jueves, 21 de junio de 2018

Resistir: El Gárgamel que llevamos dentro

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Lo que se debe de divertir Dios, que ve todo.
Jules Renard

Por Jhon Isaza

Hace poco vi por sugerencia de un amigo una conferencia del filósofo Daniel Dennett y por primera vez supe algo que, escuchado ahora con el megáfono del llamado democrático, parece un susurro o una arenga de Dios a nuestros oídos siempre obstruidos por la cera de las convicciones. Se trata del síndrome de Anton, que es a su vez una variedad de anosognosia: un trastorno neuronal que se caracteriza por la incapacidad del paciente para percibir, para reconocer, digamos, su propio déficit sensitivo, motor o cognitivo, es una incapacidad de darnos cuenta de nuestras incapacidades.


Casos de anosognosia se encuentran, por ejemplo, en pacientes con Alzheimer. El anosognósico está como minado, tiene la certeza de que no le sucede X  pero parece que no le queda fácil saber que en efecto le sucede X, pues la certeza de no tener X es precisamente en lo que consiste su anomalía, es una bella metáfora del amor-amor, y seguro que ha sido un manjar simbólico para los psicoanalistas y Ricardo Arjona.

Como el amor o el odio, la anosognosia tiene un actor importante: el otro, el que no tiene la anomalía, el que nos ve con ternura, mofa o preocupación. Es el otro el que hace evidente que algo falla, y en tanto más absurdo sea para éste lo que se rechaza, tanto más complejo será el caso. Al parecer fue el filósofo romano Séneca  quien registró por primera vez para occidente lo que podríamos considerar un caso del síndrome de Anton, y en adelante muchos otros. Sólo por tomar uno cualquiera, en 1895 el ruso Constantin von Monakov se refirió a un paciente al que una lesión le causó ceguera cortical. Lo maravilloso del síndrome es que el paciente, como la mujer que observó Séneca, era incapaz de reconocer que estaba ciego. Es decir: son ciegos, llevan días, semanas, meses estando ciegos, pero no saben que están ciegos. Es como lo que les pasa a algunos feos y que ojalá le pasara a uno con la pobreza. “Cuesta creerlo, pero sucede -dice Dennett-, (…) sí es posible, y no es gente estúpida ni son locos, simplemente son víctimas de algún desorden cerebral”. Allí viene otro dato que seguro nos interesa aclarar: no se trata de una negación de la ceguera, la negación implica la consciencia, el reconocimiento de X. Las víctimas tardan días, semanas o meses en darse cuenta de que están ciegas, entre tanto: fabulan, ensayan, intentan una explicación para lo que les sucede: su cerebro les hace ver cosas que a lo sumo sólo pueden recordar o que son simples ilusiones, y marionetas de sí mismos, como todos, se mueven en el mundo no con la torpeza y fragilidad del novato en lo extraño, sino con la pericia y dominio de los ciegos que ven, de los ciegos que llevan tiempo ya en el imperio del tacto y el olfato.

Volvamos a Dennett un momento. La razón por la que inició hablando de la anosognosia es porque le interesaba un caso más popular que la negación de una enfermedad: se trata de la negación del ateísmo (tranquila señora, señor, no voy para allá, y por lo menos por hoy el tema me tiene sin cuidado). Resulta que junto con la profesora Linda Lascola se dio a la tarea de investigar si era posible encontrar personas que, aunque sostenían las creencias pilares del ateísmo, no supieran que lo hacen, o no las reconocieran en un primer momento como creencias ateas, y creyeran, por ejemplo, que son cristianos, o católicos o musulmanes, en fin. Aplicaron encuestas e instrumentos para levantar información con un grupo aleatorio de sacerdotes y pastores, y encontraron algo encantador: que un porcentaje simbólico de ellos sostiene creencias que no tienen nada que ver con las creencias que sus feligreses suponen que deberían tener, con las creencias que se supone de hecho que deberían tener, o con las creencias que ellos mismos, bajo un análisis sencillo, podrían reconocer en, por ejemplo, los pilares del cristianismo. Encontraron que hay personas que no creen lo que creen que creen, que hay algo así como ateos en secreto dentro de ellos, lo que podría también fácilmente sugerirnos que es probable que dentro de un ateo haya un cristiano secreto.


Entonces Lascola y Dennett siguieron usando una expresión simple, sugerente, tímida y sutil como un dardo: “podría ser que fueras un ateo si…”. Armaron una lista de las creencias prototípicas de un ateo, de las actitudes básicas que mueven al ateo, y fueron a la gente evaluando si quizá la gente se reconocía en ellas. Por ejemplo, si un creyente suele evitar escuchar argumentos adversos a sus creencias porque los considera peligros para su fe, entonces dicen Lascola y Dennett: bien, si temes que tus certezas se muevan con el suave viento que causan las palabras, podría ser que fueras un ateo. Hallaron, por ejemplo, que solo el 44% de los cristianos encuestados cree que Jesús sea hijo (l i t e r a l m e n t e) de Dios, que los otros cristianos ni siquiera entienden la expresión en un sentido simbólico, metafórico; Lascola y Dennett dicen: si eres de los cree que la expresión “Jesús es hijo de Dios” es una expresión simbólica o metafórica, entonces podría ser que fueras un ateo.

Antes de abandonar el tema les mostraré unos datos que me interesan más para lo que me gustaría que evaluemos, y les recuerdo que estoy diciendo todo esto pensando más en los líderes sociales que matan en Colombia a granel, que en Dios o en las iglesias, no es por el ateísmo que me interesa el tema, sería un enamoradito necio si me preocupase por dos cosas a las que les somos indiferentes. Verán: ese asunto de la lista de las creencias que se supone que tenemos, comparado con las que realmente tenemos, nos debe llevar un paso más adelante: a la acción. En 2011, el profesor Richard Dawkins informó en un especial para el Magazine New Statement , que con base en el censo de 2001, en Gran Bretaña, el 70% de los encuestados eran cristianos, que con un margen de error del 2% ese valor ha caído al 54%, que por lo menos la mitad de esa población no ha ido a ningún servicio religioso en el último año, que el 16% no lo ha hecho en los últimos diez años, y que un 12% de los cristianos no ha ido a un servicio o culto religioso en su vida. Ahora abandonemos la conferencia de Dennett, véanla si la curiosidad les pica , y centrémonos en ese asunto: en la relación que los humanos tenemos entre nuestras creencias y aquello que estamos dispuestos a hacer por ellas.



¿Cuál es el límite de mis creencias?

Hablaremos un momento de esa relación entre las creencias y los actos, y luego les contaré una historia, después de eso les propondré un jueguito sencillo, y al final verémos si soy capaz de llevarlos a evaluar si quizá, quizá ustedes y yo, seamos menos virtuosos y más villanos de lo que creemos que somos, o de lo que nos gusta reconocer que somos. Quizá “villano” no sea la expresión adecuada, digamos entonces que es posible que el camino nos obligue a pensar que tal vez no somos lo que creemos que somos.


I. Haría todo por ti


En un libro del filósofo y antropólogo Jesús Mosterín titulado Lo mejor posible, racionalidad y acción humana, el español dedica un capítulo a la comprensión de las creencias humanas. Considera necesario que analicemos con algo de detalle qué entendemos por creencias, y cómo se relacionan éstas con nuestra vida mental, con nuestra vida social y cómo su conocimiento nos puede permitir hacernos una mejor figura de los hombres. Llega a algo que es como encender una hoguera en el cuarto oscuro de nuestra mente, dice que cuando asumimos una creencia, es decir, cuando el razonamiento es de la forma x cree que p, queremos decir no sólo que x en efecto cree que p es verdad, sino “que x tiene una disposición a comportarse como si p”[1] . Traduzcamos eso:

i) La estructura básica de una creencia es x cree que p. Esto lo podemos ver con sencillez en cualquier manifestación que incluya una creencia, reemplazamos x por el sujeto que tiene la creencia y p por el contenido de la creencia, por ejemplo: Germán cree que denunciar a la Registraduría por fraude es ir en contra del Estado. También podríamos decir: Germán cree que es superior a los pobres. Se cumple la fórmula: x cree que p. Sencillo.

Ahora, el paso dos:

ii) No es común que si x cree que p, x no crea que p es verdad. Esto es una obviedad. Si Marta Lucía cree que A es un buen hombre, por ejemplo, entonces ella cree que es verdad que lo es, no tendría sentido que yo crea que soy bello y crea que es mentira que soy bello, si yo creo que soy bello creo entonces que no me miento, creo que es verdad que soy bello. Ahora bien, hablamos de la verdad de la asunción de mi creencia, no de la verdad del contenido de mi creencia. Es decir: hablamos de la sinceridad. Porque bien puede ser que Marta Lucía crea que A es un buen hombre a pesar de que A está dispuesto a destrozar la naturaleza a cambio de dinero, o está dispuesto a perjudicar a sectores pobres de una población haciendo su vida menos ociosa, y aunque Marta Lucía sabe esto (información que podría hacer creer justificadamente a otra persona que A es un miserable), no obstante esto, ella está sinceramente convencida de que A es un buen hombre. Alguien podría preguntar: ¡¿pero cómo es posible que alguien crea que un hombre que usa en nuestra contra el poder que le damos para que nos haga bien pueda ser un buen hombre?! Es una pregunta que nos hacemos millones, y que otros millones deben responder, pero por ahora el caso triste nos sirve para entender la fórmula.

Paso tres:

iii) Esto no cuenta como un paso, sino como una condición del paso dos. Si x cree que p, entonces x tiene razones para creer que p. Las cosas que creemos las creemos por algo, y ese algo es una amplia y resbalosa gama de posibilidades, que van desde las evidencias y los razonamientos a los presentimientos, los sueños, las pesadillas, lo que digan RCN, Caracol, María Fernanda Cabal, Alejandro Ordóñez o el Jesús que en 2011 se apareció en el trasero de un perro, lo mismo da. Veamos un ejemplo simple: a) Vicky cree que A es un buen hombre, b) Vicky cree que es verdad que A es un buen hombre, y c) Vicky tiene una razón por la que cree que A es un buen hombre, pero esa razón es significativamente problemática: Vicky ha escuchado hablar durante los últimos veinte años a A y él siempre tiene adecuado tono de voz, menciona a Dios, y habla bien de sí mismo. Entonces Vicky cree justificadamente que A es un buen hombre. El problema reside allí, en la justificación de las creencias de Vicky: el asunto es que no es suficiente con tener una justificación o una serie de justificaciones para defender con furia y sangre nuestras creencias, nuestras justificaciones deben ser adecuadas. La justificación de Vicky, no obstante, podría ser mejor, o peor. Por ejemplo, si fuera mejor, podría haber recogido testimonios sobre el comportamiento de A con las personas a las que ha dirigido los últimos 20 años, supongamos eso, entonces Vicky podría haberse encontrado con que ninguna de ellas tiene algo malo por decir al respecto de A, que A siempre ha usado su poder para hacer el bien, proteger a las comunidades, permitir el desarrollo social, moral, cultural y político de los ciudadanos que le han elegido, y que nunca ha hecho cosas abyectas como ordenar masacres, o asesinar sistemáticamente a sus opositores, nada de eso dirían, porque A es un buen hombre. Entonces sabríamos que Vicky tiene una justificación adecuada para decir que A es un buen hombre. O Vicky pudo haber tenido peores razones: podría creer que A es un buen hombre porque tenía ese presentimiento desde que lo vio por primera vez en la Antioquia de su infancia, o porque un amigo pastor se lo dijo, o porque le encantan los hombres canositos como A, en fin, Vicky podría ser como algunos miles de colombianos que justificamos nuestras creencias con una debilidad directamente proporcional a la fuerza con la que las defendemos.

Cerremos con el paso cuatro:

iv) Y aquí está la hoguera de Mosterín: para que tengamos una relación adecuada con nuestras creencias, digamos que para que estas sean creencias legítimas, debo estar dispuesto a actuar a la luz de ellas. “(…) el que yo crea p significa, entre otras cosas, que tengo una disposición a actuar como si p fuera verdad. Por eso, si alguien dice que cree que p y luego pensamos poder inferir que se comporta como si p no fuera verdad, concluimos no que se equivoca, sino que nos engaña. Ponemos en duda no su conocimiento de sus propias creencias, sino la sinceridad de sus manifestaciones.” Es simple: si yo creo que para que haya un cambio en el país todos debemos trabajar por él, y creo que esto es verdad, entonces yo debería trabajar por el cambio, no sólo decirle al país “Haría todo por ti”, sino hacer efectivamente algo (estrictamente hablando, debería estar dispuesto a hacer todo, signifique lo que signifique), de lo contrario estoy engañando a aquellos a quienes manifiesto mi creencia, y en ese caso debería decir entonces que: 1. No creo que el país necesite un cambio, porque los que sufren y mueren no me interesan, o 2. Creo que el país necesita un cambio, creo que es verdad que haría todo por mi país, y no estoy dispuesto a hacer nada por esa creencia, lo que es lo mismo que volver a la fórmula 1: No creo que el país necesite un cambio.

Pasa igual en la amistad o el amor, como parece que creemos que los sentimientos bellos se ven mejor representados con palabras tan grandes y vistosas como ellos, entonces las usamos con un criterio más estético que riguroso. Suena encantador decir: “con usté hasta la muerte Ramiro”, “yo por usted metería las manos al fuego una y mil veces”, “contigo, Tatiana, contigo hasta el fin del mundo y más allá”, en fin, espero que ya estén notando el problema de estas expresiones: en la mayoría de los casos estamos dispuestos, a lo sumo, a pasar rápidamente nuestras sensibles manos por el tibio calor de una llama pequeña, a lo sumo. En casos como estos parece que engañamos al otro, o nos engañamos superficialmente, y la forma de saberlo es cuestionándonos qué estamos dispuestos a hacer por lo que creemos, o por lo que decimos que creemos.

Lo importante aquí es que cuando asumimos una creencia, asumimos también la disposición a comportarnos como si creyésemos en esa creencia.

II. La historia

Hay un caso muy popular que promovió estudios que podemos asociar con la forma de razonar y proceder de los humanos en general, de los colombianos en particular, y específicamente de algunos de los colombianos que festejamos o lamentamos los resultados electorales desde tiempos inmemoriales. Sucedió a mediados de 1990, en Pittsburgh:

McArthur Wheeler, un hombre de 45 años, atracó dos bancos: los robos los hizo de día, y no se cubrió el rostro, lo que permitió a las autoridades identificarle. Eso fue lo curioso: que las autoridades creyeron que él no había hecho nada para proteger su identidad, pero se equivocaron, lo hizo: se echó zumo de limón en la cara. Lo que explica no sólo que al momento de la captura Wheeler tuviera los ojos hinchados y llorosos, sino también que se manifestara sorprendido: “But I wore the juice”, dicen que dijo a los policías, parpadeando desesperado. Y claro, nadie entendía qué tenían que ver el jugo de limón con su sorpresa por el arresto. Resulta que Wheeler creía haber realizado un hallazgo maravilloso: que el jugo de limón tenía la propiedad de hacerlo invisible. Mucha gente lo tomó por un tonto cualquiera, un retrasado que cree sin fundamentos disparates inconcebibles. Pero allí está también lo atractivo de todo: Wheeler no es un tipo común de imbécil, no es un caso simple de alguien con algún desorden mental, Wheeler es como muchos de nosotros, o no, no, nosotros, muchos de los colombianos que festejamos o crispamos las manos el domingo y todos los días, somos ante nuestras creencias como el viejo ladrón que creyó burlar la imposición perceptual de la materia con juguito de limón.

Por cosas del ocio, por una broma de unos amigos al respecto, y por la sobrevaloración de sus propiedades de alquimista, días antes del robo Wheeler había hecho un experimento: untó su rostro con zumo de limón y se tomó una fotografía, el resultado: nada, no salió nada, disparó, se tomó la foto, pero él no aparecía en ella: Wheeler había descubierto la alquimia de la invisibilidad. Al parecer hizo un par de experimentos más y el resultado fue el mismo: eso le dio la certeza, la tranquilidad, la convicción para hacer los robos, y la convicción fue tan fuerte que llevó consigo a Clifton Earl Johnson, un hombre de 43 años, convencido por Wheeler de las propiedades metafísicas del jugo y las mentales de éste.

No fue difícil para otros encontrar la explicación de la inicial invisibilidad de Wheeler: a) la cámara simplemente falló, b) él tomó la foto como no era, o c) afectado por el zumo y el flash, al momento de disparar Wheeler movió la cara de la posición calculada inicialmente, y por eso no aparecía en la fotografía. El asunto de todo esto es que el caso interesó al profesor David Dunning y a Justin Kruger, de la universidad de Cornell, y así surgió lo que se conoce como el Efecto Dunning-Kruger. La pregunta central del estudio fue algo como: ¿por qué las personas sostienen creencias, opiniones, y hacen cosas guiadas por esas creencias aunque no tienen idea de lo que creen o hacen, o aunque tienen muy pocas razones para creer lo que creen y hacer lo que hacen? Y el asunto es que parece que entre más incompetentes somos menos aptos estamos para darnos cuenta de nuestra incompetencia. Se trata de un caso muy parecido a la anosognosia : “Estos psicólogos concluyeron además que las personas incompetentes en cierta área del conocimiento: 1) Son incapaces de detectar y reconocer su incompetencia, y 2) No suelen reconocer la competencia del resto de las personas.” Es como si entre más grande fuera nuestra ignorancia en una materia mayor fuera nuestra disposición a creernos competentes en ella. No sé a ustedes, pero esa descripción (entre menos sabemos, entre menos razones tenemos para firmar que sabemos, con más fuerza lo defendemos y nos defendemos) me hizo recordar un porcentaje muy alto de mis discusiones con mamá, con las mujeres que han tenido la desgracia de quererme, y con mis estudiantes, pobres ellos, que no sabían todo lo que yo ignoro.


III. El jueguito: el Gargamel que llevamos dentro

Les propongo un jueguito simple: supongamos que podemos decir que existen dos tipos de personas (no es lo ideal, seguro alguno de ustedes quiere que existan tres o seis, pero, así como los candidatos presidenciales para segunda vuelta, dos es todo lo que hay), y supongamos que queremos llamarlos los Pitufitos y los Gargamelitos:

Los pitufitos son amigables, buscan bienestar en comunidad, aceptan y necesitan las diferencias y la desigualdad entre ellos, pero no desigualdades abismales, no, desigualdades sutiles, apenas lo suficiente para la evolución social en armonía, individual y biológica, son fundamentalmente criaturitas que se dan cariño y que se preocupan por ellos, por la naturaleza y por su entorno. Los gargamelitos, por el contrario, son criaturas egoístas, que viven regularmente alejadas de los pitufitos, son magos, alquimistas que tienen un propósito: enriquecerse, hacer oro, y para hacerlo necesitan la sangre de los pitufitos, su imposibilidad para destruirlos a causa de la hermandad entre los pitufitos ha engendrado en ellos un objetivo adicional: hacerlos sufrir, si no ahora, algún día, algún día, así sea lo último que hagan.


Bien, ahora pensemos algo: todos tenemos razones para creer que somos o pertenecemos a los pitufitos o los gargamelitos. Por ejemplo, es probable que yo quiera oro, y que a causa de eso crea que soy un gargamelito. O es probable que me guste la naturaleza, y a causa de eso crea que soy un pitufito, pero bien, es posible que mis creencias estén equivocadas, no que no quiera oro, no, seguro sí lo quiero, digo que es posible que yo crea equivocadamente que el hecho de que quiera oro me hace ser un gargamelito, y en esa medida es por lo menos posible que nos podamos decir a nosotros que votamos por Gargamel como nuestro líder porque él nos representa, porque soy como él, y que por eso cuando él dice Soy Gargamel y quiero ser su presidente nosotros vemos más de lo que otros ven, es posible eso, y es posible que nos estemos equivocando, que quizá pertenezcamos no a los gargamelitos sino a los pitufitos, a pesar del oro. ¿Cómo saberlo? Bien, dos vías: la relación que tenemos entre nuestras creencias y su justificación (Efecto Dunning-Kruger), y la relación entre nuestras creencias y aquello que estamos dispuestos a hacer por ellas (Haría todo por ti): si creemos que nos gusta el oro, pero no estaríamos dispuestos a hacer algo que afecte a otros por conseguirlo, entonces no nos interesa el oro más que el otro, así que tenemos más razones para sospechar que somos de los pitufitos antes que de los gargamelitos; o si creemos que nos importa el otro, pero seríamos capaces de aceptar cierto grado de sufrimiento causado a algunos que ya están acostumbrados a sufrir a cambio de un significativo beneficio personal, entonces, no estamos dispuestos a actuar a la luz de la creencia de que el otro es más importante que el oro, en ese caso tenemos más razones para creer que somos de los gargamelitos.

Otro ejemplo y ya: supongan que creemos que somos de los gargamelitos, le tememos a ese comunismo camuflado en la demagogia de la igualdad y el bienestar social, además, sabemos que Papá pitufo es también un alquimista, que guarda trucos, que su poder, como todo poder, puede ser usado para el mal, hemos soportado el mal de Gargamel antes y todo marcha bien, digamos, hemos aceptado el mal causado por Gargamel, así que seguro Gargamel podría seguir y nos evitaríamos el desastre de un mal que desconocemos, supongamos eso y que a causa de eso creemos que somos de los gargamelitos, y supongamos también que creemos que somos de los que lamentamos, con el corazón estrujado, los llantos de madres y niños causados por un villano sin rostro, supongamos que creemos que no gozamos con la tortura ajena, supongamos que a pesar de afirmar que pertenecemos a los gargamelitos, creemos que nos duele el otro, y adicional a nuestras creencias, procuramos el bienestar de los otros, somos justos en nuestros tratos, no buscamos sacar provecho de todas nuestras relaciones, asumimos no una vida ambiciosa sino austera, tranquila, y en nuestros actos se hace evidente que entendimos el igual valor de lo vivo, entonces, en ese caso: somos de los pitufitos.

Incluso en los casos más difíciles de la anosognosia parte del tratamiento consiste en enfrentar al paciente con sus creencias, con sus convicciones. Algo similar sucede en el caso del Efecto Dunning-Kruger, la única manera de curar la radicalidad con la que quienes están en el error insisten en no estarlo, es la salida programática y paulatina de la ignorancia: “La buena noticia es que este efecto se diluye a medida que la persona incrementa su nivel de competencia ya que también se vuelve más consciente de sus limitaciones.” Y allí está nuestra tarea, supongo, en lo que muchos llaman con burla y otros con un sancocho de impotencia y pasión y dolor y compromiso: la resistencia.

Resistir es oponerse, desafiar, y quizá no haya contraparte más importante a desafiar que al Gargamel que llevamos dentro, y al que llevan los nuestros, sépanlo o no, y es eso también lo fundamental de esto: que buena parte de los millones de colombianos que creen que A es un buen hombre, por ejemplo, padecen del Efecto Dunning-Kruger, de algún caso sutil pero increíblemente perjudicial de anosognosia (otra parte no, otra parte no ignora y sabe lo que es A, los que tienen pruebas para afirmar que A es un mal hombre pero no hacen caso a ellas o simplemente nos mienten, no sufren de algo distinto a villanía y complicidad; esa parte no cuenta, esa parte no leería este artículo hasta el final, así que hagámosla a un lado, como ella a nosotros). Como en esa profecía de Platón que es el hermoso mito de la caverna, la dificultad de la resistencia puede estribar en lo que se conoce como la falacia del costo irrecuperable, o falacia del Concorde: se presenta cuando alguien ha hecho una inversión en una empresa o un propósito, ha dado mucho de su vida en ello, ha depositado dinero, tiempo, sudor, y luego se da cuenta de que estaba equivocado, de que ese no era el camino adecuado, el error estriba en seguir a pesar del hallazgo, en proteger su inversión, su imagen, su palabra (yo dije que x y haré x cueste lo que cueste, es otra forma posible de esa falacia, a pesar de que el sujeto ahora sospeche que x es un error). Es algo así como la resistencia de la resistencia. En el Libro VII de La República, Platón pregunta a su amigo Glaucon qué pasaría a aquel que vaya a los hombres y procure enseñarles que quizá las cosas son de una forma distinta a la que los hombres han creído hasta ahora, “¿Qué crees que respondería ese hombre”, pregunta, “si se le dijese, que hasta entonces sólo había visto fantasmas, y que ahora tenía delante de su vista objetos más reales y más aproximados a la verdad? Si en seguida se le muestran las cosas a medida que se vayan presentando, y a fuerza de preguntas se le obliga a decir lo que son, ¿no se le pondrá en el mayor conflicto, y no estará él mismo persuadido de que lo que veía antes era más real que lo que ahora se le muestra? —Sin duda.”, se resistiría. Y luego le dice algo que voy a parafrasear: que en los últimos límites del mundo está la idea del bien, el conocimiento, digamos, que se percibe con dificultad; pero una vez percibido, una vez dejamos de creer como verdadero lo que es falso, y miramos atrás y reconocemos que estábamos engañados, como el hombre que intenta robar un banco creyéndose invisible, no se puede menos que sacar la consecuencia de que el conocimiento es la causa de todo lo que hay de bello y de bueno en el universo; y que en este mundo visible en el que la vida de muchos de nosotros es oscura y fría, el conocimiento es el sol que nos alimenta y alegra, es la estrella que nos muestra caminos donde antes sólo habían muros y destinos.

Quizá sí haya, justo ahora, justo para usted, lector, una salida para lo que los que no sabemos de sangre y balas y gallardía y oscuridad llamamos resistir: una práctica milenaria que podría ayudarnos a nosotros y a los otros a reconocer que quizá debamos y podamos hacer algo con el Gargamel que llevamos dentro. Dicen que sucedió hace 26.000 años, más o menos, dos neandertales salían en la mañana de una cueva en la que se refugiaban del frío en Asia central, después de kilómetros en busca de alimento se encontraron con un animal, los datos son imprecisos, y puede que haya sido un conejo o un caballo, el caso es que el animal había caído a una zanja, estaba levemente herido: un manjar para una especie omnívora. Se acercaron para destrozarlo, lo habitual, y algo extraño pasó en uno de ellos: miró sus manos y las comparó con las patas del animal, comparó el rostro, la piel, el tamaño, nada en él le permitía reconocerse, hasta que reparó en el jadeo, en el vapor que salía de sus fosas, en la mirada de aceptación de la fatalidad, en su incapacidad para resistir a fuerza de las tragedias constantes, y es como si hubiese entendido algo que aún no sabemos si los neandertales podían entender: ambos tenían en común lo fundamental, el ansia de vivir. Esa mañana los omnívoros no comieron carne, y el animal, que también podría haber sido un mamut, siguió libre, sin entender, claro, y menos solo.

[1] Jesús Mosterín. Lo mejor posible, racionalidad y acción humana. Alianza (2008). Pág. 173.

Imágenes: Chema Madoz
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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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