viernes, 21 de diciembre de 2012

Cómo se siente estar allí, de Neal Ascherson

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Neal Ascherson
Publicado originalmente en London Review of Books
Vol. 34 No. 15 · 2 Agosto 2012

Texto traducido por Nicolás Espinosa con la expresa autorización del autor y del London Review of Books.
Sobre el Autor 
Sobre el Traductor

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En unas cuantas semanas, si todo me resulta, podré tener acceso a mi archivo polaco. Cualquier periodista extranjero que visitara Polonia de forma regular durante el periodo Comunista debía asumir que el viejo Servicio de Seguridad le expediría un dossier. El mío está ahora en el Instituto Nacional de Memoria en Varsovia; y puedo leerlo. No sé qué contiene. Mucha basura irrelevante, sin duda: los equipos de vigilancia deben justificar sus gastos. Pero sobre una cosa estoy preparado: los reportes a la policía secreta por parte de gente a quienes consideré amigos míos o al menos buenos conocidos. Algunos “objetivos” encuentran la idea de tales reportes tan horrible y estresante que prefieren no verlos para nada.  Mi mirada es diferente.

“Polonia Popular” fue la tierra en la que Ryzard Kapuściński vivió, pero de la que salía en cada oportunidad. Algunos hombres y mujeres detestaron que el régimen hiciera de ellos negociantes de ocasión: si el precio a pagar por un pasaporte para asistir a una conferencia en París, o el precio de tener como amigo a un extranjero occidental fuese visitar a cierto Mayor Kowalski ahora, y luego inventar algunas perogrulladas inofensivas… el precio es muy barato. Unos cuantos de mis amigos admitieron ésto y bromearon al respecto. Otros lo guardaron delicadamente en silencio. Fueron informantes reacios, no espías profesionales decididos a atraparme. Sabiendo eso, confié en ellos.

Pensé que Kapuściński estuvo en otra suerte de categoría. Nos encontramos pocas veces, la mayoría de ellas en Varsovia, y lo aprecié como un amigo. Quizás estuve equivocado. Fue encantador, atento, siempre mostró un aparente interés en lo que tuvieras que decir. Aun así, Artur Domoslawski observa en su biografía que esa sonrisa, calurosa y cómplice, fue igual para todos. No puedo recordar apartes de lo que él dijo, tal vez porque no hablo mucho. Kapuściński fue uno de esos raros periodistas cuya forma de escuchar hacía que la gente se abriera y hablara. Para esto es que éste elusivo hombre usaba su sonrisa: para prestar atención y ser curioso mas allá de sí mismo. Pero Kapuściński no sólo fue un tipo esquivo sino que también tenía muchas cosas qué evadir.

La primera vez que supe de él fue gracias a periodistas occidentales que cubrían África. A ellos también les gustaba. Era un tipo exótico, pues venía del entretelón de la Cortina.  Era informal y divertido, trabajaba para PAP, la agencia polaca de noticias y, aunque estaba permanente en quiebra, el calor del momento lo envolvió poniéndolo a bordo de vuelos privados o sorteando oficiales de fronteras alarmados por un pasaporte polaco. Un “camarada”. Algunos norteamericanos cuidaban sus lenguas cuando él merodeaba por ahí. El resto imaginaba que “Richard” probablemente tuvo que firmar algún sucio pedazo de papel para poder salir de Polonia: así que ¡qué diablos!

Después de leer el notable, exhaustivo y en ocasiones preocupante libro de Domosławski, la fácil tolerancia del autor –así como la mía- hacia las actitudes de Kapuściński cambian. En primer lugar, ésta tolerancia nace del paternalismo. ¿Fueron acaso todos los Polacos así, tan alegremente cínicos? Mirando hacia atrás, más de veinte años después de que el sistema cayera, cada vez parece más evidente que los contactos de mis amigos con la gente del “Servicio” fueron en ocasiones humillantes y en otras tan aterradoras que ellos prefieren no admitirlas. Segundo, pareciera que “pagar el precio mas bajo” no fue precisamente el caso de Kapuściński. Es cierto: si no hubiera aceptado hacer trabajos de inteligencia, no le hubiera sido permitido viajar al extranjero; no hubieran existido “El Emperador”, ni “Sha de Shas” o  “La Guerra del Fútbol”. Pero, de hecho, Kapuściński fue un colaborador consciente. Tras morir en 2007, su archivo de inteligencia fue abierto y mostró sus contribuciones con algunas cosas de poco valor, arguyendo que estaba demasiado ocupado para hacer las veces de espía. Pero mientras estuvo en América Latina, por ejemplo, suministró varios perfiles y detalles de figuras sobre quienes, se pensaba, trabajaban para la CIA. Hizo esto porque en este punto de su vida –finales de los 60´s- todavía era un leal, aunque fastidiado, miembro del Partido Comunista. Estaba al tanto de que el Comunismo Polaco se estaba convirtiendo en unas ruinas corroídas, pero todavía creía –de manera apasionada y romántica- que había una guerra mundial entre el imperialismo y la gente trabajadora de los continentes pobres del sur. No había lugares intermedios. Perder la oportunidad para moverse en contra del opresor significaba ponerse de su lado.

Su archivo no muestra de forma aparente que Kapuściński haya informado sobre amigos colegas. Hay un caso en donde entregó una conversación con un polaco en el exilio, una mujer quien había sido forzada a salir del país durante las purgas anti semitas de 1968. Incluso este episodio resulta ambiguo: ella quizá pudo haberle indicado que pasara por alto sus críticas sobre algunos miembros del partido y él incluso pudo haber estado de acuerdo con ella. Pero Domoslawski esté en lo cierto al sentir que  Kapuściński estaba violando las fronteras morales y profesionales del periodismo. Es precisamente porque el periodismo y el espionaje guardan una semejanza superficial que no se pueden mezclar. Decirle a un embajador lo que has visto o escuchado puede ser inofensivo: escribir perfiles sobre personas para un servicio de inteligencia no solo es una cosa por completo distinta sino que además envenena el alma del periodista.

El libro de Domosławski fue publicado en Polonia en 2010 y de inmediato causo revuelo. Domosławski es un joven periodista que, como la mayoría de sus colegas, por años veneró a Kapuściński como el gran escritor y reportero que fue. Él se volvió –o hizo de sí- algo así como su discípulo favorito: aquel que visitaba constantemente al maestro en casa o quien le entrevistaba para distintos medios. Ante tales demostraciones de intimidad se hizo posible la empatía con la viuda de Kapuściński, quien de manera  infructuosa intentó bloquear la publicación del libro. Resulta afortunado este fracaso. El libro de Domosławski evoca un gran esfuerzo biográfico, no solo porque haya viajado alrededor del mundo tras la pista de Kapuściński, sino porque reabre esos dilemas sobre la integridad y la conciencia que aun resultan dolorosos para cualquier periodista que intente reportar el gran mundo de finales del siglo XX.

Son dos las preguntas claves sobre Kapuściński. La primera es acerca de su escritura. ¿Inventó las situaciones? ¿Construyó los testimonios, dijo haber estado personalmente en lugares que no estuvo, describió escenas que nunca sucedieron? Si así fue, ¿acaso dijo mentiras en sus reportes rutinarios como corresponsal de la Agencia Polaca de Prensa y de periódicos polacos? ¿O acaso se guardó para sus libros ese estilo de “reporte literario” en donde la recreación e incluso la manipulación de los hechos fue hábilmente usada para crear una realidad “mas verdadera que la verdad”?  La segunda pregunta clave es acerca de su política: ¿qué fue lo que hizo y dijo cuando era joven y cómo lo ocultó después?  Pero aquí es importante anotar una diferencia en el énfasis dado a estas dos preguntas claves. Para los extranjeros, en especial para los anglosajones, el verdadero problema sobre Kapuściński es la veracidad. ¿De qué manera debemos leer libros como “El emperador” (basado, según él, en entrevistas con la corte de Haile Selassie tras la caída de su imperio) ahora que parece poco probable que esas entrevistas hayan tenido lugar tal cual él las describe?

Para Domosławski, como joven periodista polaco que escribe tras un periodo de horribles falsedades atizado con cuestiones sobre quién hizo qué durante el pasado comunista, el asunto más importante es respecto a la política de Kapuściński. Cómo un adolescente que creció en un país que sin quererlo fue sometido a ser un satélite soviético, se convirtió en un joven fanático de Stalin. Siendo un líder de la Juventud Comunista que acosó a la gente para que votase en los remedos de elecciones, escribiendo poemas para el Tío Joe (Stalin), no fue más que uno de esos jóvenes activistas rojos llamado por la mayoría de los polacos con el sobrenombre de pryszezaty, “los ampollados”. En años posteriores, Kapuściński blanqueó ese periodo pretendiendo haber asumido una actitud política hasta 1956, el año en que Polonia rompió con el estalinismo. ¿Qué tanto conoció acerca del terror y la represión en los comienzos de los 50´s? Después de todo, los padres de algunos de sus compañeros de clase fueron a prisión, y una joven que conoció fue a la cárcel por un chiste. Con todo esto, ¿cómo hizo este ardiente activista de la Unión Soviética para contribuir a ocultar las realidades de los Gulags y las purgas, siendo que casi todo polaco supo sobre alguien deportado para ser esclavizado tras la invasión soviética de 1939, o de alguien tiroteado en la masacre de la élite polaca en Katyrl? Aseguró no haber tenido conocimiento de nada. Pero como amigos que eran, Domosławski dice que “tuvo que haber sido todo un tonto para no saberlo”.



Y Kapuściński fue todo menos un tonto pues en términos políticos siempre estuvo alerta. El “octubre polaco” de 1956 lo convenció de que a pesar de las terribles “distorsiones” El Partido era reformable y que una forma de socialismo más abierta y tolerante podría emerger. Al igual que algunos de sus colegas empezó a escribir un llamativo periodismo de denuncia sobre los abusos en Polonia (“la escuela polaca de reportaje”), pero no fue sino en los movimientos de liberación de África y Asia en donde dice haber redescubierto el más puro fervor revolucionario que tanto Polonia como el imperio Soviético fallaron en mantener vivo. Para estar seguro de que tendría un pasaporte para regresar al extranjero, mantuvo buenos términos con sus poderosos amigos en el aparato del Partido.  Una ventaja de estar siempre al otro lado del océano fue el hecho de perderse varias crisis internas en Polonia y no tener que tomar riesgosas posiciones. Cuando la presión creció sobre la revista Polityka, calladamente dejó de escribir para esta, sin importar que sus editores le publicaran y apoyaran durante años. Cuando su mayor protector en El Partido, el no tan virtuoso Ryzard Frelec fue preso durante las purgas de “judeo-estalinistas”, no dijo nada.

Para 1980, el año de la revolución de Solidaridad, ya había perdido su esperanza en el régimen. Estaba resignadamente seguro que los tanques rusos llegarían pronto, pero se dejó arrastrar por la marea de emoción e incluso – con una inesperada falta de consideración  –le devolvió su Carnet de Miembro a El Partido. Después de 1989, cuando el comunismo polaco abdicó, rápidamente se subió a la ola de entusiasmo general por el libre mercado pero pronto regresó a posturas de izquierda para criticar la globalización y la división entre sociedades que ganan y otras que pierden creadas por el neoliberalismo. Sus zigzags políticos no fueron inusuales. En los 60`s y 70`s buena parte de la oposición a los regímenes post-stalinistas en Polonia y Checoslovaquia fue liderada por hombres y mujeres que aunque en su juventud fueron rabiosos stalinistas, luego se dieron cuenta que sus ideales marxistas fueron traicionados. Kapuściński fue diferente solo en su reluctancia para tomar posiciones criticas con el patronazgo del Partido (podría significarle no más pasaportes para África o América Latina) y en la manera angustiosa como intentó conciliar su pasado cercano.

En las última década de su vida estuvo claramente aterrorizado con que su expediente de colaboración con el régimen polaco saliera a la luz, lo que ayudaría a explicar sus más llamativos juegos con la historia. Cuando El sha fue traducido al inglés en 1985, 15 páginas del texto original –páginas que describían la desastrosa conspiración de la CIA para deponer a Muhammad Mossadegh- se perdieron. Kapuściński insinuó que los editores norteamericanos exigieron esa supresión. Ellos negaron de forma vehemente haber hecho tal sugerencia. Tras una larga pesquisa, Domoslawski le dio la razón a los editores. Concluyó que Kapuściński entró en un periodo de paranoia, propio de la lógica de la “Europa oriental”. Al sospechar que la CIA ya sabía de su rol encubierto con la inteligencia, Kapuściński temió que al exponer el trabajo sucio de la CIA en Irán en 1953 la agencia pudiera tomar represalias exponiéndolo como un “espía comunista”. En ese caso, su nuevo y gran suceso en occidente, “El emperador”, se volvería cenizas.



Domoslawski hace una lista de otros problemas de veracidad. Los reportajes que Kapuściński hiciera para su agencia están hechos de forma debida, acompañados de análisis y opinión. Es en sus artículos de larga factura, y en las anécdotas que el cuenta en sus libros exagera de forma habitual, algunas veces cambia detalles para ganar efectos. Pareciera no ser cierto, por ejemplo, que él estuviera esperando la ejecución de los mercenarios Belgas en el aeropuerto de Usumbura; otros periodistas seguidos por  Domoslawski dicen que nada de aquello pasó. Cuando Kapuściński le dijo que estuvo en Ciudad de México para la masacre de 1968 o en Santiago para el golpe en 1973, la verdad es que el estuvo en México “un mes después” y en Chile un par de años antes. En Bolivia, escribió una escandalosa, colorida pero muy imprecisa historia acerca de un editor rebelde; pudo haberse encontrado fácilmente con éste hombre pero –y no fue el único periodista en hacerlo- no quería hechos para construir una gran historia. Cuando una amiga le señaló que la revuelta en Tanzania sucedió en un lugar y manera diferente, Kapuściński le gritó: “¡Tú no entiendes nada. No estoy escribiendo para añadir detalles: lo importante es la esencia de la materia!” Algunas veces esto funciona. En la Uganda de Amín describió el horror de un grupo de africanos quienes capturaron un pez gigantesco, de dimensiones monstruosas gracias a que devoraba los cuerpos tirados al Lago Victoria. Kapuściński sabía que esta historia no era verdad: el pez fue una variedad de Parca del Nilo introducida al Lago que creció comiéndose las especies nativas. Y aun así la historia supo capturar exactamente la terrible atmosfera de esos cuentos de pesadilla. De nuevo, dudas bien fundadas acerca de si en realidad entrevistó a los cortesanos de El Emperador, y si acaso este emperador habló en realidad de forma tan melancólica y filosófica que permitió que el libro se convirtiera en un revelador reporte de la forma “medieval” como era, se sintió y funcionó.

¿Literatura o periodismo? ¿O reporte literario? La tradición del “lenguaje inglés” sostiene que venderle a los lectores una ficción disfrazada de hecho verídico siempre estará mal.  Pero en la vieja tradición centro europea, donde Kapuściński tuvo varios predecesores -incluyendo el gran reportero “trotamundos” Egon Erwin Kisch- se asume que los lectores quieren tanta entretención y encanto como información. Jugar con la realidad para hacerla mas vívida “como si fuese estar allí” estaba bien para los lectores de Praga o Viena. Incluso hoy podría sugerir que los amigos polacos de Kapuściński están mucho mas intrigados en sus archivos políticos que en juzgar su juego con los hechos. Al releer las primeras páginas de Domoslawski, tengo la impresión que él asumió la misma línea. Solo cuando se dio cuenta que para los lectores “extranjeros”, en especial los anglosajones, estaban angustiadísimos sobre las sospechas de los “inventos y exageraciones” de Kapuściński, fue que se decidió a investigar.

Todos los periodistas –no solo Kapuściński, y no solo aquellos de países no democráticos- en ocasiones son tentados por la ornamentación, a resaltar un poco esos detalles significativos, mejorar las citas quitando esos detalles aburridos. Las fronteras éticas en el periodismo son tenues y resultan oscuras, pero no hay duda que Kapuściński –quien escribió para publicaciones y lectores que no tenían forma de corroborar lo que estaba diciendo- los sobrepasó cuando les vendió sus creaciones como hechos reales. Así como también omitió eventos por razones políticas. En 1975 pareció haber descubierto, antes que cualquiera, que los cubanos empezaban a enviar tropas a Angola durante la guerra civil: una gran historia. Pero pudo haber dañado “la causa” al lanzar la noticia, así que esperó hasta que se hiciera “oficial”. Este tipo de decisiones no ocurren necesariamente entre periodistas “izquierdistas”. En los años 90, durante el asedio de Sarajevo, reporteros extranjeros pro-bosnios, casi todos, supieron  cómo era que las armas y municiones entraban a la ciudad. Accedieron entre ellos a no usar la historia. ¿Autocensura o “periodismo comprometido”? Kapuściński estuvo comprometido de forma apasionada e incluso usó un fusil durante la lucha en Angola cuando estuvo al lado de los revolucionarios del MPLA (para se justos, el declaró que fue en defensa propia). “No creo en el periodismo imparcial”, escribió alguna vez. “No creo en la objetividad formal. Un periodista no puede ser un testigo indiferente, debe tener la capacidad para… tener empatía. El denominado periodismo objetivo es imposible en situaciones de conflicto. Los intentos de objetividad en estas situaciones conducen a la desinformación”.

La “empatía” de Kapuściński, el talento por el cual fue admirado y, para ser franco,  acerca del cual se jactaba, era el estar detrás de bastidores en los campamentos de refugiados “escuchando” a la gente normal. Le gustaba estar bien lejos  de los que siempre buscan a la prensa y era difícil de encontrarlos pues estaba pasando las malas con la gente del lugar. Hizo del periodismo algo fascinante. Pero tuvo una debilidad por los estereotipos exóticos que distorsionaron “la verdaderamente existente” África o América Latina que encontró. Jhon Ryle, un antropólogo y escritor que conoce sobre África oriental cono nadie en Gran Bretaña, ha sido brutal con Kapuściński: “A pesar de la vigorosa posición anticolonialista de Kapuściński, sus escritos sobre África son una variedad de literatura colonialista contemporánea, una especie de remedo del orientalismo…  Aquí los hechos no fueron sagrados; estamos ante un juego en donde somos libres de opinar y generalizar acerca de ‘África’ y los ‘africanos’ ”.  Domoslawski apoya el veredicto de Ryle con algunas prosas absurdas tomadas de Ébano: “Tampoco existe la Historia más allá de la que sepan contar aquí y ahora. Nunca nacerá esa que en Europa se llama científica y objetiva, porque la africana no conoce documentos ni censos, y cada generación, tras escuchar la versión correspondiente que le ha sido transmitida, la cambia, altera, modifica y embellece. Pero por eso mismo, libre de lastres, del rigor de los datos y las fechas, la Historia alcanza aquí su encarnación más pura y cristalina: la del mito.” Han pasado casi 60 años desde que el gran antropólogo Meyer Fortes dijera que eso de que “África no tiene historia” e incluso entonces, cuando fui estudiante, sabía que tales palabras eran un sinsentido.

Kapuściński solía argüir que siendo originario de la Polonia de la segunda guerra mundial, con su larga historia de subyugación, de haber sido colonia de poderes extranjeros y territorio de heroicas insurrecciones, tenía él una especial percepción del tercer mundo incompatible para los occidentales. Pero eso es incierto. Es cierto que Kapuściński se identificó fácilmente con los movimientos de liberación nacional. Algunas veces diría que la pobreza rural e ignorancia de Pinsk, el pueblo en Bielorusia donde su familia vivió, era casi africano. Pero el ser polaco no le permitió precisamente entender África. Todo lo contrario: más bien esas experiencias africanas le dieron luces sobre lo que estaba sucediendo en Polonia. Para sus artículos y libros usó tales paralelos sin misericordia.

Es bien conocido que cuando escribió su trilogía sobre tiranos – El emperador, Sha de Shas y Amín (que nunca terminó)- estaba evadiendo la censura para producir satíricas alegorías sobre el régimen de Edward Gierek, que tomó el liderazgo de Polonia en diciembre de 1970.  El tema más amplio fue la inutilidad de los esfuerzos económicos de “desarrollo” sin reformas políticas. Pero el libro de Domoslawski muestra que las alusiones de Kapuściński fueron mucho más precisas. El Emperador inició como una serie de entregas en Kultura, y pronto todo polaco perspicaz se encontró divirtiéndose con una burla del gobierno de Gierek en la forma de las ambiciones  de Haile Selassie: “su majestad nunca concertó citas sobre la base del talento de una persona, sino exclusivamente con el fundamento de la lealtad”. Kapuściński cautivaba a sus lectores al escribir sobre cómo esos jóvenes etíopes que viajaban al exterior y regresaban “llenos de ideas desviadas, posiciones desleales”, al mirar a su alrededor, balanceaban sus cabezas y decían “¡Oh dios, cómo ha podido existir algo como esto!” Algunas veces, simplemente, inventaba: cuando Girek propuso una monstruosa barrera sobre el río Vístula, sucedió que Haile Selassie había anunciado represas sobre el río Nilo: “¿Cómo podemos construir represas, el confundido asistente gruñía, cuando las provincias están hambrientas, la nación esta paralizada?”

El hecho de que Kapuściński pudiera seguir adelante con todo esto lo convierte en un héroe literario en su país, muestra que la Polonia de Gierek fue un lugar relativamente tolerante, a no ser que fueras un trabajador en huelga.  En su casa, y durante las pausas de su trabajo disfrutó de una vida de placer más que de lujo. Con esa atracción fatal hacia las mujeres (esa sonrisa íntima, su aura de fascinante atención) participó  en un largo patrón de pequeños affaires: tres meses de adoración continuos que luego cambiaban su rango hacia la amistad. Hubo una amante de larga duración, a quien Domoslawski entrevistó con la condición de no decir su nombre, y también estuvo Alicja, su siempre sufriente esposa. Se casaron jóvenes en 1952. Su única hija, Zojka, quien así se llamó en honor a un mártir soviético, un partisano, abandonó Polonia tan pronto como pudo. Alicja se resignó con sus romances y largas ausencias y lentamente asumió ser el soporte vital para Kapuściński. Se ha dicho que cuando su carro se varó en medio del tráfico de Varsovia, en vez de intentar repararlo por sí mismo llamó a Alicja. Por suerte, ella tuvo otra vida como una pediatra respetada en el hospital de Varsovia.

Domoslawski ha escrito un libro que es una suerte de cuento con una triple advertencia: sobre el periodismo comprometido o no, sobre la compleja trama política sobre la que los polacos más inteligentes hicieron su vida en el siglo XX, sobre la capacidad de los seres humanos de creer su propia ficción y guardar secretos para sí mismos. El autor, aunque termina reconociendo la estatura de Kapuściński como escritor y aunque guarda en su memoria el reconocimiento hacia él como amigo, termina sorprendido con lo que halló. Con una de las antiguas amantes de Kapuściński, dijo: “fue un hombre complejo que vivió en un tiempo complejo, en distintas eras, en varios mundos”.

No se trata de un gigante de la moral. Tras leer su biografía, es buena idea releer sus libros. En especial sus trabajos sobre África, sobre la guerra o sobre la pobreza. La relectura de “Otro día más con vida” la hice de un solo tirón hasta terminar su maravillosa escritura, la que considero un sensitivo y observante diario de una guerra Africana. Ryle tiene la razón en cuanto al Orientalismo ingenuo en algunos escritos de Kapuściński cuando este se decide a generalizar. Probablemente decoró y acomodó algunos detalles de la lucha en Angola, pero como reportero que fui en una de esas guerras, puedo decir que Kapuściński supo capturar “cómo se siente estar allí” como nadie más pudo. Y fue Kapuściński, como siempre, el que se dio cuenta de algo aparentemente insignificante para todos pero que cambiaría la vida de África: las botellas plásticas con agua. Kapuściński hizo una lista de las consecuencias tras el arribo de estos envases. Las botellas eran más baratas que los viejos tarros metálicos, eran ligeras, fáciles de cargar los kilómetros que separan las casas de los pozos. Siendo livianas, podían ser llevadas por niños: antes de eso el agua era cargada casi siempre por mujeres, pero ahora son manadas de niños quienes van hacia los pozos o molinos mientras las mujeres pueden hacer otras cosas durante el día. Finalmente, los contenedores plásticos podían dejarse en el camino a la espera del camión cisterna. A diferencia de las canecas metálicas, las plásticas son tan baratas que nadie se las roba. “Ahora… tú pones tus baldes en la fila y buscas una sombra para esperar, o vas al mercado o a visitar amigos”. Kapuściński no hizo lo mejor con emperadores, tiranos o secretarios de comités centrales. Con los contenedores plásticos y mujeres altas entre el polvo y bajo el sol, hizo lo que un periodista se supone debe hacer, pero lo hizo mejor.

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Versión en inglés (utilizada por el autor para realizar su reseña): Ryszard Kapuściński: A Life by Artur Domosławski, translated by Antonia LloydJones

  • Verso, 456 pp, £25.00, September, ISBN 978 1 84467 858 7


Versión disponible en español: Kapuscinski non fiction. Artur Domoslawski. 

  • Galaxia Gutenberg, 2010, ISBN 9788481098884


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Imágenes: Kapuscinski en Angola, 1975, y en su biblioteca / Portada El Emperador, Editorial Anagrama. Tomadas de Google Imágenes.
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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