Julio Pulido / @ignotolegris
Aún recuerdo el temblor vergonzoso en mis manos y el sudor en mi cuerpo. La orquesta dispuesta en habitual grado de solemnidad y el público clavando sus ojos y oídos como verdugos. La claridad del corno inglés, -engreído pariente del clarinete- y la flauta traversa en diálogo matutino de la obertura Guillermo Tell. Y yo allí, temblando, pensando en por qué no había escogido los timbales, el bombo, los platillos o incluso el tambor.
Siempre había sentido vergüenza, debo confesarlo, al levantar un triángulo de cara al público. Una vergüenza aprendida y enseñada. Al fin y al cabo no se ingresa al Conservatorio, ¡a la Universidad Nacional! para tocar un simple triángulo. La supervivencia de siglos y su temple no le bastaron para sobrevivir a mi vergüenza.
En febrero de 1855 el sonido del triángulo fue protagonista por primera vez: finalizaba el invierno y como anuncio de la primavera se le escuchó desgarrar suavemente los primeros compases en el tercer movimiento del primer concierto para piano de Frank Liszt. Treinta y un años antes Beethoven había introducido de manera inusual el triángulo en el cuarto movimiento -coral- de su novena sinfonía pero en acompañamiento del Bombo y los platillos. Liszt tuvo la valentía que nadie había tenido antes: hacerlo protagonista.
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Solo hay que imaginar el mágico recorrido de su insignificancia por los laberintos del tiempo. La festiva perfección heredada de su sistro abuelo, pasando de las manos de Bast y Seth, en el antiguo Egipto, a las manos guerreras de Turcos otomanos, para luego aterrizar en los hipnotizadores ismos de la música occidental. Siglos y siglos de correrías sin evolución lo ponen, sin duda, como el gran victorioso de todas las épocas.
Pero ahora yo temblaba. De frente al público, sentado dentro de la orquesta escuchaba el jugueteo de las cuerdas (violines, violas, chelos, contrabajos) y los cobres (Cornos, trombones, tuba) en su trabajo de armonizar el lento dialogo, al que se tenia que sumar la voz de ese artefacto sobreviviente que me tenia acorralado.
De repente, y como por inercia, el triángulo sonó. Su voz me fue fácil. Su susurro desgarro la sala. Fue en ese preciso momento en que descubrí lo esencial de su presencia, la dificultad de la simpleza.
La simpleza de lo perfecto, de su geometría, de su facilidad. La misma que irónicamente se convierte en su propia derrota.
Hoy en día los perfectos y modernos aparatos musicales usados en el mundo antiséptico de las escuelas de música eclipsan a los pequeños instrumentos que osan pisar los terrenos de la evolución.
Triángulos, panderetas, castañuelas, sonajeros, cencerros, platillos y un gran etc. son puestos en una vergonzante categoría inferior que se interioriza por quienes pisan el acartonado terreno de la academia.
Es un reflejo de la perfección desmedida, el morbo por lo actual que destierra el error y la sorpresa contenida en lo sencillo, en lo poco pretencioso. Como lo plantea William Ospina: Una ciega sed de lucro, una urgencia de rendimiento, un discurso de la eficiencia y el crecimiento hacen que aquí y allá cunda la tentación de la monstruosidad.
Mi experiencia con el triángulo es clara muestra de cómo la atracción por la monstruosidad nos esclaviza y crea huellas profundas en nuestros pensamientos y opiniones. El apocamiento que sentí en ese momento es la misma que se experimenta cuando nuestro teléfono celular no cumple con los requisitos de los aparatos “inteligentes” que aparecen en televisión.
Se nos esta olvidando la capacidad de maravillarnos con lo que nos da el mundo, con las formas de las nubes, con la música de las palabras bien dispuestas, con las sorpresas que nos llegan cuando caminamos desprendiendo nuestros ojos del piso.
Un triángulo, un grupo de tambores tocando en la séptima o una papayera en cualquier esquina de tarde fría es un asunto de maravilla. Es la honestidad del gozo, de la simpleza, en este caso, de hacer y vivir la música por el simple hecho de hacerlo y gozar de ella. Me culpo por esa honestidad.
Encontrar lo extraordinario que contiene lo ordinario es una actitud que nos puede salvar. No tenemos necesidad de más esclavitud si rompemos nuestras vergüenzas.