miércoles, 3 de diciembre de 2025

Es más fácil creer en brujas que en Lacan

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Jacques Lacan
Jacques Lacan. Foto: Wikimedia Commons / Dominio público

Por: Gustavo Agudelo

A menudo las especializaciones en neuropsicología suelen arruinar las zonas del cerebro donde habita el asombro. Especializarse en neuropsicología es casi tan peligroso como dedicarse al estructuralismo. Lacan es el Plotino del siglo XX y los lacanianos una especie de neoplatónicos remasterizados. Una secta esotérica más, como el capitalismo, el comunismo, la investigación literaria o la democracia.

Le he dicho a mi terapeuta que Alejandra no cree en las brujas. Aquello no me cabe en la cabeza. "Yo no creo en esas cosas", dijo, con el escepticismo que acompaña a la primera taza de café de la mañana y después de que le contara que en el Departamento de Literatura y Estudios Lingüísticos de la Universidad ocurren hechos extraordinarios que todos atribuyen a una bruja. "Esas son cosas de profesores de Literatura", remató, "todos inclinados al pensamiento fantástico". Lo dijo sin meditar, como quien sostiene una premisa que se sabe irrefutable, un dogma. Tal vez sea un sesgo de su formación lacaniana, no lo sé. A menudo las especializaciones en neuropsicología suelen arruinar las zonas del cerebro donde habita el asombro. Especializarse en neuropsicología es casi tan peligroso como dedicarse al estructuralismo. Lacan es el Plotino del siglo XX y los lacanianos una especie de neoplatónicos remasterizados. Una secta esotérica más, como el capitalismo, el comunismo, la investigación literaria o la democracia. ¿Cómo es posible que alguien no crea en las brujas y sí en un tipo que hizo del psicoanálisis una religión cuya interpretación no se puede refutar? Vi cómo mi terapeuta guardaba silencio, incómodo. Cruzó las piernas, miró a través de la ventana del décimo piso del edificio de ladrillo que daba directamente sobre la Avenida Centenario y escribió algunas notas en su libreta de apuntes. Lo había visto hacer lo mismo cientos de veces, pero era la primera vez que sentía que algunas de mis palabras habían logrado filtrarse a través de los pliegues craneales, pasando del neocortex a su sistema límbico en cuestión de segundos. Miré a mi alrededor de forma instintiva. A un costado de su escritorio, a escasos metros de la ventana, un diploma enorme lo anunciaba graduado de la EOL (Escuela de la Orientación Lacaniana) con sede en Buenos Aires, Argentina.

—Mierda —pensé—. O me mata la caída de un décimo piso o caigo vivo y me atropella un camión de la basura. En todo caso, las probabilidades de vivir son escasas.

No tenía cómo escapar. Pensar en qué haría el padre Brown de Chesterton sólo daba cuenta de lo desesperado de la situación. Lo único que quedaba era sortear con valentía lo que estuviera por venir. Morir a manos de mi terapeuta era algo que nunca había considerado pese a seguir de cerca el trabajo de Woody Allen. Era eso o reconocerme equivocado, elogiar el psicoanálisis lacaniano y traicionar las lecciones vitales de Boecio. Nada de eso iba a ocurrir; prefiero la dignidad que la vida.

—¿Cómo te sientes con eso?—preguntó

Esa pregunta bastó para recuperarme. ¿Cómo me siento con eso? ¡Dios! Qué cosa con los terapeutas. Recordé el meme del loro y pensé: loro aprende a decir ¿cómo te sientes con eso? Y se gradúa de psiquiatra. A ver, amigo, una sesión contigo me vale 40 USD y no estás en capacidad de decirme cómo me siento y me toca decirlo a mí, ¿en serio? Responder a eso era mucho peor a que me empujara por la ventana. Traté de esbozar una respuesta, lo suficientemente honesta para no perder el dinero de la cita, pero tan críptica que no evidenciará la molestia que sentía. Una respuesta lacaniana, digamos. Afirmé que no era posible reducir una experiencia sensible (sillas que se mueven solas, vasos que se quiebran de la nada, ruido de pasos y voces indistintas) a una ficción cuando varias personas podían dar cuenta de ello y el hecho de que todos fueran profesores de Literatura no le quitaba credibilidad a las declaraciones. ¿No era Kant quien afirmaba que no era posible experimentar la realidad en sí misma porque algo de ella era inaccesible?

—¿Hace cuánto estás viendo a Alejandra?—

Le conté lo básico, cómo nos conocimos, en lo que habíamos coincidido, lo que pensaban mis amigos. Hablé de su cabello, de sus ojos, de los libros y películas que teníamos en común y de esa manía de ir dejando luces encendidas por donde pasaba y que yo asociaba al iluminismo de mi maestro Agustin de Hipona. La luz del atardecer formaba rectángulos naranjas en las paredes del consultorio. El rostro de mi terapeuta estaba en tensión. Podía ver el ceño fruncido, cierto temblor en sus manos a la hora de tomar apuntes, los movimientos faciales que delataban los dientes apretados. Lo que siguió fue inesperado. Dejó su libreta de apuntes sobre la silla, dirigió sus pasos hacia el armario donde reposaban los antipsicóticos y sacó varias cajas que me extendió como quien tiende una tabla de madera a un náufrago.

—Dos pastillas cada ocho horas, sin falta. Eso mantendrá a raya las alucinaciones. De más está decir que Alejandra no existe, pertenece al orden de lo irreal, de lo fantástico, a los territorios místicos de la imaginación—

No me despedí, tampoco agradecí. Tomé las cajas y salí del consultorio. Al bajar a la calle, giré sobre mí mismo y me quedé unos segundos contemplando la fachada de ladrillo iluminada por el sol y el ventanal abierto en el décimo piso. Sonreí. Mi terapeuta no lo sabe, pero lo que dijo de Alejandra lo pienso de Lacan y con eso estamos a mano. Es mucho más fácil creer en brujas que en Lacan y de ese autobús no me baja nadie.

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Publicado por Gustavo Agudelo
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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