Lo primero que supe de las gemelas fue que se odiaban
mutuamente. Que cada una veía en la otra lo que detestaba de sí misma: que si
una pequeña desviación en el tabique nasal, que si el tamaño exagerado de la
boca y los labios, que si las pestañas algo cortas y escasas. Detalles que a mí
me resultaban sexis, funcionales, o a los que no les daba ninguna importancia.
Físicamente eran idénticas. Eso, y el hecho de que las dos
estuvieran interesadas en mí era lo único que tenían en común. Por lo demás,
eran radicalmente distintas. Raquel no sabía besar y nunca aprendió. Yo tampoco
perdí tiempo enseñándole y al final me acabó gustando esa mordida dada en los
labios con pasión.
Solía visitarme los viernes, cuando por algún motivo yo no
iba al bar. Los sábados eran de Alejandra, quien siempre traía consigo una
botella. A diferencia de Raquel, Alejandra sí sabía besar. Si me buscaba la
boca, yo le correspondía, pero por lo general no era mía la iniciativa. No sé
por qué, pero prefería entretener mis labios con sus senos, mientras que a
Raquel, que tenía los senos idénticos a los de su hermana pero no sabía besar,
le buscaba siempre los besos. No sabría explicarlo. Uno es así. Pero las
gemelas no eran tontas. Cada una sabía de la otra y creo que hasta sospechaban
que yo era un hombre de una sola mujer, que en algún momento tendría que decidirme. Las dos eran
herederas de un rico empresario y accionistas de varias empresas de la zona
industrial.
Vivían a las afueras de la ciudad, en una casa instalada
sobre un cerro, con piscina, vista al mar y todos los beneficios y caprichos de
una vida así. Al principio, cuando las llamaba a su casa, pedía que me pasaran
a una u otra por igual. Pero con el tiempo empecé a sentir predilección por
Raquel. No sé a qué se debía. De pronto a su manera de besar. A Alejandra la
había conocido primero, y el hecho de que fuera idéntica a su hermana y no
tuviera una razón de peso para no elegirla, me hacía pensar que de algún modo
la traicionaba. Por eso cuando Alejandra contestaba, por cortesía le hacía
pensar que la llamaba a ella. Entonces me convencía de que nos viéramos y yo
aceptaba, quedándome con mi hambre de Raquel.
Cuando al llamar contestaba la empleada, solicitaba siempre a
Raquel. Tras un par de meses así, decidí ponerle fin a esa situación. Llamé a
la casa y a las dos les dije lo mismo: que necesitaba que nos reuniéramos los
tres, que era enfermizo lo que estábamos haciendo, que me sentía mal por ello.
Cuando le dije a Raquel que me tenía que decidir por una, ella guardó silencio.
Cuando se lo dije a Alejandra, esta se burló de mí. No supe
qué pensar. Me dijo que no había problema, que el sábado en su casa, que ella
se encargaría de todo. El taxi me dejó al pie del cerro. Una de ellas me saludó
agitando los brazos desde la terraza. Imposible saber cuál. La alta puerta de
metal, accionada a distancia, abrió con un chasquido. El jardín simétrico, a
lado y lado del sendero que conducía a la casa, me hizo pensar en los
desconocidos mecanismos de la elección. En por qué una cosa y no la otra, frente a dos que son idénticas.
Me dije con rebeldía que nada era
idéntico a nada, que ninguna cosa se parecía ni siquiera a sí misma. En la
terraza abandoné esos pensamientos absurdos y me dejé conducir por la empleada.
Me llevó hasta el comedor, donde Alejandra esperaba ante una mesa bien
dispuesta. El tablero de la mesa, los cubiertos, las copas, todo relucía por
igual. La saludé con un beso que pretendí fuera en la mejilla, pero ella se
giró buscándome los labios y sutilmente me mordió. Sentí que se burlaba de su
hermana. —¿Y Raquel? —le pregunté. Ella hizo un guiño a la empleada, quien de
inmediato salió por una puerta lateral. —Entonces ya decidiste —me dijo, sin
ocultar su decepción. —No fue fácil —contesté, apenado y sin mirarla,
deslizando el índice derecho por el borde de un plato. Hubo un breve silencio,
roto apenas por la empleada que volvía con un marco rectangular de la mitad del
tamaño de un hombre. Lo colocó sobre la silla ubicada frente a Alejandra,
apoyándolo contra el respaldo del asiento. Era un espejo. Del otro lado de su
líquido impenetrable estaba Raquel, la gemela, imposible ahora. Al verla supe
por qué me gustaba, por qué la había elegido. Sentí un estremecimiento al saber
que de este lado estaba solo Alejandra, la hija única del empresario,
señalándome con sorna su propio reflejo, repitiendo como loca que ahí tenía a
mi chica.
RODOLFO LARA MENDOZA (Cartagena de Indias, 1973) Afirma no tener biografía sino solo poemas que hablan de un hombre dado a la tarea de rescatar de sí un poco de inocencia, de retornar al niño que una vez fue. Tiene publicados los libros de poemas “Esquina de días contados” (2003), “Y pensar que aún nos falta esperar el invierno” (2011), “Alguna vez, algún lugar” (2018) y el de cuentos “La gravedad de los amantes” (2016) con el que obtuvo el Premio Nacional de Libro de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander. Incluido en las antologías “El corazón habitado: últimos cuentos de amor en Colombia” (2010) y “Solo la herida: trece poetas jóvenes colombianos” (2013).
Rodolfo Lara Mendoza es el presente y el porvenir de las letras colombianas. No el único, pero si infaltable.
ResponderBorrar