domingo, 10 de mayo de 2020

(Intento) no comer del árbol del juicio

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(Intento) no comer del árbol del juicio 

Una nota sobre Tu cruz en el cielo desierto, de Carolina Sanín


Por Paula Andrea Marín C.


El perdón es reconocer que ninguna narrativa es la verdad. Así he estado hablándome para poder perdonar a aquel amor por el que me saqué el corazón para jugar un juego confuso. Pero no: estoy tratando de perdonarme a mí, que no quise decirme qué juego era.
Carolina Sanín. Tu cruz en el cielo desierto.

Tu cruz en el cielo desierto (Laguna, 2020), de Carolina Sanín, describe una relación afectiva y de deseo entre un hombre y una mujer (ella anda por los 40 y él –casado– por los 60). Este hombre (un poeta) admira a la mujer por la forma en la que escribe, por los libros que ha escrito. El lector asiste al principio y al fin del deseo, atravesado siempre por la ausencia de los cuerpos y por lo que ambos viven –a su particular modo– como un engaño.

Antes de Tu cruz en el cielo desierto: No solía leer a Carolina Sanín. No la sigo en Facebook ni en Twitter. Me aburren sus columnas y ya no las leo. Me aburren sus peleas, sus escándalos. Leí sus cuentos y su novela Los niños. No terminé de leer Todo en otra parte. No recuerdo imagen alguna de sus cuentos; no recuerdo nada de Todo en otra parte. De Los niños –que me recuerda a la película Gente de bien, de Franco Lolli–, no recuerdo especialmente nada; quizá solo la sensación de soledad que me transmitió su protagonista. No conecto –no encuentro otra palabra– con la forma de escribir de Carolina Sanín, con su sensibilidad. Me pierdo entre sus largas disertaciones, así como me pierdo –o me quiero perder, mejor– entre los continuos y enrevesados argumentos de sus columnas, que aparentan profundidad y complejidad –a veces, en realidad, sí las tienen–, pero que siento cercanos a un tipo de erudición que toma el lugar de una verdad o de una superioridad. Me digo: ¿pero qué necesidad de tanto escándalo?, ¿pero qué necesidad de tanta ofensa?, ¿pero qué necesidad de destruir con las palabras?, ¿para qué otro Fernando Vallejo –a quien me cansé hace muchísimo de leer y de escuchar–? Y, luego de pensarlo y de sentirlo, me digo que yo no la siento porque guardo una mezcla de miedo y pereza a conservar y alimentar una imagen pública, como la que ella ha logrado; me digo que yo le huyo a la ofensa y al escándalo porque, dentro de mí, aguarda la orden de hablar bajito, de no notarme mucho, una orden que no sé cómo llegó a hacerse en mí tan efectiva. Entonces, me digo que cuesta mucho ser Carolina Sanín en este país –y en muchos otros–, que yo, definitivamente, no podría serlo y que tal vez siempre son necesarios –aunque a mí no me lo parezca siempre– los escandalosos y ofensivos en una sociedad que le teme tanto al qué dirán –y que a ella, con sus más de 45.000 seguidores, mis opiniones la tienen sin cuidado–.

Escuchar la presentación de Somos luces abismales me dejó sin ganas de leer el libro; sentí que fue una burla al espectador, al futuro lector (esos retruécanos argumentativos que a mí me dejan vacía), pero quizá solo se trata de mi falta de conexión con su forma de sentir y de entender la literatura y el mundo. Sin embargo, cuando empecé a saber de la noticia del lanzamiento de este último libro de Sanín, quise leerlo; me podía más mi curiosidad por todo aquello que se pregunte sobre el amor, sobre las relaciones entre hombres (y hombres) y mujeres (y mujeres). Cuando asistí a la presentación del libro (virtual, como lo es, a fuerza, casi todo por estos días): una conversación entre Giuseppe Caputo y Carolina Sanín, me sorprendió la calidez de Sanín; parecía haber dejado todas las “armas” en otra parte, haberse presentado desnuda. Esa vulnerabilidad me la hizo cercana; la misma que vi, quizás, en su personaje de la película Litigante, de Franco Lolli. En medio de las peleas de perros y gatos con su madre –como las tenemos casi todas las hijas con nuestra madres–, en medio de su actitud que puede leerse como “seca” con su hijo, esa vulnerabilidad aparece cuando está en la piscina, cuando está sola en su apartamento o en la cama con su pareja o viendo correr a su hijo en una pista de Karts. A través de esa vulnerabilidad, pude quedarme escuchando a Sanín y quise volver a escucharla cuando, dos semanas después, Laguna Libros organizó un encuentro (virtual, claro) con los primeros lectores del libro. Recuerdo dos cosas que dijo Sanín y que me convencieron de comprar el libro (electrónico, por ahora): “Lo único real es el deseo”, “uno no puede juzgar porque nunca va a tener toda la información”. Creo que esas dos frases resumen muy bien la intención del libro.

Hubo algo más: la vulnerabilidad también es posibilidad de valentía. Dijo Sanín: fui burlada (y no). Y yo pensé: la lengua a la que tantos temen en este país puede confesar que alguien se burló de ella: un “poeta” que le escribió que la admiraba, que estaba enamorado de ella, que quería verla y alimentó su deseo por algunos meses, y luego le dijo que era un juego, una metáfora (“¿No entiendes la diferencia?”). Entonces, recuerdo las veces en las que yo misma me he sentido burlada por los hombres (¿Cuántas veces los hombres se habrán sentido burlados por mí?): el que, a mis espaldas, le habló a su amigo –y este a otro y a otro hasta llegar a mis oídos– de la noche que pasó conmigo y de la forma de mi sexo; el hombre que exhibió en público las extensas cartas que le escribí, pero negó las otras tantas que él me escribió, que se ufanó de mi amor por él, pero negó el miedo que le producía amar a una mujer a la que admiraba; el hombre que, ante mi propuesta, no quiso decirme “sí” o “no”, pero que luego dijo que yo me lo había imaginado todo; el hombre que juró que me amaba y que regresaría por mí, que luego se quedó en el camino enamorándose de otra mujer y que me lo confesó mucho después; el hombre que me proponía que nos amáramos “en libertad”, pero me ocultaba que se veía con otra.

Sanín se pregunta: ¿Dónde empieza el engaño del otro y dónde nuestra responsabilidad al no querer ver claramente la situación que hemos cocreado? Yo me pregunto: ¿Ver claramente nuestra responsabilidad en el engaño disculpa al otro del irrespeto? Yo decidí acostarme con un hombre al que amaba, pero que sabía que no me amaba; yo decidí escribirle largas epístolas a quien sabía que era más narciso que amante; yo decidí amar al hombre que no quería más historias de amor; yo decidí esperar al hombre que no solía cumplir sus promesas; yo decidí estar con un hombre que hablaba más de lo que actuaba. ¿Cuánto justificamos del otro (y de nosotros mismos) solo por ver cumplido nuestro deseo? Un amigo me habla de un concepto: responsabilidad emocional; veo otro más: manipulación emocional. Leo algunos artículos sobre responsabilidad emocional. En una época de tanta “libertad” sexual, de relaciones abiertas, de poliamor, quizá sea necesario invocar la responsabilidad emocional para que el amor no se quede en puro individualismo: ¿Si paso la noche con un desconocido y al despedirnos él queda en llamarme y no lo hace es un irresponsable emocional o, simplemente, debo entender que “esas cosas pasan”? ¿Si estoy saliendo con alguien y de un día para otro él deja de llamarme o no responde mis llamadas ni mis mensajes es un irresponsable emocional o, simplemente, “esas cosas pasan”? ¿Si le digo a alguien que sí quiero verlo, pero nunca le concreto una cita, soy una irresponsable emocional o, simplemente, “esas cosas pasan”? ¿Dónde queda el respeto y el cuidado por el otro? ¿Qué tanto nos comprometen las palabras en una sociedad y en un momento en el que la comunicación es cada vez (y cada vez) más mensajes de texto, más virtualidad?

Me gustó Tu cruz en el cielo desierto –aunque si hubiera sido su editora, hubiera sugerido quitar varias páginas de la parte final–, me gustó la exposición a la que Sanín se aventura en su escritura, a su consciencia de asumir cierta forma del ridículo, esa forma que adquiere todo amor o deseo declarado (al otro o públicamente) y no correspondido, el ridículo que es una forma del rechazo. Los hombres están más entrenados en él (tantísimos años de “el hombre propone y la mujer dispone”); a las mujeres nos cuesta más declarar públicamente nuestros sentimientos hacia un hombre, quizá porque la posibilidad del rechazo, del ridículo, nos deja más desnudas, más vulnerables que a los hombres, quienes llevan más tiempo poniéndolo en práctica. A pesar de los avances de las reivindicaciones feministas, a pesar de que Sanín sea una de las voceras reconocidas del feminismo en Colombia –de un tipo de feminismo–, en Tu cruz en el cielo desierto, ella acepta las contradicciones íntimas, psíquicas, de ese feminismo: “Sé que lo más terrorífico de ser mujer es que parecería que una nunca puede decir ni decirse —ni saber con igual certeza que un hombre— qué le hicieron”. La mayor contradicción del feminismo es que, de dientes para fuera nos podemos mostrar seguras, gritar nuestras arengas en las calles, levantar nuestra voz ante lo que consideramos como un atentado a nuestros derechos civiles, pero, en nuestro interior, las inseguridades campean y la culpa –o responsabilidad, en los mejores casos–, en primer lugar, la adjudicamos solo a nosotras mismas; a veces pareciera que siguiéramos necesitando la aprobación de un hombre para sentirnos bien: gustar, atraer, ser admiradas, ser las elegidas. Mientras seguimos trabajando en esto y en dar a cada uno el papel que le corresponde en nuestros desengaños, nos dice Sanín: “Al final, cada uno va a saber solamente lo que le ocurrió a él”.

Tu cruz en el cielo desierto, Carolina Sanín. Bogotá: Laguna Libros, 2020.
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Publicado por Paula Andrea Marín C.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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