martes, 11 de septiembre de 2012

La vida como novela negra

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El autor de 35 muertos, ficción que ha sintetizado tres décadas de violencia en Colombia en clave de novela negra, repasa en este ensayo cómo un acumulado de violencia histórica se sedimenta en la vida cotidiana para convertirse luego en la literatura.




La vida

Para una buena parte de Colombia, la infancia suele estar llena de recuerdos violentos. Raponazos, atracos, hombres atropellados, apuñalados, baleados o muertos en medio de la calle son imágenes normales en la niñez. Tengo muchos de estos recuerdos. El más impactante fue ver a mis vecinos pateando un ladrón que había sido descubierto robando en una de las casas de la cuadra. Le pegaron con saña. Era aterrador ver como la cara se le deformaba con cada golpe y como los policías que llegaron a capturarlo se sumaron a la paliza hasta que ladrón dejó de pedir clemencia y de protegerse con los brazos y las manos.
“Lo mataron”, gritó alguien.
“¡Mejor! Muerto no volverá robar más”, contestó un niño.
“Pobrecito”, dijo una de las vecinas que antes azuzaban la paliza y corrió a echarle agua en la cara al ladrón a ver si reaccionaba. El hombre resolló y los policías lo levantaron y se lo llevaron en medio de nuevos insultos, gritos y escupitajos.

Pasaron los días, la lluvia borró la sangre del ladrón en el asfalto, los niños volvimos a jugar fútbol en la calle y la vida pareció reencontrarse con la normalidad. Sólo que la normalidad no tenía nada que envidiarle a la escena del ladrón. En el inquilinato, una mujer casada empezó a acostarse con un vecino. La gente la veía entrar a la habitación del hombre, permanecer un rato allí y después salir a las carreras a seguir cocinando la comida para el marido.
Una tarde, un sapo le contó al cornudo lo que ocurría y el hombre fue a buscar a la mujer y, aunque cerró de un portazo la habitación que compartía con ella, las súplicas de la mujer pidiendo que no le pegara más y los golpes que el hombre le daba se oían por toda la casa. La escena se volvió espectacular cuando una inquilina obligó al mismo sapo a tumbar la puerta de aquel cuarto para evitar que el marido matara a la que alguna vez había sido la mujer de sus sueños.
La infiel quedó peor de golpeada que el ladrón y al marido se lo llevó la policía. El ambiente en la casa se puso sombrío, los vecinos bajaron el volumen a los radios y de pronto se hizo triste vivir allí.
Hubiéramos todos salido corriendo de aquella casona si, al otro día muy temprano, no vemos a la infiel salir de casa con los ojos morados pero enfundada en su mejor ropa para a ir a la comisaria a quitar el denuncio de la golpiza y así evitar que al cornudo lo trasladaran de la estación de policía a la Cárcel Distrital.
“No llora por el marido, llora porque el mozo se largó”, dijo una vecina apenas la infiel cerró la puerta de la calle.
“Y, ¿qué más iba a hacer el pobre muchacho? No se puede quedar aquí esperando que venga el marido de esa zorra y cumpla con la promesa de matarlo”, apuntó otra vecina.

Había más dramas. Mujeres abandonadas, niños golpeados, accidentes caseros, violaciones, rencillas entre vecinos, peleas entre borrachos y desahucios por deudas. No parece una vida muy feliz, pero lo era, y mucho. Las infancias colombianas son idénticas al país: están llenas de atrocidad y, sin embargo, uno siempre tiene la sensación de estar viviendo en el paraíso. Es como si los hechos terribles que ocurren a diario perdieran valor al ser comparados con los pequeños momentos de éxtasis que gozamos, o como si las ilusiones de pobre que cultivamos cada instante tengan tuvieran la capacidad de hacernos ignorar la atrocidad del presente.

La infancia termina, sigue la adolescencia, el mundo se hace más grande y se puede ver lo que ocurre más allá de la cuadra. Es emocionante, uno se llena de sueños y empieza a alimentar deseos e ilusiones pero, hay que decirlo, la vida no mejora mucho. Se debe mentir a los papás y a las chicas para obtener los permisos o los besos que uno necesita. Y aunque haya suerte y las mentiras funcionen, es inevitable decepcionarse de los viejos y todavía más inevitable que, a causa de las naturales confusiones del lenguaje amoroso, la misma niña que pareció insinuarle a uno que iba a ser la novia, aparezca en la próxima fiesta de la mano del pelao del barrio que uno más odia.

Se expande la vida y se expande la violencia. Se empieza por las patadas y las faltas en los partidos de fútbol, por las pequeñas intrigas propias de la edad y se termina con las peleas entre amigos o con las pandillas de los barrios vecinos. La sangre ya no corre por la cara de los otros, si no por la cabeza y la nariz de uno mismo. Se hace conciencia de la envidia, se empieza a entender por qué se han inventado las armas y se deben alternar momentos de omnipotencia soñadora con momentos de desolación y desamparo total.
En la adolescencia se empieza a entender la necesidad del dinero, la importancia de ir bien vestido, la diferencia entre los estudios que uno puede hacer y los estudios que pueden hacer los hijos de la gente más acomodada. A las violencias personales se le suman las violencias sociales, las pedreas durante los paros de buses, los policías golpeando o baleando a quienes se atreven a protestar, las mujeres llorando por sus hijos encarcelados o desaparecidos y los amigos que empiezan a hablar de irse a trabajar como paras o como guerrilleros.

Ninguna edad es eterna ni nadie es tímido y fracasado con las chicas todo el tiempo. Alguna mujer termina un día por encapricharse con uno y se pasa de inventar el amor y masturbarse a estar enamorado y a disfrutar del sexo. Y, de tanto contar los días en orgasmos se comete una imprudencia y se termina casado y a punta de ser el padre de una criatura. No es un mal momento, quedan muchas fuerzas por gastar y los sueños alimentan todavía la vida,: aAsí que uno disfruta de una tregua e intenta ser feliz. Pero aquella dicha es casi siempre el preámbulo de una angustia que llega sin avisar y que de pronto consigue que uno, se pare donde se pare, siempre sienta que está en el lugar equivocado. Se confirma que el amor al principio es una autopista pero después es un camino tortuoso y que además cuesta sacrificios muy íntimos. Que casi siempre obliga a vender la dignidad.

Y, aunque uno no lo busque, también termina por enterarse de que vive en un país donde demasiada gente agacha la cabeza ante los traidores y los asesinos y donde esos asesinos, aparte de matar, se dedican a sumar y sumar votos para ganar elecciones. También aprende que guerra y necesidad hay en todo el planeta y que aunque irse es una buena aventura, no terminará por ser nunca la verdadera solución.
Uno se queda porque no le dieron la visa o porque no consiguió destino ni plata para emigrar, y termina por aceptar que la violencia se le vuelva un asunto diario y permanente. La competencia con los compañeros de trabajo, la soberbia de los jefes, la miseria de los salarios. El duro trasegar por unas calles donde uno puede cruzarse con el atracador que alguna vez vio golpear y, a pesar de que en aquel momento le sintió lástima, uno sabe que el hombre no va a dudar para apuñalarte.

Tampoco se es infeliz del todo, se disfruta de la mujer, se juega con los hijos, se les canta el feliz cumpleaños, se divierte uno con sus ocurrencias infantiles, se come rico, se hacen buenas fiestas y se pasan tardes divertidas con los amigos. Uno inventa paseos, se gasta lo que no gana en caprichos femeninos o infantiles y hasta vuelve una rutina ir a visitar los suegros al pueblo donde nació la esposa. Sin embargo, a veces uno no puede dejar de sentir que hay algo que no funciona en la vida.

La placidez familiar tampoco se libra de la carga violenta del país. Un día, justo en el centro comercial donde trabaja la esposa de uno, estalla una bomba. Y aunque a ella no le pase mayor cosa, el miedo que uno vivió mientras confirmaba que ella seguía viva se le mete a uno adentro y le cuestan demasiados partido de fútbol, demasiadas idas la cine a ver comedias románticas y demasiado aguardiente y cerveza exorcizarlo.
Algo en el mundo no funciona y no hay alivio porque la vida de adulto no tiene la capacidad de olvido y ensoñación que tiene la infancia. La desolación se hace peor cuando uno descubre que la vecina que uno amó desde niño se ha puesto fea y se dedica a recibir los golpes y las humillaciones de un hombre que ella parece amar más mientras más golpes recibe. Cuando se da cuenta que los amigos con los que soñó un futuro común se van o lo traicionan o cuando los hijos crecen y dejas de ser su héroe y pasas a ser un estorbo para sus ansias de vivir.

No son fáciles las verdades de la madurez, es difícil aceptar que la gente hace la revolución porque quiere robar o porque no tiene manera de encontrarle otro sentido a la vida. Es difícil entender que uno también se va corrompiendo y se vuelve una especie de traidor de sí mismo y es difícil aceptar que el mundo no es un sueño propio, sino el sueño de un dios egoísta que disfruta imponiendo las dictaduras vitales que al final siempre nos destruyen.

Entonces, aparecen los malos sentimientos: los celos por el vecino que sí tuvo agallas de meterse a narco, la bilis que se alborota al ver cómo cambia de carro un tipo que uno siempre había considera un bobo, la tristeza que se siente porque a pesar de los esfuerzos y las horas extras no se alcanzó a comprarle al hijo un regalo de navidad que se le estuvo prometiendo todo el año. A veces, en estos momentos a uno lo salva la música o una cervecita o los besos de la esposa. Pero no siempre esas pequeñas satisfacciones bastan y es fácil volverse un borracho, un fanático, un criminal o las tres posibilidades juntas.

Y tal vez esa entrega final del idealismo adolescente hubiera ocurrido si un día no se va al mercado de las pulgas para dar un paseo y, entre tanta basura, se descubre un libro de un tal Raymond Chandler. En la cubierta hay una rubia y un revólver y uno mira el arma y a la hembra medio desnuda y sabe que el nombre del escritor le suena de algo y se pone a echarle cabeza al asunto hasta que recuerda que un maestro de literatura del colegio amaba a ese escritor y decide, en lugar de comprarle un helado a los niños, comprarse ese libro. Ya nada puede ser peor en la existencia, se he visto todo y se ha sufrido y gozado demasiado, ¿qué podría tener de malo leerse un libro?


La novela negra

Así se llega a la novela negra. Y aunque la mujer protesta por la luz encendida y los niños se niegan a dormirse, uno empieza a leer y descubre que ese mundo que a veces le parece una carga horrible tiene otra forma de verse. Los personajes desfilan por el texto tan desamparados o confundidos como uno, las historias que ocurren incluso son ingenuas comparadas con la realidad propia y el detective tampoco es tan inteligente ni tan pilo, pero algo en ese libro da felicidad, aligera la carga existencial y hasta vuelve divertida la realidad.
El detective tiene buenos apuntes y dice frases ingeniosas y saca conclusiones que a uno lo identifican. Igual que uno, el man desconoce las reglas de este mundo, pero no se paraliza, siempre va hacia adelante o al menos se deja empujar por otros y de esa manera consigue acostarse con un par de mujeres o resolver un crimen. El detective tiene claro que siempre todo puede ser peor y se toma la vida sin tragedias, sabe vivir con poco dinero, también sabe derrochar, conoce las miserias de los ricos y de los pobres y entiende las historias de los marginales.
La mirada de ese hombre, su ironía y sus casos resueltos nos dan esperanza y uno vuelve a soñar y a reírse. De alguna manera, la novela negra es un retorno a la candidez y la inocencia de la infancia.
Pero, no sólo la vida pierde la carga trágica, sino que empieza a tener un sentido, un sentido algo desquiciado, pero sentido al fin de cuentas. Un sentido lleno de humor e ironía, o sea lleno de humanidad. De pronto lo que parece ligero se muestra profundo al tiempo que nos dice: tampoco me hagas mucho caso, es mejor no tomarse la vida demasiado en serio porque quienes se la toman demasiado en serio siempre terminan sembrando injusticia, dolor y muerte.

Uno se lee otros libros, conoce otros farsantes, otros policías, disfruta de muchos diálogos armados con hachazos y, de pronto, el ladrón de la cuadra deja de ser un mal recuerdo y se convierte en alguien al que le gustaría comprender o, al menos, en alguien del que le gustaría contar la historia. Lo mismo ocurre con la vecina que engañaba al marido, ya no es una tonta ni una zorra ni una bruta; uno entiende que la sangre le hervía por mucho más que el deseo y que ese afán de acostarse con el muchachito venía de una insatisfacción que no hubiera podido quitarle ni el mejor marido ni el mejor de los amantes.
Uno aprende que los golpes del cornudo lo han dañado también a él y que aunque nunca haga conciencia de ello, le van a seguir doliendo por el resto de su vida, lo van a convertir en un pobre imbécil. En la novela negra, hasta el sapo de la historia se redime como personaje, se convierte en un fisgón de callejón que tiene algo cómico detrás y que muy pronto será asesinado para alivio de sí mismo y de todos aquellos que nunca podrán perdonarle haber traicionado una infidelidad.

En la literatura negra, uno tiene acceso a la rubia que siempre deseó, la ve caminar por una sala llena de muebles lujosos, la ve mostrarle las piernas al detective, abrirle sus labios insinuantes o sugerirle un pago con su cuerpo si resuelve el enigma. La novela negra es tan maravillosa que en ella uno puede incluso ver llorar a la rubia, verla a rabiar por un capricho insatisfecho, verla maldecir a su padre y, si lee concentrado, tiene hasta la posibilidad de darle un beso y después un empujoncito para rechazarla.
Nada falta en la novela negra, está también la ley. Esos hombres que parecen duros y abusan e intimidan a todo hombre de a pie y que cuando se emborrachan son más peligrosos que los criminales que dicen perseguir. De pronto, uno se entera de sus fracasos, de sus luchas intestinas y hasta se entera de que algunos de ellos, cuando llegan a casa, reciben amor, compresión y buenos cuidados, a. Y aunque no es fácil leer tanta verdad y se siente que algo en el mundo se burla de nosotros. Aún así, uno acepta hasta esa verdad y deja que una sonrisita acompañe el paso a la siguiente página.

También están los mafiosos, algunos colombianos o latinoamericanos o italianos. Pero esos no conmueven tanto como los empresarios y las aves rapaces de los países ricos. Viejos dueños de multinacionales pudriéndose en la soledad y los excesos de la riqueza, hombres enfermos que han saqueado el mundo y que el único premio que han recibido es tener que lidiar con los amantes vividores de sus hijas. Otra sonrisita, otra página pasada porque la novela negra es también un acto de venganza. Tal vez una venganza falsa, pero si uno ya disfrutó con la rubia, ¿por quée no va a sentir satisfacción por la miseria de quienes han hecho infeliz a medio mundo?

En la novela negra está el mundo que uno antes sufría, ya sin tanto miedo ni tantas etiquetas. Estamos todos, puestos de maneras distintas, mirándonos de frente y dándole un respiro a nuestras dudas y a nuestra soledad.

Pasa el tiempo, los libros se convierten en adicción y se vuelven un catálogo de autores y anécdotas. Ya uno no vive sólo de las historias manchadas de dinero sucio, del fútbol, sino que deja que la cabeza vague por todos los bajos ambientes del planeta para rastrear en esos ambientes señales más elocuentes de lo que podría ser la vida. La novela negra es un golpe en la barriga del monstruo que es la existencia para que ese monstruo se doble un momento y ya no nos parezca tan invencible.
La mujer se acostumbra a la luz prendida hasta altas horas de la noche y uno pasa de Chandler a Hammet, de Hammet a Rubem Fonseca, de Fonseca a Taibo y Sepúlveda; de los latinoamericanos a Vásquez Montalbán, Andreu Martin y de los españoles a Ian Rankim, James Ellroy, Don Winslow, Camilleri, Markaris, Leonard y un largo etcétera hasta llegar a Jerome Charyn. Con Charyn entiende que los criminales también pueden ser payasos y que esos payasos a veces montan circos absurdos donde todo es tan descabellado que adquiere forma y donde finalmente la muerte pierde valor porque el escritor ha logrado burlarse de ella.

En la novela negra el mundo se nos hace atroz y al entenderlo recordamos que una vez soñamos, que una vez creímos en la vida y que aunque la mayoría de esos sueños han quedado desbaratados a un lado del camino, siguen resonando en nosotros y pueden darnos la fuerza que necesitamos para no suicidarnos y acabar con todo.

Ya en ese punto, la novela negra se convierte en un lugar de paz. En una Meca, una iglesia evangélica, una especie de centro espiritual donde Colombia, América Latina y el mundo encuentran una redención. ¿Qué sería de nosotros sin el cinismo de muchos detectives de ficción, sin la posibilidad de ver a las prostitutas o busconas como mujeres que, además de venderse, tienen en sus ojos vencidos una clave para descifrar nuestra propia verdad?

¿Qué sería de las tardes solitarias y de las noches pasadas en vela por un desamor sin un detective borracho contándonos cómo hace él para asumir crisis idénticas? ¿Qué sería de nuestras vidas sin el suspenso atroz o desamparado o vertiginoso que nos hace volar de página en página? Sin esos momentos en que uno echa a andar ilusionado en una historia de género negro, uno no podría seguir echando a andar la historia propia.
El suspenso, el giro imprevisto, el malo convertido en bueno y el bueno convertido en malo son parte de nosotros, son nuestro reflejo y sólo logramos entenderlo cuando los vemos en un espejo donde no hay vidrio ni pintura de color metálico, sino unas letras ordenadas por la cabeza de algún sinvergüenza o algún desadaptado.

La novela negra es un templo donde, como en tiempos pasados, las oraciones están teñidas de sangre y donde los rituales vuelven a cumplir con los exorcismos diarios. No sería capaz de entender ni mucho menos aceptar a Colombia ni a América Latina sin Rubem Fonseca, sin ese sicario que se esconde en una lujosa mansión a cuidar un viejito, sin esa enfermera que se acuesta con el viejito a cambio de unos pocos pesos y sin las siguientes palabras de un relato llamado El Cobrador: “¡Todos me deben algo, me deben comidas, coños, cobertores, zapatos, casas, coches, muelas!”.

La literatura negra es una buena alternativa a la lucha de clases, al terrorismo y a otra clase de violencias y revoluciones. Con ella uno se puede reír del mundo y dejar las ganas de destruirlo. Nadie podría contar cuantas estaciones de tren se han salvado de volar por los aires ni cuantos policías han salvado la vida ni cuantas revoluciones fracasadas se han evitado gracias al cinismo de los escritores de novela negra.
Si en nuestro continente se escribiera más novela negra y sobretodo se leyera más novelas de estas, este pedazo del mundo iría mucho mejor. La gente se reiría no con resignación sino con consciencia, los ladrones se verían retratados y pasarían de ser atroces a ser inteligentes, los policías dejarían de ser una simple arma en manos del corrupto de siempre a ser los verdaderos corruptos.


Si leyéramos más a Chandler, la gente sabría rastrear mejor el engaño y hasta lo políticos serían capaces de salir de su mirada de ladrón católico para pasar a un cinismo sano que les ayudaría a ver la magnitud de sus crímenes.

Si un militar latinoamericano leyera a Hammet, se daría cuenta de la magnitud de su estupidez y tal vez dejaría de matar a los campesinos como si fueran perros y hasta intentaría hablar con ellos o quitarles las mujeres en franca lid y no asesinándolos. En América Latina iría bien leer mucha novela negra y aprender a vernos, a convertir el crimen diario en historia y esa historia en conciencia.
Eso me pasó a mí y eso creo que le ocurre a muchos de los lectores de estos libros por nuestras tierras. Un lector de novela negra siempre será un buen libertino, un hombre que ha aprendido a reír y que con ello ha convertido las imágenes de la infancia en recuerdos escritos, que ha exorcizado de alguna manera la violencia para evitar que sea ella la que le siga marcando el destino. La novela negra para mí es la redención de la vida en un mundo atroz, a ella le rezo y le agradezco y en su fe, espero morir.

 

Texto reproducido con autorización del autor.

Imágenes: El Bogotazo, primera Revista Semana, 1948; Chircales, fotograma del documental de Marta Rodriguez; EL cartucho, Google Imágenes; Portada 35 muertos, Sergio Alvarez, Alfaguara; Video: Carlos Eduardo Rodriguez, historiador narra la toma del palacio de justicia.

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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