Hablar de originalidad, de
genuinidad, es bastante difícil cuando muchas veces decidimos copiar cosas que
terminan insertándose, con algunos cambios, dentro de nuestra vida: los
gobiernos copian modelos económicos y políticos de otros países y los
implementan en nuestro entorno; se copian modelos de transporte como Transmilenio
que salió de Bogotá para llegar a otras ciudades
como Cali, Barranquilla, Pereira, entre otras; copiamos expresiones que se
mueven entre nosotros cambiando de región: Parce viajó de Medellín por todo el
país, y de la capital se exporta Mi Pez, por ejemplo…
El arte tampoco se escapa de este fenómeno vital. Sobre
todo la música, que ha sufrido este fenómeno llamado, en este caso, adaptaciones:
toman la melodía o la letra de la canción y la adaptan al estilo que el compositor
la quiere interpretar. Verbigracia: la mayoría de las canciones de Joe Arroyo o
Henry Fiol ya han sido interpretadas por otros artistas mucho antes que ellos.
Y seguramente puedo quedarme escribiendo sobre adaptaciones en este texto y no
me alcanzará el espacio para terminar.
Pero hay un caso particular del que quiero hablar: el de
la gran interprete francesa Edith Piaff y un tango que pasó por muchas bocas,
entre esas, la de Julio Jaramillo.
No recuerdo con exactitud la primera vez que escuché a
Julio Jaramillo cantando “Que nadie sepa mi sufrir”, seguramente fue de niño en
Armenia, en alguna tienda de barrio, o en la casa de los amigos de la familia,
o en labios de mi abuelo que amaba el tango. Es una canción que se acomodó
mucho en esa región y que sonaba con
frecuencia en cualquier lugar.
La versión
de Piaff, llamada “La foule”, la oí años después en un CD (copiado) que tenía
todos sus éxitos. Apenas la escuché, identifiqué aquella melodía con la que
había escuchado de Julio Jaramillo. Entonces me dije, y lo dije por mucho
tiempo: Julio Jaramillo le copió a Edith Piaff. Pues ese tipo de afirmaciones ligeras
surgen muchas veces porque nos quedamos
con el sesgo de que aquí es donde copiamos, pero nunca nos copian.
Sin embargo, la historia es diferente.
“Que nadie sepa mi sufir”, es un tango creado en 1936 por
Ángel Cabral, un compositor y guitarrista argentino. La canción se volvió un
gran éxito, que además de pasar por los labios de Julio Jaramillo, fue interpretada
por Helenita Vargas, María Dolores Pradera, Julio Iglesias, Raphael, hasta la
Sonora Dinamita de Colombia la interpretó en ritmo tropical. La que tal vez se
volvió más popular fue la de Julio Jaramillo, esa es la interpretación que más
conocemos.
Pero la versión que hechizó a Edith Piaff, y la adaptó
para ella, fue la interpretación que hizo un actor y cantante de tangos
argentino llamado Alberto Castillo en 1953. Entonces es ella la que se lleva la
melodía a Francia, y con la letra de Michel Rivgauche, crea “La foule” (La
multitud), dándole otro aire a la canción original. Creo que en el viejo
continente pocos o nadie saben el verdadero origen de tan bella interpretación
de Piaff. Esa versión sale a la luz en 1957.
Y es así como esta canción, que había recorrido muchas
bocas en Latinoamérica, termina por irse de este continente para ir a hablar
otro idioma bajo el mismo molde melódico.
Luego por allá, en los años 80, Julio Iglesias también
crea una versión del tango original.
Dejó aquí las dos interpretaciones, la de Alberto
Castillo y la de Edith Piaff, como muestra de que la música es como el agua, se
puede adaptar a cualquier recipiente.
Fuente de información: Wikipedia y Youtube.
Hay que aclarar que en la que interpreta Edith Piaf, solo emplea la música, ya que la letra varía, es escrita por Michel Rivgauche.
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