sábado, 1 de diciembre de 2018

Miss Sida: guantes y satín

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Por John Better

El hecho de velar a un muerto en su propia casa, no deja de ser un acontecimiento extraordinario, folclórico y  hasta conmovedor;  más, si el que muere es un chico de escasos veinte años cuya última voluntad ha sido ser enterrado con un drapeado vestido de quinceañera.

Era finales de 2006. En una humilde casa incrustada en los zanjones fangosos del barrio San Luis; un ataúd se posa en mitad de la sala y ahí permanecerá hasta que lo saquen en hombros con rumbo al cementerio central.

Sostenido de una base metálica provista de ruedas, el féretro puede moverse de un lado a otro con toda facilidad. Es por ello que al menor tropiezo con éste, da la impresión, que, quien está dentro, pestañeara o reprodujera un gesto de incomodidad. Pero tal cosa  es imposible, a no ser que todo se tratara de una broma pesada. Pero, no, Eduardo está muerto sin lugar a dudas, a pesar de que  dos días antes de que todos estuviéramos aquí en su funeral, él salía de la clínica algo mejorado, y hasta se le antojara por breves instantes vivir un par de meses más al ver a su madre inmersa tras la vieja máquina de coser, hundida en un mar de brillantes telas y guantes de burdo encaje.

Pero esas efímeras ganas de llegar con vida a la noche de navidad se diluyeron al ver en una bolsa negra el verdor satinado de lo que ya debería ser un armado vestido de quince años. Eduardo suspiró resignado. Entonces la certeza de que moriría antes de lo pensado fue definitiva.

Servir café negro y otros aperitivos como licores es parte del rito funerario. Algunos opinan que esto último resulta ofensivo para la familia del difunto, pero en ciertos barrios del sur se le considera como una muestra de inconmensurable afecto.

Normalmente, y esto depende de la popularidad del difunto, sale una larga fila desde el interior de la sala de la casa hasta la puerta de entrada, donde curiosos aguardan su turno para echarle un último vistazo al homenajeado póstumo, y este, a través de una pequeña ventana de vidrio, ve pasar los rostros de amigos y desconocidos que le miran con asombro o indiferencia. 

Hay  quienes le hablan al muerto ofreciéndoles unas últimas palabras de despedida o insultos en voz baja reprochándole el haberse ido sin lograr cancelar esas deudas que no alcanzaron a saldar en vida: el juego de muebles pagado a cuotas, el televisor de 40 pulgadas, ese préstamo que se juró pagar a la semana siguiente, etc.

Su deuda con el mundo la empezó a pagar Eduardo desde aquel enero de 2001, cuando en una de las oficinas de salud pública lo esperaba un médico que le confirmaría lo que hace un tiempo venía sospechando: el Sida sería para él un acreedor imposible de evadir, la cuenta de cobro más implacable.

–¡Se ve divina la loca! –fue lo que pensé al mirarla en su ataúd con los vuelos del vestido que se arremolinaban sobre sus hombros. Ahí estaba pues, la quinceañera fantasma lista para bailar su último vals de la mano sidada de la señora muerte.

–¡Está muy maquillada!, ¡la dejaron prohibida! –murmuró un travesti a mis espaldas,  esperando su turno para echarle una última mirada a Eduardo.

–¡Por aquí huele a mierda! –dijo la misma loca, tratando de iniciar una conversación.

No dije nada, pero era cierto: olía a mierda. Las calles del barrio eran un hervidero de aguas negras que el sol del mediodía evaporaba, revelando en el aire el aroma de una Venecia tugurial, una Calcuta de callejones enlodados por la que transitaban caballos enfermos, niños famélicos comiendo naranjas, nubes de moscas gordas y aturdidas que iban de las ancas llagadas de los caballos a los dedos endulzados de fruta de los pequeños.

–¿Conocieron ustedes a mi hijo?

A personas como Eduardo nadie las alcanza a conocer bien. Supe de él un día que en mi barrio preparaba a un grupo de chicos que debutarían en las fiestas de carnavales. Lo vi de lejos, siempre a distancia; un muchacho flaco de piel oscura y gestos exagerados que bailaba un mambo interrumpido cada cinco segundos por la descoordinación de alguna pareja, asunto que lo irritaba sobremanera haciéndolo agitar los brazos de un lado a otro, exigiéndole a gritos a los bailarines que quería ver esa sangre latina derramada sobre el piso, como si sus montajes carnavaleros o de fiestas de pobres quinceañeras fuesen a ser presenciadas por el mismo Baryshnikov. “Profesor”, lo llamaban cariñosamente por entonces los muchachos de la cuadra; maestro de baile hubiese sido un término más considerado.

Le respondí a aquella mujer que sí, que había conocido a su hijo, que me parecía un buen muchacho, así que tomé lo que quedaba de café negro en mi pocillo y salí hacia la puerta. ¿Qué más podría haber dicho? ¿Que lo lamentaba? No, no lo lamentaba en absoluto, sólo estaba ahí como un curioso espectador, como un cronista anónimo y amarillista.

Llorar por el muerto en algunas ocasiones deja de ser algo espontáneo y se convierte en un espectáculo dramático, casi una puesta en escena digna de ser presenciada. Hay gente a la que el hecho de no tener ningún vínculo afectivo con el que muere no le es mayor inconveniente para verter un mar de lágrimas a su memoria o reproducir completos algunos capítulos de las lamentaciones.

Algo como esto es improbable  durante los servicios de una funeraria de clase alta, allí  hombres y mujeres, reprimen y ocultan su pesar con nudos de corbatas bien apretados y lentillas oscuras recién sacadas de sus estuches Gucci y reservadas para una ocasión especial.

El súbito abandono de gentes del interior de la sala de  indica que es la hora para que el cortejo fúnebre inicie su lenta y angustiante marcha. Una gran procesión que atravesará distintos barrios de esa otra ciudad que se oculta tras las vallas de los grandes almacenes de cadena. El final de esta historia es previsible. La luz del atardecer le da un color anaranjado a la última escena en el cementerio.

Aquí estoy otra vez más despidiendo con todas sus pompas a Miss Sida, que hoy viene vestida de chiffón y guantes de encaje.

“Yo pasé toda la noche armando el vestido, era su deseo,  no entiendo mucho de eso, pero él quería ese vestido”, dijo la madre de Eduardo a algo que nadie había preguntado.

Los sepultureros, dos hombres vestidos de gris, van pegando con total indiferencia uno a uno los ladrillos en la bóveda, hasta que para Eduardo todo se quede oscuro para siempre, sin saber nunca que lleva puesto el vestido de sus galas.

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Publicado por Revista Coronica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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