocional y físicamente, y creo que no es para menos: Cuba es el referente histórico, político, económico, social y cultural más importante para la historia de Latinoamérica desde mediados del siglo XX; Cuba son las preguntas sobre una revolución (y las respuestas sobre todo aquello que puede salir mal, luego de una revolución), Cuba es lo difícil de oponerse al capitalismo, Cuba son las ganas de morderte la lengua para no criticar la revolución porque quienes están en contra de los cambios siempre aprovecharán cualquier argumento para no llevarlos a cabo, Cuba es, a pesar de todo y de todo y de todo, seguir confiando en una revolución siempre posible y deseable, siempre vigente, siempre necesaria. “Después de cada cosa, siempre nos queda el futuro”, le dice Miguel Ángel a Ernesto en la novela de Suárez. Ojalá que todas y todos podamos sentir siempre que nos queda el futuro. 


Termino esta reseña-crónica siendo consciente de y agradeciendo la libertad con la que escribo estas palabras; a pesar de la autocensura que todas y todos de alguna u otra manera nos imponemos –por no pecar de ignorantes o de ingenuos o por posar de biempensantes o filántropos-, sé que gozo de una libertad de palabra impensable aún en Cuba.


Karla Suárez, El hijo del héroe. México: Fondo de Cultura Económica, 2020.

 


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Publicado por Paula Andrea Marín C.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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