sábado, 25 de abril de 2020

Tampoco hay terreno dónde mirar el horizonte

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Un ensayo sobre La gran belleza de Paolo Sorrentino

Por Julian David Villegas

Hay un momento en La grande belleza de Paolo Sorrentino en el que, ante la pregunta de un comensal, Sor María dice: “de la pobreza no se habla… se vive”. La afirmación no es una que se deba pasar por alto. ¿Le es legítimo hablar de pobreza a quien no es pobre? La pregunta tiene una esencia subyacente. Lo que se está preguntando en otras palabras es si el conocimiento legitima por sí solo, o si se requiere de la acción. ¿Los discursos del conocimiento, por sí solos, legitiman a quien los dice?

La pregunta no es menor. Tiene una contraparte. La sospecha de que a todo discurso se le contrapone una acción. La acción no se mide a través de las maromas de la razón. Siempre hay un núcleo oculto de movimiento y contingencia, fuera de las fronteras de la razón. El conocimiento no es un acto en sí mismo. Conocer es un acto marginal, podríamos decir, si queremos exacerbar la idea. La pregunta que queda lanzada al aire es entonces, hacia dónde se dirige la acción por fuera del conocimiento. O dicho de un modo alternativo, y diferente, qué es en esencia actuar sin la venia de la razón.

Sor María está diciendo veladamente que la experiencia humana tiene un sentido infinito. Un sentido al que la razón no llega, por más que acelera el conteo. Algo que lo rebasa. Un horizonte lejano que por causa de las limitaciones de la razón, no puede ser, precisamente, racionalizado. La paradoja está en que al oponerse experiencia a razón, hablar de experiencia se torna una tarea de adivinación, a la que las significaciones de las palabras apenas arañan. Hay que hacer maromas para dotar de sentido pleno al sentir en todas sus dimensiones.

No se debe entender la oposición de la experiencia humana a la razón como suma de irracionalidades, sino como contingencia eterna. Indomable. La belleza de esto es tan clara que, por evidente, pasa desapercibida. Que lo diga Sor María y no otra persona agudiza la intuición. Sor María es la santa. La pobre. La mujer. La monja. No es su carácter espiritual lo que dota de sentido profundo a lo que dice; es en cambio esa violencia de paz que tiene una conexión inexplorada, y a riesgo de romantizar la pobreza vamos por esa dirección, entre la pobreza y la acción. En este caso, el dictamen de Sorrentino es inmediato. La pobreza en su absoluta ejecución es lo que dota de significado pleno a la acción. Las demás clases sociales son testigos, y acaso intermediarios entre acción y conocimiento. ¿Dónde queda entonces, la vieja idea de que las revoluciones las han potenciado o iniciado o patrocinado las élites, aunque sea por una conveniencia indirecta?

La pregunta podríamos hacerla de otro modo con los personajes de la película. ¿Por qué no es Jep quien dice la frase? ¿Por qué no es el personaje que con más persistencia se muestra sensible? Si la frase de Sor María fuera una floritura accidental la tendría que haber dicho Jep. Si la hubiera dicho Jep, Sorrentino habría ido en la dirección opuesta: no es necesario callarse sobre lo que no se conoce. Pero no la dijo Jep y por tanto, parece que un aire de resignación ronda la película. Una resignación que no es consciente, es decir, no se exterioriza porque se requiera ser resignado, sino que se exterioriza producto de un cansancio. Sorrentino está diciendo ya no creo en nadie: solamente el sentido pleno, la consistencia absoluta justifica terminar el silencio. Qué sería si lo dijéramos en una dirección no excesivamente opuesta. Solamente la consistencia entre acción y razón, justifica la acción venidera. Es decir que esa consistencia es la única que renueva verdaderamente el sentido de las acciones. Recicla el actuar en el presente, en el futuro. ¿Está diciendo eso Sorrentino?

Hay claves para responder la pregunta. Jep ha dejado de escribir. No siente que tenga cosas que decir. Hay una inmanente sensualidad en su personaje. Todo lo quiere sentir. Escribir reduce la potencia de vivir, si no la cercena. Pero Jep no se duele en escribir. No le molesta escribir. No odia escribir. No tenemos pistas de que escribir le amargue la vida, como a otros lo ha hecho. No descarta volver a hacerlo porque no hay una oposición radical, limítrofe entre acción y conocimiento, que aquí podríamos llamar escribir y festejar, entre razón y sensualidad. En esto, cuando a Jep se lo mira en la paleta de colores, está lejos del extremo. Por el contrario, Sor María está lejos de los matices. No existe punto medio entre discurso y acción: la pobreza se vive, no se explica. No solo ya la consistencia legitima la acción venidera, sino que la acción legitima la consistencia. Es decir, la dinámica entre consistencia y acción es una avalancha que se reproduce por sí misma. Si así fuera, ¿dónde empieza cada una?

Al actuar no hay horizonte de sentido en la mira, sino que siempre está lejano, ya lo dijimos; pero lo que Sorrentino parece quisiera decir es que tampoco hay terreno dónde mirar el horizonte. No hay puerto desde donde darle significado a lo que se hace. De un lado los territorios donde las acciones se justifican plenamente, del otro el momento en que actuar se vuelve un acto consciente. En el medio todos, en un territorio lagunoso de constante expansión. No se empieza nunca la consistencia, porque nunca se termina. Porque nunca se alcanza la consistencia, estando como está en el horizonte, a la luz del presente qué importa cuándo se empieza. Esta es también otra clave que hace cameo en la película. En la misma escena con Sor María, el cardenal habla de comida. Demuestra conocimiento vasto en preparaciones y procedimientos. Llegado el momento de las palabras de Sor María, Jep lo interpela: usted cardenal es un envase vacío de acción. Parece que nada es arbitrario en la escena de Sorrentino. A la cabeza de la mesa Sor María y su contraparte el cardenal en otro lado de la misma mesa. Lo intempestivo del comentario de Jep sorprende. Su sensualidad se fatiga y empieza la dinámica de la consistencia: usted cardenal no tiene respuestas para mis problemas espirituales. De nuevo, que lo diga Jep no es casual. Lo que está diciendo Sorrentino es que Jep tampoco tiene respuestas.

La inagotable sensualidad de Jep tiene fuerza por cuanto Jep es viejo. Sorrentino es hábil para no caer en la fácil asociación de sensualidad y juventud, sensualidad y droga. Por esta razón es que películas como las de Gaspar Noe en Enter the Void son excesivamente formales. De enorme plasticidad - forma pura casi que al alcance de todos para ser tocada - pero sin rupturas, sin grietas en las que adentrarse. El contrapunto a la idea universal de la juventud como fuente de sensualidad es la figura concreta del viejo italiano Jep. Un seductor de mujeres y un italiano. El estereotipo le sirve al espectador para situarse en la película, no a Sorrentino que apunta sobre la vejez de Jep para que esa sea la que ratifique la sensualidad de Jep. La película hubiera sido menos efectiva si estuviéramos viendo a un Jep joven. Sorrentino no le teme al estereotipo. Usa la potencia del estereotipo para después, situado el espectador, hincando el diente sobre la cinta, lanzarle contados pero efectivos planos de imágenes con los otros italianos: los trabajadores encima del crucero hundido, los ancianos dejados a su suerte en un bar. Jep mira solo, único, desde un acantilado/risco, el trabajo lejano de los italianos en el crucero hundido. El estereotipo universal del italiano seductor, le ve la cara a los significantes concretos de los otros italianos, que lo desequilibran, lo hacen temblar: los italianos trabajadores, los viejos sin éxito ni gloria en el bar, los amigos que se divorcian. Pero es siempre la mirada del estereotipo universal sobre los otros la que muestra la potencia de las imágenes de Sorrentino: al lado del estereotipo universal los otros significantes son marginales, menores en la jerarquía. Por eso Jep es el rey de Roma. Su reinado es indisputable.

Pero hay más. La sensualidad de Jep es interpelada cuando detienen a Giulio Moneta en el centro de su casa. Moneta  no vive en el apartamento de Jep, pero debido a la arquitectura del último piso, un balcón del apartamento de Moneta da literalmente sobre el patio del apartamento de Jep. De nuevo, esto no es arbitrario. Los apartamentos son entidades separadas, pero se tocan obscenamente en ese balcón, desde el que Giulio puede ver todo lo que hacen Jep y sus amigos. Jep reconoce que no tenía idea de que su vecino, que vive casi en el centro del patio de su casa, era uno de los diez hombres más buscados del mundo. ¿Tiene la eterna sensualidad en el centro mismo de su esencia una obscena apatía por la política, por la ética? Sorrentino dice que sí. No se puede ser el rey de Roma sin saber quiénes son los banqueros de Roma. O tal vez, más propiamente lo que Sorrentino está diciendo es que la sensualidad no es cínica, sino que llevada a su plenitud, es anti-política o anti-ética. Es incapaz de reconocer que en su centro hay apatía y distanciamiento. No es que se dé cuenta de lo que pasa y decida enterrar la cabeza en el suelo. No. Es que no es capaz de ver sobre sí misma. Jep no sabe que su vecino es Giulio Monato. Hasta el momento en que lo detienen se despide de él como si fuera un vecino más. Le pregunta incluso quién es y le cree. No lo cuestiona. No lo valora. Tiene eterno poder de comprensión y es incapaz de actuar a la vez. La conclusión plantea más interrogantes: ¿debe dársele a la sensualidad el mandato de politizarse o tiene que permanecer en su territorio y servir de altavoz de los otros? ¿Tiene por tanto alguna utilidad política como intermediario entre quienes actúan y quienes tienen que ser escuchados?

 

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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