Diario de Pedro Gómez Bajarrés | Especial para Revista Corónica
2 de enero 2017
Nunca hubiera llegado a Ecuador si no leía en el periódico la historia de la Dulce Neus. Luego de hacerlo, esperé diez años para venir. Desde mi llegada han pasado algunas cosas. Perdí pero también gané. Hablar de otra manera, por ejemplo. Mirar como si no fuera conmigo, también. Solo que a veces no puedo. No tengo familia pero tengo amigos, algunos muy buenos. Hace tres noches uno de ellos sufrió un desmayo y su familia lo ingresó al hospital de la seguridad social. Ayer fui a visitarlo. Un hombre con una identificación del IESS había logrado trastornar el dolor y preocupación de las visitas en humillación y rabia. A ver, los detalles son importantes, siempre. Siempre se ha entrado en ese hospital en horas de visita, que apenas son dos, sin ningún tipo de restricción. ¿Qué necesidad hay de controlar a personas afligidas por la preocupación? Algún avivato descubrió que la vieja fórmula de uniformizar para controlar no ha perdido vigencia. Cada enfermo tiene derecho a dos pases. El hombre con la identificación los exigía en un corredor acordonado. Cientos de personas hacían fila, algunos con noticia de la novedad pasaban, el resto taponaban el embudo. Nadie explicaba por qué dos y no siete, por qué dos y no uno. Puteé, lo hice en guaraní. Llamaron a seguridad. No esperé que llegara. Añamemby.
4 de enero de 2017
Ndé, encontré lo que escribí cuando ya hablaba como ecuatoriano. Lo escribí como un homenaje a Neus, la que me trajo aquí, antes de dejar Ecuador. Lo pasé a copiar y mientras transcribía recordé que la única homenajeada no era ella sino también Renzi. Renzi es parte del relato. No me gusta el título que le puse, no tiene que ver con la narración, no tiene que ver con mi recuerdo ahora. Entonces esperaba, como lo hace el personaje del relato, y pensaba que no había retorno (aunque guardara alguna esperanza).
Nunca hubiera llegado a Ecuador si no leía en el periódico la historia de la Dulce Neus. Luego de hacerlo, esperé diez años para venir. Desde mi llegada han pasado algunas cosas. Perdí pero también gané. Hablar de otra manera, por ejemplo. Mirar como si no fuera conmigo, también. Solo que a veces no puedo. No tengo familia pero tengo amigos, algunos muy buenos. Hace tres noches uno de ellos sufrió un desmayo y su familia lo ingresó al hospital de la seguridad social. Ayer fui a visitarlo. Un hombre con una identificación del IESS había logrado trastornar el dolor y preocupación de las visitas en humillación y rabia. A ver, los detalles son importantes, siempre. Siempre se ha entrado en ese hospital en horas de visita, que apenas son dos, sin ningún tipo de restricción. ¿Qué necesidad hay de controlar a personas afligidas por la preocupación? Algún avivato descubrió que la vieja fórmula de uniformizar para controlar no ha perdido vigencia. Cada enfermo tiene derecho a dos pases. El hombre con la identificación los exigía en un corredor acordonado. Cientos de personas hacían fila, algunos con noticia de la novedad pasaban, el resto taponaban el embudo. Nadie explicaba por qué dos y no siete, por qué dos y no uno. Puteé, lo hice en guaraní. Llamaron a seguridad. No esperé que llegara. Añamemby.
4 de enero de 2017
Ndé, encontré lo que escribí cuando ya hablaba como ecuatoriano. Lo escribí como un homenaje a Neus, la que me trajo aquí, antes de dejar Ecuador. Lo pasé a copiar y mientras transcribía recordé que la única homenajeada no era ella sino también Renzi. Renzi es parte del relato. No me gusta el título que le puse, no tiene que ver con la narración, no tiene que ver con mi recuerdo ahora. Entonces esperaba, como lo hace el personaje del relato, y pensaba que no había retorno (aunque guardara alguna esperanza).
La primera llamada de
la mañana. No tenía ninguna razón, en realidad, por la cual salir así que me
acerqué a la cama y prendí un cigarrillo. El quinto de la madrugada. Me mandaron avisar. Me metí bajo las
sábanas y traje el cenicero hacia el colchón. Rompiendo cualquier tipo de
código contra incendios del hotel. Qué me podía importar. Debía ser el tipo más
patético del planeta en ese momento. Un tipo patético quemado no debía hacer
mayor diferencia. No debía significar nada. En una balanza, sólo otro tipo
patético, quemado y enamorado más. Desbalanceando poco el grado de equilibrio
universal, si eso. ¿Qué peso puede tener un tipo desnudo que mira por la
ventana del piso trece del Hotel Guaraní?
Esperando que el filo de su pollera girara por última vez en redondo
alrededor de la esquina del edificio de enfrente. Sí. Como lo llevaba haciendo
desde la una de la mañana hasta que sonó el teléfono. Las luces fosforescentes
de la alarma señalando las cuatro, escondido bajo las raídas sábanas del hotel,
fumando en la oscuridad, imaginando su pollera girando en redondo
alrededor de la esquina del edificio de
enfrente.
-Aló.
-¿Aló?
Ando a la caza de un
filtro. Me debió pensar un infeliz y, sin embargo, no se delató. ¿Qué tipo?, me
preguntó. Un filtro de amor. Tengo varios, si me das más detalles. Me miró,
esperando. La manera como lo planteó y giró su cuello —el olor a jazmín
entrando por la puerta de calle, la semioscuridad del almacén apaciguando el
calor de la tarde, las persianas bajas, el suave viento impregnando la delgada
tela de su pollera contra sus muslos—, me invitaron a confiar. Uno que mata, le
dije. Qué quimera, que al entregarme el óleo esa mujer pálida y ojerosa fuera a
detenerse en las puntas amarillentas de mis dedos. Vení, me dijo, esas manchas
son de tabaco rubio. ¿Qué monstruo que echa llamas de fuego por la boca y tiene
la cabeça y el cuello de león, el vientre de cabra y la cola de dragón era
ésta? Que rozándome la yema del dedo índice había agrietado mi corazón.
-Aló,
aló.
-Me
mandaron que le avisara que no salga hoy.
No tenía por qué salir
porque la investigación no iba a ningún lado. Llevaba tres meses en Asunción y,
aunque los cheques llegaban puntuales, nada me podía quitar la sensación de
estar haciendo el estúpido o de estar descuidando algún detalle. Que, para el
caso, era lo mismo. La sensación de
perder el tiempo en mí mismo, sujeto de tan poca monta, era lo peor. Disponer
de horas para observar el techo o mirar cómo las cortinas se inflaban con el
viento o el cielo se nublaba y los truenos ensordecían la ciudad. Mejor: lo que
realmente avivaba mi desesperanza era dejarme conducir por una estación
semivacía buscando razones para justificar mi vida. Llevaba semanas sin que
pasara un tren. Algunas conclusiones a las que había llegado: ningún placer se
iguala al de revelar secretos ajenos (¿no es así que advertimos la mirada de
los propios?). En realidad era la única
conclusión a la que había llegado tomando mal vino de cartón argentino.
¿Qué más me podía mover
a ser detective privado?
Era simplemente un fisgón. Tal vez porque
procurara con impertinencia tan desmedida era uno de los mejores en mi campo,
por eso y por mi amor a la forma ligera,
grácil y cilíndrica del secreto minutos antes de ser develado. Pude ser cualquier
cosa —un hombre de letras, no me faltaban credenciales— pero un día tropecé,
mientras el tiempo no cejaba en su paso, con una cita de Arthur C. Clarke: un
intelectual no es otra cosa que un individuo que ha llevado su educación más
allá de sus propias capacidades. Yo sabía el límite de las mías y esa misma
tarde escribí a una escuela de detectives por correspondencia. Como todos mis
colegas, cuelga en mi pared un título fechado y datado en la ciudad de Los
Angeles, California. Los beneficios de mi segunda educación eran imposibles de
capitalizar en Machala pero no es sino con orgullo que puedo atestiguar ser el
único detective diplomado de El Oro, Ecuador. ¿Cuál mi destino en Paraguay
viniendo de tierras tan septentrionales? Las esmeraldas. Una bolsa del tamaño
de tres puños llena de ellas, tan brillantes que como piezas de un espejo roto
oscilaban su reflejo verde (envidia) sobre la faz de todo aquel que posara su
mirada sobre su inusitada perfección. Piedras que visitaban a los hombres y las
mujeres como una plaga y se mostraban tan contagiosas como ella. Es una trama
que cruza el Atlántico, se detiene en el puerto de Cartagena, baja por la
provincia de Esmeraldas y se interna por las altas sierras andinas hasta llegar
a la cuenca amazónica para de allí descender por el Chaco paraguayo hasta
perder su rastro en Asunción. Mi involucramiento se inició en la ciudad de
Esmeraldas, donde había ido a celebrar el aniversario de su independencia un
cinco de agosto comiendo masato en el Parque Infantil (para los que lo conocen,
sabrán que ese cuadrado tiene carta blanca en todos los asuntos de la ciudad),
cuando empezó la balacera entre el alcalde saliente y el teniente político
entrante. No quiero incidir en intrigas pero mi habilidad con las armas suscitó
comentarios y, a la noche, mientras tomaba una caipirinha en la cercana
Tonsupa, se me acercó un hombre que disfrazaba mal su acento argentino. Me
preguntó si me interesaba ganar unos cuantos pesos. Bajo la tenue y amarillenta
luna que deformaba la choza y los desechos del festejo, le pregunté las
condiciones mientras le tendía mi tarjeta. La tomó y la guardó en el bolsillo
interior de su chaqueta de lino, mientras, con una mirada vacía (como si su
mente hubiera sido apagada como una vela instantes antes y el humo siguiera
circulando en el aire enrarecido), me explicaba los pormenores.
-¿Aló,
aló?
-Me
mandaron avisar.
-¿Qué?
El olor que desprendía su cuerpo era un dulce
perfume a flores muertas. El intoxicante aroma de la madreselva. Sostenía mi
mano con extrema delicadeza —como si se fuera a partir si la rozara con más
fuerza—, mientras me internaba por un pasillo pintado de celeste y un niño con
voz aflautada tomaba el asiento tras el mostrador y le decía algo en guaraní,
que no alcancé a escuchar. Me condujo hasta un cuarto carcomido por la humedad
e iluminado por un foco de cuarenta vatios enroscado en un boquete cercano al
techo. Abrió un armario. Tomó un algodón. Destapó un frasco. Puedo atestiguar
que lo mojó y la solución lo volvió
morado (recuerdo haber pensado que el color semejaba a la sangre vertida en los
pactos de suicidio) y con ella frotó mis yemas. El lúpulo, extraña planta
—dijo— que calma y apacigua nuestras ansias a la vez que disuelve nuestras
manchas (puedo jurar que también —y, a la vez, dijo—nuestros pecados, como si
las dos palabras se pudieran fundir en una sola o fueran la misma). Hay que
guardar cuidado, sin embargo, pues su esencia sedante nos puede adormecer
cuando no lo procuremos o volvernos invisibles a los ojos de los demás cuando
dejamos de tenernos fe. Ya está, continuó, elevando una décima el timbre de su
voz. Se paró y desapareció antes de que pudiera responder o agradecerle. Cuando
salí al almacén, el niño seguía allí, sentado en la misma banca (como si lo
hubiera estado siempre, por siglos, toda la vida); sin embargo, el olor era
otro: el almacén, impregnado por el resinoso aroma del cardamomo, seguía el evanescente
trazo de una madreselva en flor. Esa corrompida fragancia me acompañó a la
calle. Intenté encender un cigarrillo pero solo me quedaban cucarachas, las
puntas que guardaba para casos de emergencia (cuando me importaba poco quemarme
los labios con tal de chupar algo de humo y perderme en él sin tener que
pensar). Ni siquiera llegué a encender el fósforo cuando miré mis manos y noté
su color rosa pálido y su suavidad. Hacía años −debía ser desde mi temprana adolescencia− que no sentía tanto abatimiento. Pensé (lo sigo
recordando ahora): una parte delicada que poder lastimar. Sin atreverme a
presumir una razón puedo decir que ese fue el momento en que sentí un escalofrío
helado recorrer mi columna y pensé en la inoportuna presencia de la muerte
acercándose ansiosa hacia mí.
-Que
no salga hoy.
-¿Aló?
Así que quedamos en eso.
Yo seguiría los pasos de la Dulce Narcisa, las huellas que dejaba, para reportárselas
a Renzi cada dos semanas. Por eso me pagaría una cifra considerable, sugerida
por él, más los gastos en que incurriría. De eso hace cuatro meses. No sabía mucho
sobre la mujer que seguía: que se había visto involucrada en una artificiosa
estafa, que había tomado el primer barco que salía de Marsella (por su relativa
cercanía a Bilbao sin ser puerto español) y había desembarcado en Cartagena
donde, involucrada con una banda de traficantes, había logrado el intercambio
del dinero robado por las piedras preciosas, desconociendo que estas, a su vez,
traían cola de paja. De lo cual se enteró violentamente cuando intentaba cruzar
la frontera en dirección a Ecuador. Desde allí había seguido un camino dentado,
plagado de artimañas, que la había traído hasta Paraguay. Donde, sintiéndose lo
suficientemente lejos (de todo: en distancia, tiempo y circunstancias) ahora,
impasible, llevaba una vida sin necesidades y, más bien, exagerados lujos. Era
una mujer ridícula, aguda y ponzoñosa. Y yo la seguía. No me interesaba saber
más, me molestaba su estridente risa, su maquillaje excesivo, sus eternos
vestidos de fiesta. No quería internarme en su ruin figura para descubrir a un
ser humano desolado. No me quería involucrar (y tal vez descubrir algo
salvable). Me bastaba con observarla, escribir mis informes y dejarlos sobre el
escritorio descansando por varios días antes de llevarlos al correo. Pero mi
interés se perdía al igual que, a falta de otro nombre, mi agudeza. Me daba
cuenta que estaba al fin de un camino: sin ser fiel a mí mismo (indagar, llegar
al por qué) todo perdía sentido. La había rastreado por demasiado tiempo y con
pocos resultados. En un último intento que sólo sirvió para agravar los
síntomas la seguí; seguí a la Dulce Narcisa a ese almacén del centro para saber
algo más sobre ella (pero como sospechaba, estaba sólo esperando encontrar un
reflejo mío en esa búsqueda, ocultar mis secretos con la excusa de ver los
suyos). Cuando entré, después que ella saliera, no indagué sobre su presencia
en el local, sino que me dejé invadir por el aire, el aroma de la lánguida
mujer que atendía y el que su impúber acompañante desprendía. Olvidé a Narcisa
y, como un tierno estúpido infeliz, pedí ese filtro de amor como si no tuviera
mejor cosa que hacer en la vida. Ese fue el día anterior a la llamada, cuando
la pensé ver desde el balcón del hotel,
ver el filo de su pollera girando en redondo alrededor de la esquina del
edificio de enfrente. Cuando me levanté aturdido a media tarde y pensé haberlo
soñado, descubrí el frasco sobre el velador, que fue el momento en el que
comencé y no paré de tomar whisky con guaraná por dos días seguidos. En ningún instante mis pensamientos me
llevaron a Narcisa y su atenazada y espantada risa sino a ella. Me emborraché y
acabé besando mi propia imagen sobre un espejo que luego lancé calle abajo
antes de salir por la puerta principal del hotel sin que nadie me detuviera. (En su caída libre al vacío, el cristal recortó
una imagen del suelo: al fondo de la plaza —y aumentado por el lente pulido— un
canillita que revisaba su atado de diarios y tomaba mosto helado leía un
titular sobre la extraña muerte de una española asfixiada en su propia
habitación; su cuerpo cubierto por un penetrante olor a sábila y cardamomo —que
nadie supo definir con certeza si exótico o nauseabundo— antes que ese mismo
espejo, hecho mil añicos, recogiera la sombra de un hombre que salía del hotel
y que, por resultar casi invisible a la vista de los transeúntes, nadie regresó
a ver, a pesar de su más que evidente trastorno).
Encontré al niño sentado en el mismo sitio pero con una
expresión acorralada en los ojos. Me habló, con la misma voz del teléfono (la
voz aflautada que me advirtió), una voz que no articulaba el español, que a lo
sumo sabía repetirlo. Con señas le expliqué que no entendía guaraní. Me señaló el
corredor con la mano. La urgencia del momento me hizo descender a tropezones,
la encontré en la última habitación. Blandía como una consumada acróbata las
esmeraldas sobre su cuerpo desnudo. Las piedras, como un mecanismo barroco de
aflicción, transitaban chocando contra algo que antes no estaba allí. El lustre
nuevo de la codicia era bromo. Me sentí el perpetrador de una escena que no
debía presenciar. Desde la puerta observé a esa réplica de mi amor que reía con la misma
espantada carcajada de Narcisa.
Supe, sé, que en sus libros encontraré un bálsamo; que acertaré
en descubrir qué dosis de artemisa o esclarea o hisopo impregnado con ramas de
enebro provocarán su regreso. Mientras tanto espero en un estado de perfecta
vacuidad donde Horacio me enseña
ciertas palabras en guaraní, del mismo modo que yo lo entreno en las artes del
secreto, las huellas dactilares y el aroma de la verdad. Es un arreglo donde hemos
hallado acomodo. Solo lo perturba, en ocasión, el rumor de una risa estridente
que pareciera llegar del corredor de una estación con un solo
tren que nunca acaba de partir.