Javier Zamudio
“X” y “Y” se inscriben a un taller de escritura
creativa dictado por “R”. Ambos han leído a “R”, es un autor de los que aparecen
en las páginas principales de los diarios y están convencidos de que este
taller es lo que necesitan para convertirse en escritores. Las vidas de “X” y “Y”
no son muy diferentes: tienen familias, empleos, cuentas por pagar, etc. Ambos
han llenado páginas, han rumiado ideas y han dicho a viva voz que están
escribiendo un libro. Cada tanto, en alguna reunión de amigos, tienen que
explicar cómo va la escritura de ese libro. Mienten la mayoría del tiempo.
Entraron al taller con “R” después de un proceso de
selección y pagar una tarifa considerable. No les importa el dinero abonado. Sólo
se fijan en su nombre en la corta lista de escritores seleccionados. Ven esto
como un primer triunfo. La puerta de entrada a un Olimpo reservado para unos
pocos.
El taller dura tres meses o un año. “X” y “Y”
asisten religiosamente. Hacen las lecturas programadas por “R”, realizan los
ejercicios de escritura, leen su trabajo al grupo, reciben comentarios,
corrigen, se reúnen con otros miembros del taller para leer, beber y compartir.
Antes de que puedan comprenderlo a cabalidad, el taller concluye. “R” es el más
contento por esto. “X” y “Y” prometen estar en contacto. Un poco dubitativo, “R”
hace lo mismo. Sabe que no tiene mucho tiempo y no le interesa, puede terminar
con su bandeja de correo llena de “¿Podrías darme una opinión sobre esto?”. No
cree en la utilidad de los talleres literarios. Lo ha dictado porque necesita
ganar dinero.
“X” y “Y” se reúnen durante los siguientes meses, se
escriben, se envían fragmentos. Dejan de escribirse. La amistad se convierte en
un presentimiento. Después de un tiempo, “X” publica un libro. “Y”, en cambio,
deja de escribir.
Esta historia es un cliché. Incluso, se podría hacer
una amplia recopilación de anécdotas similares. Sin embargo, plantea una
cuestión importante: ¿se puede aprender a escribir ficción? Para “Y” la cosa no
ha ido bien. Él podría responder que no. Como él, hay una buena cantidad de
personas que asisten a talleres literarios sin conseguir más que una caricia
temporal del ego.
La historia de “Y” me recuerda un artículo del
escritor británico Hanif Kureishi, quien afirmó, durante el 2014, en un
festival literario en Bath, que los talleres literarios eran una pérdida de
tiempo. Esto, por supuesto, desató una discusión de parte de aquellos que se sintieron
aludidos: personas vinculadas a talleres y carreras de pregrado y posgrado en
escritura creativa. La literatura se sacudió brevemente frente a las palabras
de Kureishi, como si hubiera quitado el velo a una verdad incómoda. “Y” habría
estado de acuerdo con él. Incluso, “R”, con quien el escritor británico
comparte varios rasgos: ambos no creen que se pueda enseñar a escribir ficción
y se lucran de la enseñanza de la escritura creativa.
Pero, ¿qué pensaría “X”? es posible que no estuviera
de acuerdo. No se atrevería a afirmar que los cursos de escritura creativa son
una pérdida de tiempo. Pienso en Raymond Carver y en su relación con John
Gardner, y me pregunto qué habría sido del escritor estadounidense sin la
influencia de ese maestro que insistía en aspectos esenciales, como la revisión
constante de un manuscrito. Sólo así, dice Carver en su texto John Gardner: el escritor como maestro,
un escritor “hallaba lo que quería decir en el proceso continuo de ver lo que había dicho”. ¿Sería Carver
el autor que todavía leemos sin las enseñanzas de John Gardner?
Esa pregunta no la podemos responder. Pero, la
historia del escritor estadounidense, y de muchos otros formados en escuelas de
escritura creativa, dejan en entredicho lo que piensa “Y” y la afirmación de
Kureishi.
Es claro que los talleres literarios no son fábricas
de escritores. Si fuera así, bastaría con aplicar técnicas y modos de enseñanza
para crear bestsellers y longsellers. Sin embargo, esta
afirmación está lejos de demostrar que los cursos de escritura creativa no tengan
una función importante, como ayudarle al “proyecto de escritor” a encontrarse
con el acto de escribir.
Puede que la utilidad del taller no dependa de “R”,
sino de la intimidad de “X” y “Y”, de algo inaccesible a la hora de reducir los
hechos a conclusiones. Quizá no se trata de lo aprendido, sino de la manera de
gestionar técnicas, lecturas y ese acercamiento artesanal a la palabra. Quizá,
simplemente, se trate de un amor roto, una infancia alegre o una despedida. Es
posible que el secreto del éxito de los talleres de escritura creativa esté en
un mondadientes atascado entre los dientes del escritor: una pregunta que clama,
de manera insistente, por una respuesta.
Los talleres cumplen con objetivos diferentes para cada asistente, suben el ego a quien lo necesita, y pulen a quien busca de verdad mejorar. Creo que el resultado depende de lo que está esperando el alumno . Para algunos asistir simplemente a escuchar y a "robar " ideas es ya un detonante que lo hará crecer un poco a su manera.
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