A la llegada de Julio Cortázar a París hubo una actividad que le tomó casi todo su tiempo: visitar museos y conocer de primera mano los grandes pintores que desde Buenos Aires veía en malas reproducciones de revistas. Estas asiduas visitas fueron definitivas en el entrenamiento de su mirada, una actividad que siempre fue una gran preocupación del argentino.
Por Camilo Hoyos
En la primavera de 1952 Julio Cortázar descubrió París. Su llegada el año anterior, a comienzos de invierno, supuso una desolada situación de la cual no logró salirse fácilmente. “Hasta ahora creo que me duele París”, le escribirá ese mismo mes a María Jonquières, y hay poco de exageración poética en esa afirmación al conocerse su precaria situación de estudiante becado recién aterrizado en París. Pero con la primavera llega la aventura callejera, que no cobra billete de entrada; con la primavera los interiores domésticos son desechados y la calle se convierte en la sala de estar, dadora de eventualidades y encuentros. “Hay que estar aquí para comprender cómo nace una mitología, una poesía de la primavera.”, dirá en abril de 1952. La mano deja el libro sobre la mesa de lámpara para luego los pies llevar al cuerpo entero al otro, al de la ciudad. En ese mismo abril le escribirá a Eduardo Jonquières: “Leer, en París y en abril, es tarea de sordomudos”. Para rematar al mes siguiente: “La sola idea de quedarse encerrado en una pieza resulta impúdica, de modo que la vagancia es, como la poesía, un lujo necesario.”La vagancia callejera y la poesía exigen un elemento común: la mirada aguda. Leer un poema (así como una novela o un cuento) encuentra su misma ejecución en el desciframiento de la calle: de sus personajes, las situaciones a partir del azar, los encuentros inverosímiles y las tremendas casualidades que invitan a vivir en otro orden, en otro tipo de lectura. La ciudad fue el laboratorio donde la mirada de Cortázar aprendió a “rondar del lado de allá”, como reza un verso de García Lorca, uno de los más recordados por el argentino. Pero hubo también otros campos, que ofrecían lo que en Buenos Aires apenas podía adivinar en malas reproducciones en revistas de arte. En París podía conocer de primera mano la pintura, entendida en su más amplia acepción. Los museos se convirtieron en destinos imprescindibles; la contemplación de la pintura en un rito inexpugnable. En octubre de 1952 le escribe a Eduardo Jonquières: “Devoro cuadros y museos, necesito ver y aprendo a ver, y un día sabré ver.”
Resulta sorprendente leer en las cartas que le envía a Jonquières la fijación con la que Cortázar le reseña todas las exposiciones de arte que visita en París, y en el cortísimo viaje que realiza a Londres, ambos en la primavera del ‘52. Esta asiduidad en los museos no era nada nuevo; en alguna carta le dice a Eduardo que durante su primera visita a París, cuando viajó algunos meses en 1949, había ido muy pocas veces al Louvre: apenas diez. Retoma las visitas, acompañadas, días o semanas más tarde, del catálogo personal que terminaban siendo las cartas a Eduardo. Curiosamente no encontramos largas referencias literarias, y no muchos proyectos de escritura: vemos sobre todo una fija disciplina por la pintura y la escultura.
En alguna carta le dice a Eduardo, antes de comenzar la enumeración de pintores y obras, que “me siento un poco cruel al hacerte la crónica”. No era para menos. La de Londres describía los Piero della Francesca, Uccelo, Sasetta, Lorenzetti, Tiziano, Tintoretto, Dirk Bouts, Memlings, etc; desde París, habla de los Picasso, Braque, Ozenfant, Bonnard, Miró, Duchamp, Chirico, Ernst, etc; Esta lista no representa siquiera un ápice de todos los pintores que revisa y reseña. Hay algo, además, que resulta sorprendente: la memoria fotográfica con la cual recuerda cada uno de los cuadros vistos, con sendas reflexiones en el momento de evocarlos, y con descripciones mínimas de la composición de algún otro. No en vano hacia febrero del mismo año, consciente del peligro que corría su manera de mirar cuatro meses después de vivir en París, sentenció: “Quiero que la maravilla de la primera vez sea siempre la recompensa de mi mirada.” Las descripciones gozan de eso mismo, de la euforia de la primera vez.
Pero no sería únicamente la pintura en el museo: las salas griegas y egipcias del Louvre también hicieron de las suyas en los primeros meses de Cortázar en París. La importancia del rito resulta fascinante. Las salas griegas con sus Hera de Samos, Apolos arcaicos y Apolos Sauróctonos le toman gran tiempo de sus visitas. Como ocurre ante la asiduidad de éstas, en poco tiempo aparecen los amigos, viejos conocidos de la ceremonia del museo: un dios entre sirio y fenicio (“Este tipo y yo somos muy amigos”, dirá), cuyo “rostro de una crueldad increíble está estilizado al extremo.” Al frente suyo, otro, de carácter animal: un león amorfo de piedra, “al que siempre le meto la mano en las fauces con una estremecida sensación de desafío.” No resulta difícil imaginarse al recién llegado Cortázar con sus casi dos metros de altura atravesando con sus largas zancadas las amplias galerías del Louvre, revisando citas con amigos en su agenda imaginaria. Luego es sencillo: llegar a casa y a través de la evocación epistolar traer todo de nuevo, y describirlo como si hubiera sido el aplicado estudiante de artes que tomó anotaciones en una pequeña libreta mientras caminaba el museo. No creo que hubiera sido así. Se trata de la maravilla de la primera vez frente al cuadro, la primera vez dentro del museo, la primera vez en la ciudad de París. Así como le dirá a Joaquín Soler Serrano que hay versos que uno lleva tatuados en la piel (el de García Lorca es uno de ellos), hay otros cuadros que luego resultan tatuados en la retina. Sólo a partir de la contemplación de la mirada de otro (es decir, de un cuadro, de una novela, de un poema), se forja la propia. La mirada se entrena a partir de las otras, para luego crear su propio fuego creador y destructor.
Cortázar no fue devoto de André Breton, pero conoció bien su obra y postulados. Pueda ser que la antipatía que le despertaba el Breton-personaje-público (“Su Santidad André I”, como se mofa en alguna parte) hubiera logrado aprisionar al Breton-poeta. Pero el francés se había referido ya al gran poder de la pintura como itinerario hacia una nueva mirada, que se generaba a partir de lo que llamó “el ojo en estado salvaje”: es decir, un ojo que se niega a acostumbrarse a su visión, se niega a caer en la monotonía, y sobre todo se niega a formular juicios a partir de ideas ajenas como lo pueden ser la moral, la religión o lo social. “Hay lo que otros han visto, dicen haber visto, y que por sugestión logran o no logran hacerme ver”, escribió; “hay también lo que veo de manera diferente de como lo ven todos los demás, e incluso lo que empiezo a ver que no es visible” para sentenciar después. Ese “hacer visible lo invisible” fue en Cortázar no solamente una preocupación sino una conquista. Y fue en aquella primavera de 1952 cuando comenzó a forjarse ya de manera definitiva.
La contemplación de la pintura fue tan importante como la lectura en sus años europeos. No en vano en 1954, desde Italia luego de haber terminado la traducción de los cuentos de Poe, le escribirá a Eduardo: “He absorbido tanta pintura en este año que en París voy a dedicarme seriamente a leer. Sueño con pilas de libros en inglés y francés y español.” Cortázar supo desde siempre que el verbo leer no se conjuga únicamente en la literatura. El gran pensador es aquél que con los “mil ojos de Argos” logra inmiscuirse en el otro lado de las cosas, y desde allí relatarnos su experiencia.
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