Por Gabriel Jiménez Emán
Estaba quieto, casi oculto, mirando desde la biblioteca el ambiente del cuarto de estudio, a medida que se iluminaba desde el exterior con los rayos del sol que empezaban a entrar por las ventanas entreabiertas. Una suave brisa matutina entró por los postigos de las ventanas y removió algunas hojas en los escritorios cercanos. La luz hizo un movimiento repentino y cubrió con fuerza casi todo el estudio, dejando ver los estantes de libros.
La puerta principal del estudio comenzó a abrirse, empujada por la mano del hombre que entró en ese momento, y entonces lo percibió de cuerpo entero. Se le quedó observando: le veía débil, cansado, quizá enfermo, incluso abatido. El hombre se sentó en la silla giratoria del escritorio principal y estuvo tentado a encender un cigarrillo pero lo dejó, triturándolo contra el cenicero sin encenderlo.
Tomó un control remoto que estaba cerca y lo accionó para encender el tocadiscos que estaba empotrado en la biblioteca, de donde surgió el sonido tenue de una música de guitarras. Fue hacia la ventana y terminó de abrirla, para respirar mejor el aire de la mañana y observar un rato el jardín donde había distintas flores, caminerías zigzagueantes y pinos perfectamente podados. Se escuchaba a lo lejos el canto de los gorriones.
Se devolvió en dirección a una pequeña nevera, de donde sacó un vaso, le colocó un hielo y vertió de una botella un chorro de whisky hasta la mitad, que luego removió con el dedo índice y probó, con gesto de satisfacción. Se quedó mirando las estanterías de libros y desde ahí detuvo la mirada justo en la que sabía se encontraba. Se acercó a ella y sacó sus lentes del bolsillo para verlo mejor.
Lo tomó y abrió. En ese instante el libro comenzó a leerlo.