lunes, 16 de junio de 2014

Leer novela, por Ernesto Gómez

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"Fue práctica normal en los colegios de Bogotá y de Medellín execrar del género novelístico en bloque y exaltar a los poetas románticos, especialmente si eran católicos. Satanizada la novela, ésta perdió lectores masivamente." ARTICULO

Por Ernesto Gómez-Mendoza


Como lector de novelas recientemente he descubierto el valor de la atmósfera, especialmente atmósferas enrarecidas. Como la que envuelve a K, en El proceso, creada por el mismo K, por su conducta, sus reacciones, dentro de un velo de ambigüedad, o niebla paródica. En Dostoievski también es importante que el personaje se mueva dentro de una atmósfera cargada. A veces basta el tono, los manierismos y las peculariedades mentales del narrador intradiegético para lograrla. El caso de El jugador. Previamente disfrutaba este aspecto sin saberlo, ahora soy consciente cuando sucede, y de la actividad del novelista para plasmar la atmósfera de su novela. El descubrimiento puede ser tardío: el lector siempre aprende cosas nuevas, cosas de esta naturaleza. Parece que la novela es un objeto que cambia de forma según el punto de vista y el método empleados en observarla (según el instrumento de examen). Parece que, acorde con su carácter parergonal, digresivo, polifónico, resiste formidablemente la reducción categorial. Esta naturaleza desbordante e indeterminada demarca el sino especializado del lector de novela, una creatura híbrida. Su sino explica en parte por qué el público lector de novelas resulta frecuentemente menguante o inestable: toma tiempo descubrir el sujeto un poco masoquista que es uno como lector de novelas, y cuando se descubre se puede preferir la vida en otra parte, con mayores certidumbres y rituales de menor duración.
Es refrescante la actitud de los ingleses: son ávidos consumidores de novelas, y no se toman muy a pecho la empresa de dilucidar su naturaleza. Sus novelistas ofrecen un producto que en lo esencial permanece el mismo por debajo de retoques en la fachada o reformas en algunas partes del edificio. Otra suerte es la que corremos acá, del otro lado del Atlántico. Y cómo si se ha dicho, no se ha escuchado, o no se ha comprendido en todas sus consecuencias, volvamos a decir por qué en esta orilla, es todavía más complicado ser lector de novelas.
Puedo adivinarlos, a aquellos que comienzan a rascarse la nariz o la oreja y emitir quejidos de inconformidad, ante mi insulto a la comunidad que presuntamente no solo lee copiosamente –como indicio de su protuberante modernidad- sino que lee novelas y las digiere y las hace parte de su ADN. En la cuestión, uno de los bandos es el de los nacionalistas: ellos sostienen que en Colombia no sólo se escriben muchas novelas sino que se comen como hamburguesas; son los mismos que creen que Gabriel García Márquez y sus conmilitones del mítico Grupo de Barranquilla se mantenían en una generosa dieta de novela: y esto los hace fundadores de la recepción maravillosamente articulada de los artefactos novelescos en este país emergente. Estos son los autores novelescos canónicos de El telón, el libro de Kundera: Henry Fielding, Miguel de Cervantes, Balzac, Dostoyevsky, Lawrence Sterne…para qué la lista completa, en sus memorias García Márquez confiesa haber leído tan solo al ruso. No ha sido un desaforado consumidor de novelas. Fielding y Lawrence Sterne delatan al lector de novelas excéntrico, pedante y algo masoquista de la modernidad y también de la posmodernidad. Eran autores muy estudiados por Stendhal, otro productor novelesco poco leído en este país, por el Grupo de Barranquilla o por cualquier otra cofradía o hombre libre.  Leer a Stendhal implicó para mí tomar El rojo y el negro sin permiso, del closet de mi madre en cuyos secretos yo no debía meter la nariz. Pero no pude resistir la tentación de meterme en esa atmósfera de camisones  y medias de seda, y cajitas con píldoras, gotas y comprimidos, fotografías, una cámara, y también dos tomos de las obras completas de Guy de Maupassant, tan prohibido como la inmortal novela stendhaliana, cuya atmósfera complicada era demasiado para un niño de once años que soñaba con hacer un túnel que comunicara su casa con la casa colindante, casa de un amigo que vivía atónito con la idea del túnel, que era cosa más bien de Julio Verne.
Esta experiencia puede ser la raíz de mi entusiasmo por la novela, y de mi manía y mi fetichismo novelescos. Y héme aquí, tras una vertiginosa serie de actos fallidos, convertido en lector de novela colombiana y de cosas más tabú que las que plasma Stendhal en Rojo y negro. Estoy disfrutándolo porque los novelistas menores de cincuenta años de este país ya saben hacer surgir una atmósfera de la virginal página (¿virginal pantalla?) y saben hacer que el lector la respire.
El lector no es un arribista. No es un lagarto, ese personaje colombiano que por adaptarse al medio vive por fuera de sus medios, para adular a los influyentes y a los encumbrados y obtener algún beneficio o casar bien a su bella hija. No, el lector no quiere casar a su hija con Balzac ni con Ricardo Silva Romero. Le basta con casarse con Madame Renal o con Madame Bovary. Es esa importante figura que puede hacer que la novela sobreviva como girón de la modernidad y lubricante de la posmodernidad porque se enamora de Madame Bovary o de Juana Villegas, la distraída, la caperucita roja de la novela Parece que va a llover, novela colombiana de un novelista de cuarenta años. ¡Un bebé!

¿Qué es la novela?

Cuando el profesor hace esta pregunta está propiciando un momento histórico en la vida de los estudiantes. Este momento quedará impregnado del sabor especial de una pregunta verdaderamente filosófica, de impronta existencialista. No Importa la respuesta. Más importan las amistades que esta pregunta dará al traste. Y los noviazgos que provocará. Existe un atajo para obviar esta peligrosa pregunta y es preguntar ¿Qué es el personaje? No parece muy consistente, pero el atajo consiste en decir que la novela es algo que no puede existir sin un héroe, un personaje. Que lo que hace la novela es modelar una figura cuyas palabras, gestas y maniobras poseen un sentido, el sentido novelístico. Hombre, sin personaje no hay novela.
Pongámonos, pues, de acuerdo. La Novela es un tipo especial de discurso; un discurso ficticio referido a las andanzas de un personaje, y un discurso que es enunciado mediante el personaje o héroe. Parece Perogrullo, pero no. Sino, preguntémonos ¿Cuáles son los grandes personajes de la novela colombiana? ¿Figuras semejantes a Sancho Panza, Lazarillo de Tormes, Tom Jones, Werther, Julián Sorel, Emma Bovary o Stephen Dedalus? Uno puede decir “es un Stephen Dedalus”. ¿Es lo mismo que decir es una Niña Getmo? ¿un Horacio Cova? Un canon de la novela vale lo que valen los héroes que se agitan en su seno. Y en sus atmósferas novelescas.  Es muy raro hoy, pero en el pasado los títulos de muchas novelas valiosas eran el nombre de la heroína o héroe. Clarissa, Eugenia Grandet, Tristram Shandy, Cándido, Effie Briest, David Copperfield, Anna Karenina, Babitt, El gran Gatsby, Doctor Zhivago, Rabitt. Las novelas son el resumen de un ego que entra y sale de atmósferas. El novelista es un esa clase de persona capaz de sentirse vivo escribiendo sobre un ego fantástico, copiado de la realidad. Una especie de corredor de fondo. Por eso el novelista produce tanto respeto. Hasta es un copietas de Dios. Eso es la novela. Si no inspira ese respeto no es un novelista.

Más sobre la lectura

Un primer factor es un elemento hispánico bastante contradictorio, respecto del libro, que se reprodujo en la élite dominante. Se respeta, y al mismo tiempo se teme al libro. La actitud es el legado de un imperio español que percibió los libros como amenazas y saboteos a su conservadurismo y oscurantismo. Felipe II prohibió la impresión de novelas en el nuevo mundo, dentro de esta óptica inquisitorial. En la era republicana, en los regímenes liberales y radicales del siglo xix, en que se hizo retroceder a la Iglesia católica como rectora de las almas en Colombia (y beneficiaria de las donaciones de almas codiciosas del cielo) el libro pudo ser visto de otra manera y hubo un interesante movimiento cultural de recepción literaria que duró hasta que la Iglesia recuperó las posiciones. En la llamada Regeneración (1886-1899), un presbítero se hizo famoso porque construyó una lista de “Buenas y malas novelas”, reservando la calificación de buenas para los libros más insólitos y curiosos y condenando la novela de origen francés en bloque y la vacilante novela peninsular realista y naturalista. Fue práctica normal en los colegios de Bogotá y de Medellín execrar del género novelístico en bloque y exaltar a los poetas románticos, especialmente si eran católicos. Satanizada la novela, ésta perdió lectores masivamente. Muy pocos querían ser los pocos libertinos expuestos al linchamiento moral de la parroquia. Para que meterse en más líos: a leer versos se dijo. No se era cachaco bogotano si no se recitaban de memoria poesías de compatriotas, de franceses y de peninsulares (algo parecido sucedía en los otros países de estos Balcanes latinoamericanos).
Esto es más grave de lo que parece. Si lo ponderamos como se debe, explica la pereza actual por leer novelas.
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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