Uno
de los primeros recuerdos que tengo es sentada en un sofá con mi papá, comiendo
cheetos y viendo un partido de la selección Colombia. No me pregunten qué
partido era. Es posible que ese sea el génesis de mi afición por el deporte
rey.
Vivía
en Medellín y estudiaba en un colegio musical, aunque parecía de régimen
militar. Practicar deportes era prohibido, imagínense si nos lesionábamos, no
podíamos tocar. Un tendón levantado en un dedo y adiós violín por quince días. Ese
era el argumento, a fin de cuentas era un colegio de música y estaba implícito
en el contrato que si uno se matriculaba allí, era esa disciplina la que debía
prevalecer.
Yo
no tenía talento para tocar violín, ni para leer partituras, ni para nada
relacionado con la música, es más, me retiraron del coro del colegio porque
físicamente no podía afinar. Me hicieron ir a un otorrinolaringólogo para que
hallara el problema. Tenía nódulos en las cuerdas vocales. Cantar nunca iba a
ser una posibilidad para mi -poco me ha importado, yo grito y malcanto cuanta
canción se me atraviesa por la cabeza o suena en el carro-.
La
censura que tenían el colegio contra los deportes terminó significando nada
para mi. Como no había canchas de ningún tipo, armaba arcos con piedras o con
botellas o con lo que hubiera a la mano. Fue ahí, en la portería, donde inició
mi pasión por jugar fútbol. Los tres palos y unos guantes Diadora amarillos que
me regaló mi abuelo me llenaban de emoción: yo iba a ser como Mondragón.
La
verdad, el cuento de ser arquera me duró muy poco. Pronto, llegué al medio campo
y de ahí no me volví a mover jamás. Cuando tenía siete u ocho años le dije a mi
mamá que quería entrar a una escuela de fútbol, que quería entrenar. Ella, se
puso a la tarea de inscribir a la pequeña pelirroja en una, pero no fue
posible. Las niñas no juegan fútbol. No me recibieron en ninguna.
Después
de eso, como dice Sabina: la vida siguió como siguen las cosas que no tienen
mucho sentido. Yo solo quería jugar fútbol. Por fortuna, para mis intereses
futboleros, mi papá decidió aceptar un trabajo en otra ciudad y así, partió
toda la familia para Armenia. Había pasado un año del terremoto y les juro que
hubiera preferido vivir en cualquier parte del mundo que allí. La diferencia
entre la capital paisa y la quindiana era del cielo a la tierra.
El panorama
mejoró cuando fuimos a visitar el colegio al que íbamos a entrar mi hermana y
yo. Era feo, les confieso, pero no tenía ni un instrumento musical a la vista y
la mejor parte era que tenía una cancha de fútbol. UNA CANCHA DE FÚTBOL. No lo
podía creer.
Desde
que entré a estudiar ahí, mi vida fue diferente. Ahora podía jugar fútbol. Allí,
me puse mi primer uniforme, estrené mis primeros guayos (antes jugaba en tenis)
y también nos llevaron al primer partido que vi en un estadio. Era Quindío vs
América, yo tenía unos doce o trece años -desde eso mi animadversión por el
rojo de Cali ya estaba ahí-.
Entrenaba
dos días a la semana con el equipo del colegio, jugaba los interclases con mis
compañeras de salón, jugaba los intercolegiados y jugaba cada vez que podía.
Llegaba a mi casa después de clases o de entrenar y seguía pegándole al balón. Era
disciplinada y tenía talento (modestia aparte), a diferencia de la música, lo
que fuera para fútbol me era innato.
Veía
a las niñas de la selección Colombia de fútbol, yo ya estaba en décimo de
bachillerato, y me veía a mi. Me veía con la amarilla jugando por el mundo,
pero no sabía cómo se llegaba allá. En Armenia no había equipos de mujeres. Era
un imposible. Tampoco sabía que podía buscar una beca en el extranjero para
estudiar y jugar fútbol. Eso lo supe cuando ya era muy tarde.
Cuando
entré a la universidad, el fútbol casi que salió de mi vida. Una vez me
inscribí para el torneo de micro de la facultad, aunque nunca me gustó el
micro, para volver a las canchas. En el segundo partido me desgarré el muslo y
fue el fin, nos eliminaron y no pude jugar más. Me dediqué después al tenis y a
montar en bici. Ambos deportes en los que no necesitaba reunir dos equipos de
mujeres, que déjenme decirles, era una empresa jodida.
Anoche
vi la primera final profesional de fútbol femenino en Colombia, un estadio con
33.000 espectadores. El Campín de Bogotá estaba lleno. Un marco digno de un
partido de últimas fases de torneos internacionales. Me emocioné tanto, no se
imaginan cuánto. Las chicas jugaron a un nivel altísimo, un despliegue de
profesionalismo y talento. Mis ídolos habían sido Mia Hamm, Marta, Yorelis Rincón,
Abby Wambach, Caril Loyd y Alex Morgan. Pero estoy segura de que pronto se agregarán
otras figuras, aunque ahora tendrán nombres más familiares.
En
el 2017 se creó en Colombia la liga femenina de fútbol. Tuvo inicio el 19 de
febrero, hicieron parte dieciocho equipos, se jugaron 104 partidos, participaron
futbolistas de Argentina, Paraguay, Uruguay, Venezuela, Brasil, Chile, Estados
Unidos, Puerto Rico, Trinidad y Tobago, Costa Rica y Guatemala. Fue una
revolución trasnacional. Además, contamos con árbitros mujeres, avalados por la
FIFA, que ahora aparecen en la baraja para el próximo mundial.
Finalmente,
Independiente Santafé se coronó como el primer campeón de la Liga Águila
femenina. Sin dudas, fue el equipo más sólido de todo el torneo. Sin embargo,
lo más llamativo para mí ayer, fueron las entrevistas que les hicieron a las ganadoras al final del
partido. Las historias de cada una de ellas habían sido similares a la mía. El
fútbol se les había hecho esquivo, pero de alguna manera lograron vencer
cualquier barrera para dedicarse a este deporte. Les confieso que lagrimeé casi
una hora, mientras las escuchaba, veía nuevamente imágenes del estadio -lo que
pareciera ser un récord mundial: mayor cantidad de espectadores que pagaron por
entrar a un partido de fútbol de mujeres-. La victoria de Santafé es la
victoria de todas las niñas colombianas que quisimos practicar este deporte y
que pudimos hacerlo o no. No importa. Ese era el sueño de todas y cada una.
Ahora,
queda esperar que la segunda edición del torneo, programado para 2018, sea igual
o mejor que este. Esperamos que los equipos profesionales de Colombia (aunque
será obligación para 2019) que aún no tienen versión femenina como Nacional,
Millonarios, Cali o Junior, la constituyan. Ojalá logremos ser un referente internacional
y podamos acoger a todas aquellas que no tienen forma de jugar en sus países
porque no hay equipos. Cuando la Liga se consolide, vamos a tener selecciones más
fuertes, mejores jugadoras. Podremos pretender seriamente perseguir un mundial.