jueves, 7 de mayo de 2020

Cuando el negro se traga al rojo

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Protesta contra el hambre en Buenos Aires, Argentina. 2019. Imagen de AFP
Comemos sol. Sol algunos más que otros. Martín Caparrós.

Por Keren Marín 

A inicios de los noventa, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) inició en Sudán la Operación Lifeline. Esta iniciativa, buscó brindar ayuda humanitaria a la población civil del sur del país, pues la guerra entre el Gobierno Central y el Ejército de Liberación del Pueblo Sudanés (SPLA) había condenado a miles de comunidades a la hambruna. En este escenario -que se repetiría a sí mismo incansablemente entre 1989 y 2005- Kevin Carter, fotógrafo sudafricano, hizo de una palabra una experiencia.

En The Vulture and the Little Girl se ve a un niño, con un collar de cuentas blanco, apoyar sus brazos en tierra mientras trata de ponerse en pie. En su cuerpo se marcan con fiereza su húmero y costillas, entretanto un buitre de cabeza blanca lo acecha. Esta imagen, ganadora de un Premio Pulitzer, perturbó a la multitud de occidente y reforzó sin sospecharlo la idea de que la hambruna sucedía siempre a lo lejos, en continentes tan pobres y salvajes cuya única salvación era volver a emerger de nuevo de las profundidades oceánicas.

Sin embargo, el hambre no es una tragedia excepcional. En la Guerra Franco-Prusiana (1870-1871) el soldado Henri Rousseau -quien sería conocido décadas después por sus lienzos salpicados de selva- contó que ante la escasez la gente se vio obligada a comer los animales del zoológico en un menú tan variopinto que incluía sopa de elefante o tigre al horno. En la Guerra de Biafra (1967-1970), el gobierno Nigeriano empleó la muerte por inanición como estrategia para obtener la victoria sobre las tropas rebeldes, lo que ocasionó que miles de niñas y niños biafreños padecieran Kwashiorkor, enfermedad que les condenó a cargar sobre la fragilidad de sus piernas vientres abultados. Y sin ir más lejos, la Revolución Verde (1960-1980) en su búsqueda para erradicar la hambruna, logró aumentar la producción de alimentos más no transformar los patrones de distribución, ocasionando con ello nuevos focos de pobreza y arruinando aquellas economías campesinas que no lograron adaptarse a sus modelos tecnológicos.

Estos episodios demuestran que el hambre, más que resultado de lo natural e impredecible, es consecuencia de la acción humana. Transfiguración que supone hacer de una plaga bíblica, un fenómeno evitable. Según Martín Caparrós -periodista y escritor argentino- alrededor del 12% de la población mundial padece hambre, es decir, 900 millones de personas no tienen la posibilidad de consumir al menos dos comidas diarias. Empero, la magnitud de este acontecimiento no figura en los diarios, pues como afirma Caparrós “el hambre contemporánea es sobre todo silenciosa: una condición de los que no tienen la posibilidad de hablar. Los que no comen, generalmente, callan. O hablan donde nadie les escucha”.

Será por ello que nos es tan difícil comprender que nuestra hambre repetida, cotidiana y saciada no se asemeja en nada al hambre que experimenta un cuerpo que poco a poco se consume a sí mismo: el destino irremediable de una materialidad que languidece en silencio. Por más que lo intentemos no logramos, siquiera, imaginar la situación de Aisha, una mujer nigerina cuyo mayor deseo y fortuna es poseer dos vacas para dejar de sentir hambre. O la batalla diaria de Inés, una madre soltera que vive en las periferias de Bogotá y que mezcla la papilla de sus hijos con la cal que arranca de a trozos de las paredes.

Y esta hambre no solo es privación. Es también la imposibilidad de imaginar el futuro y cultivar en nuestro espíritu todo deseo que pueda trascender la inmediatez. Quienes han transitado por este lugar suelen llevar hasta el último día, en palabras de María Gainza, la sensación de frío y precariedad metida en los huesos. Entre el hartazgo y la penuria hay un abismo en donde yace la dignidad, el porvenir y la esperanza. ¿O acaso no hay diferencia entre quienes tienen el día asegurado y quienes deben recorrer las calles en busca de migajas de pan?

Pregunta irresuelta. Ante la miseria optamos -como afirma René Girard- por transferir todos los odios y rencores dispersos en mil individuos diferentes, a un individuo único: la víctima propiciatoria. Kevin Carter, por ejemplo, sirvió de chivo expiatorio para la vergüenza de occidente. Ante la imagen de The Vulture and the Little Girl, resultó más fácil acusar a Carter de indolente que entrever en la fotografía las consecuencias de la colonización europea en África. Y este escenario se repite ahora con velocidad.

En Yemen catorce millones de personas viven la peor hambruna en tiempos recientes y en Argentina se padece un hambre propia de tiempos de guerra. No obstante, el Covid19 -nuestro actual chivo expiatorio- parece ser la causa de todos los desastres habidos y por haber ¿o cómo explicar los trapos rojos que aparecen en las ventanas? Alguna voz contracorriente bien podría afirmar que el sufrimiento en oriente próximo tiene una de sus raíces en la guerra civil yemení perpetuada desde 2015 por EEUU, Arabia Saudita e Irán. Y el país austral, que bien podría abastecer de alimentos a 400 millones de personas, se aboca hacia el abismo al llenar sus tierras de monocultivos de soja y ganado para la exportación: resultado de un modelo agroindustrial acunado por el neoliberalismo.

Sin embargo, siempre es más útil liberarnos y liberar al poder de toda responsabilidad, sin importar, como dijo Carlos Pujol, que no salen las cuentas tratándose de vidas humanas, porque cada una de ellas lo vale todo.
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Publicado por Keren Marín
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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