miércoles, 8 de abril de 2020

Las ocho montañas: un recuerdo de Lombardía sin pandemia

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Por @stanislausbhor

Tenía, probablemente, un televisor para ver los partidos del club de fútbol, una ventana a la calle en Milán, un escritorio con un computador para escribir docuguiones, un teléfono celular, vino y aceitunas, medio limón seco y media botella de ginebra y medio chorizo y medio queso de cabra en su nevera de soltero, media vida vivida y eso era la felicidad a los 31. Pero su padre murió y le dejó un rancho en ruinas en una montaña de los Alpes. Cuando decide ir a ver el sitio descubre que su padre tuvo una vida doble, y que en la segunda, como montañista, fue la más singular. Para su hijo Pietro fue siempre un hombre comedido, formal, consciente ciudadano, aplicado al punto de cumplir las normas de tránsito mientras estaba sufriendo un infarto, pero en la mitad de su vida se convirtió en un hombre que amaba la montaña, un ser montaraz y aislado, que vivió las tensiones de los que migran del campo a la ciudad y a la misma edad del hijo intentó recuperar lo perdido entregándose al amor por las altas montañas. Uno de esos campesinos de las altas montañas, Bruno, entabló una relación de amistad con su padre. El descubrimiento de la solidez de esa amistad le hace pensar al hijo en todo lo que dejó cuando decidió quedarse en Milán y abandonar la compañía y los sueños de su padre por los propios. Y sobre todo aprendió esto: que cuando no estás, los demás siguen viviendo sin ti. Todo lo que desconoce del padre puede entenderlo ahora a través de Bruno. Y Bruno le propone culminar el último sueño del padre: reconstruir la casa en ruinas que le heredó en las montañas. Ese gesto los hermana para siempre.

La vida que llevamos empieza antes de nosotros mismos. Empieza con tu madre enfermera y tu padre químico. Con la soledad de él y la sociabilidad de ella que define tu carácter. Y lo primero que viene a entorpecer tu nacimiento es la vida de los tuyos. Aunque los ames y agradezcas lo que hicieron por ti, que más bien es lo que dejaron de hacer por ellos para hacerlo por ti, un día debes dejarlos y seguir tu propio destino. Hay algunas constataciones universales en la concepción de Las ocho montañas. La amistad, el amor y el destino son las generales. Pero hay otras no menos importantes, aunque el autor se ocupe menos en ampliarlas: la migración del campo a la ciudad, el silencio y el misterio petrificado de las altas montañas, el peso en extinción de los glaciares y los bosques y la fauna silvestre, la distancia generacional entre hijos y padres, entre campesinos y gente urbana, y el fin de lo moderno en la mirada asombrada del niño perdido del padre. Hay sobre todo hay una observación final sorprendente: las decisiones personales tienen efectos universales. El efecto de una decisión del padre marca la decisión futura del hijo. Algunas decisiones personales son éticas y políticas y cambian el mundo.

Desde Marzo de 2020 al día de hoy, 7 de abril, según el diario El País: "Italia registró 3.599 nuevos contagiados, la menor cifra diaria desde el 17 de marzo. En total, 132.547 personas se han infectado en el país. También han fallecido 636 personas desde el lunes, con lo que la cifra de muertos es ya de 16.523". Italia, un país de clase media, estado de bienestar y turismo de alto consumo que se negó a cerrar sus comercios y lugares públicos hasta mediados de marzo lo que ocasionó una multiplicación exponencial del contagio que acabó en neumonías fatales y en abril superó a China en muertes y ya había gente sin recursos asaltando supermercados por necesidad. La mayoría de esas muertes son personas de la tercera edad. Una generación que desaparece en una región.

¿Lo que pasa en Italia hoy es lo que nos pasará dentro de dos semanas aun cuando no tengamos un estado de bienestar, ni un sistema de salud pública, ni ahorros para enfrentar lo que viene debido al neoliberalismo que privatizó obligaciones del Estado en Latinoamérica? De ser así, ¿por qué habríamos de creer que ante un sistema hospitalario colapsado deben morir los viejos para dar la oportunidad de vivir a las nuevas generaciones? ¿Por qué habríamos de pensar que el mundo será viable si se salvan los más jóvenes porque en los jóvenes están los llamados a salvar el mundo?

La pandemia nos regresa de una manera brutal a un darwinismo pragmático donde por selección natural mueren los más débiles. Pero se da dentro un sistema, entendido como las relaciones económicas entre pueblos. Las aglomeraciones humanas son una de las características de la modernidad que se resiste a morir. Poblamos las ciudades porque es donde están las oportunidades. Donde está el trabajo. Donde están los demás. Y ahora también donde está la muerte. Todo el progreso humano y el capital acumulado no pueden sostener la cuarentena del mundo que construimos. No, mientras tengamos como medida de todo el consumo y la explotación y mientras haya una clase social que pueda confinarse mientras afuera los demás tienen que salir a sostener el sistema.

Ese sistema, administrado por los Estados, es el que nos sugiere que, dados a elegir en plena pandemia, deberán morir los viejos para garantizar la mano de obra del mañana. ¿Y si es justo la aglomeración y el sistema lo que nos está dejando morir y no el virus? El sistema es el que crea sanciones económicas contra pueblos devastados, es el que permite que en Bangladesh despidieran por la Pandemia a miles de trabajadores textiles, el que arresta a 150 médicos y enfermeros en Pakistán para evitar la protesta por falta de instrumental médico, el que nos dejó en Colombia sin hospitales públicos, el que desconoce el éxodo venezolano y los deja sin atención y los convierte en apátridas, el que aumenta las sanciones contra Cuba e Irán, así que la crisis no es solo un tema de salud.

El virus devela la naturaleza del sistema y sus incongruencias: el mínimo vital debería ser un aporte universal de los Estados y no lo es. Los Estados deberían velar por todos los que vivan en su territorio y no lo hacen. Los países responsables de la explotación y la industria solo velan para que no se frene la máquina de producción y ante esta crisis es previsible que sustituirán  pronto a los seres humanos por nuevas máquinas y trasladarán la explotación a mano de obra barata con teletrabajo.

Nuevas preguntas surgen en medio del caos: El virus surgió en la China comunista y tres meses después arrasa a Estados Unidos. ¿Entonces por qué mueren más en este lado del mundo? ¿Dónde fue hecho el aparato donde lees este artículo y los zapatos que llevas y la ropa que te cubre? ¿Por qué Estados Unidos, el eslabón final de la cadena del narcotráfico, mueve una flota de buques de guerra a las costas venezolanas y aumenta las sanciones contra Irán, Siria, Venezuela justo es este momento en que sus contagiados superan trescientos mil?

El virus nos asusta no sólo porque mata, sino porque amenaza con matar el mundo que conocimos. Ese mundo es simplemente este sistema que deja morir. Lo que te asusta  en el fondo es que muera el sistema, aunque no le importes al sistema.

Habría que intentar volver a las montañas para recordarnos lo que es importante para siempre, como hace el personaje de esta hermosa novela de Paolo Cognetti (Las ocho montañas, Literatura Random House, Premio Strega 2017) en la Lombardía anterior al coronavirus. Bruno, el campesino montañero, le enseña a su amigo Pietro algunas cosas esenciales sobre la vida y sobre el padre muerto y sobre los ciclos de la vida en las montañas. Le enseña a construir una casa. Le enseña a entender el silencio del padre. Le enseña que el amor es entregar y no pedir a cambio nada. Le enseña que el destino es una decisión. En los siguientes años el otro conquistará sus ocho miles, encontrará la cota de altura en que mejor se siente, irá a Nepal, subirá al Anapurna. Un campesino de Nepal le hará el croquis de un mándala que es un modelo a escala de la rueda del sámsara. Luego planteará el acertijo: ¿quién es más sabio: el que sube las ocho montañas o la montaña sagrada? En cada retorno a su montaña en los Alpes la vida habrá cambiado tanto para todos que la crisis económica del 2010 en Lombardía en el regreso de Pietro hace que la alta montaña sea el único refugio para gente en la transición de dejar de ser joven. Gente que vivió la cúspide del estado de bienestar, que pudo elegir viajar por el mundo, vivir en ciudades, educarse, y que tuvo que abandonar su zona de confort para vivir de las mesadas de sus padres mientras la burbuja inmobiliaria seguía proliferando inexplicablemente. Justo esa juventud se refugia en la generación que hoy, 2020, es arrasada por el coronavirus. Bruno, resistiendo en la montaña, con su mujer y su niña, parece el último espécimen del montaraz. Sin embargo, también el sistema arruinará su vida pocos años después. Entonces el protagonista, subiendo y bajando aquellas montañas a espalda de Milán y Turín tiene la última enseñanza cuando deje de ser joven y vea por última vez a su amigo rodeado de nieve.

La enseñanza será distinta según lo que tengas dentro de ti. También tus decisiones, tu consumo, soportan este sistema deshumanizador, parece decir. Tus decisiones personales tienen efectos políticos. Como el mundo no va a cambiar, que se vaya a la mierda. Todas las montañas son iguales. Cambia tú, antes de estar desilusionado.

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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