Cuento
Por: Paula Andrea Marín.
Ilustraciones: Jhonny Yahír Marín.
A M. y a J.
E
l marqués la había llevado al
Nuevo Mundo, a aquella provincia perdida entre montañas y bruma, cuando tenía 16
años. La desfloró una noche de lluvia, entre los aullidos de dolor de ella y la
crepitación del fuego proveniente de la paila improvisada como chimenea en el
centro de la habitación. Desde entonces, había tenido cuatro embarazos y tres
partos, pero aún ningún heredero. La marquesa vagaba por la hacienda todo el
día, del oratorio a sus habitaciones, siempre con un libro entre sus manos.
Había pedido que trajeran su colección de muñecas desde su lejano hogar trasatlántico
y con ella pasaba las tardes enteras. Sus padres habían muerto seis años atrás y
su preciosa villa de la infancia había quedado en manos de un tío lejano.
El mestizo apareció la noche del
baile anual. Llevaba un antifaz, como todos los otros invitados. No le quitó su
mirada de encima a la marquesa en toda la noche; ella tampoco la esquivó ni se
movió de su silla, no porque no quisiera bailar, sino porque su cuerpo aún no
se recuperaba de la última pérdida. No le dijo nada al marqués; tampoco hizo
ninguna pregunta acerca del hombre, quien pasó la velada bailando muy cerca de
la marquesa desplegando toda la gracia de sus movimientos y hablando con otros
invitados. Así, infirió que no era cercano al marqués y que su título de señor
era muy reciente. El mestizo hizo una reverencia a los marqueses y se marchó
con el primer grupo que abandonó el salón al dar la media noche.
Al día siguiente, la marquesa salió, como todos los domingos, a visitar a la mulata a quien casi todos en la aldea rehuían, pero a la que, en secreto, muchos buscaban. Sabía de yerbas, de pócimas, de remedios para el cuerpo y para el alma. La marquesa la había conocido durante uno de sus paseos a caballo, mientras recogía hongos y plantas en los límites de la hacienda. La mulata no se inmutó y le hizo una sencilla reverencia. La marquesa aprovechó la ocasión para preguntarle si podía ayudarla a tener un hijo que pudiera ver crecer; jamás olvidaría las palabras que la mujer le dio como respuesta: “Cuando cierre el cuarto de las muñecas, el hijo crecerá”.
Durante esas salidas, la marquesa
se las ingeniaba para marcharse sola de la hacienda, aunque el marqués se
percató poco después y ordenó que dos de sus vasallos la siguieran siempre desde
lejos y la protegieran, hasta su regreso. Ella lo sabía, pero lo aceptó a
cambio de ese pequeño espacio de felicidad. Amaba los caballos: la que tenía
entonces era una yegua gris que había visto nacer y crecer, y que, al igual que
ella, adoraba correr por la sabana, cerca del río. Siempre hacía una parada en
su camino para quedarse un rato sentada junto al agua. Ese domingo, sintió ruidos
detrás de ella e inmediatamente una voz de hombre que le decía que se quedara
quieta y en silencio, que no volteara, para no alertar a los vasallos, que tan
solo escuchara. Era el mestizo de la noche anterior; le dijo su nombre y también
que sabía a dónde se dirigía y que, si ella lo aceptaba, la esperaría allí para
verla. La marquesa se escuchó de pronto diciéndole que sí. Luego todo se quedó
en silencio. Cuando se volteó para buscarlo, no había nadie, ningún rastro de
su presencia. Los vasallos seguían hablando junto a sus caballos a lo lejos,
como si nada extraño hubiera sucedido.
Esa fue la primera vez que se encontraron. Cuando la mulata le abrió la puerta de su choza y la marquesa entró, él
la estaba esperando y ambos permanecieron mirándose como la noche anterior. La
mujer los dejó a solas y salió al patio trasero. De los ojos de él emanaba la
misma intensidad y, ahora, ya sin el antifaz, un brillo que provenía del ámbar
que rodeaba sus pupilas. El mestizo le extendió la mano para invitarla a bailar
y lo hicieron muy lentamente, al ritmo de una música tan solo perceptible para
ellos. Llevaba algunos meses en la aldea y poco había salido de la provincia. Sus
manos habían pasado por muchos oficios: feudatario, tejedor, carpintero, músico,
escriba. La marquesa se sorprendió de su propia risa en varias ocasiones,
sonidos que no escuchaba desde su infancia, en el hogar de sus padres, antes de
la partida. Luego vio acercar la mano de él a su pelo y acomodarle un mechón
que caía sobre su rostro. ¿Qué haría con ese otro atrevimiento? Antes de
responderse, lo vio acercarse, sintió la tibieza de sus labios en los suyos y renunció
a separarse de ellos.
Cuando el mestizo se fue, la marquesa se quedó a solas con la mulata:
–¿Puedo confiar en él? –preguntó la marquesa–.
–Ya lo ha hecho.
–¿Usted confía en él?
–Lo he dejado entrar en mi casa. Pero tengo que advertirle algo: ha hecho un pacto con la sombra. Tiene un gran poder, pero quiere tener más, aunque también tiene una gran nobleza.
–¿Es peligroso, entonces?
–Sí, lo es. Pero usted también tiene un gran poder. Su luz es su única protección y también lo único que podría salvarlo a él de caer completamente en la oscuridad; sin embargo, él es el único que puede elegir, al igual que usted. Para ambos, este encuentro es un milagro.
Habían acordado verse la noche
siguiente. Ella dejaría abiertas las puertas de su balcón. La marquesa yacía en
su cama, inquieta, percibiendo en el centro de su pecho una emoción
desconocida. Eran las escenas que había leído en los libros, que había escuchado
de boca de su nodriza en la infancia y había visto representadas algunas veces en
el coliseo de la capital. Él estaba allí, casi imperceptible, tras las pesadas
cortinas y los velos. Pronunció el nombre de la marquesa y ella saltó de la
cama a su encuentro, le extendió su mano y lo invitó al lecho. Él se demoró aún
enredando los velos por todo el cuerpo de ella y la llevó en sus brazos, dócil,
inmóvil, hasta la cama. Ella sentía desaparecer su cuerpo entre las manos de él
y luego hacerse agua con sus besos. Él desenvolvió el cuerpo con destreza y
luego entró en ella, como si hubiera estado allí siempre. Durmieron abrazados
toda la noche; ambos se sentían por primera vez, tras largos años, en un hogar.
Como en los libros, él salió al amanecer.
Pasaron así muchas noches. Otras,
él desaparecía y ella temía que volvieran el frío y la soledad. Después de esos
días en los que lo perdía, veía entrar en su cama a otro ser. Aprendió que
tenía tres rostros: el del amante, aquel que vio esa noche del baile y en la
choza de la mulata; el del comerciante, del nuevo señor que aumentaba cada vez
más las arcas de su casa y aquel otro que no se atrevía a pronunciar: el que la
miraba con ojos más oscuros que el agua que corría entre las rocas de una
caverna, que se cansaba a menudo de sus apetitos de aristócrata y de sus gestos
de amante, que observaba obnubilado su propio cuerpo en el espejo, al mismo tiempo que asía
la cintura y las caderas de ella con fuerza, que la miraba burlándose un
poco de sus deseos y de sus miedos, y en cuya silueta, a la luz de las velas,
sobresalía una protuberancia al final de la espina dorsal. Luego hundía su
rostro entre los hombros y el cuello de ella, y se quedaba allí por mucho
tiempo, ambos envueltos en esa tibieza de la que no habrían querido salir nunca.
Pasó varios días sin ir a verla. La marquesa se asustó y fue a buscar a la mulata. Entonces lo vio. Los mocos que escurrían de su nariz, la tos, los sonidos que provenían de su estómago y de su ano, la ropa que no se cambiaba hacía una semana, los escupitajos, orines y rastros de excremento en el suelo. Su cuerpo era un despojo de otros días, pero evitó el impulso de ponerse el antebrazo sobre su nariz y su boca. Él se volteó y la miró con la versión más oscura de sus ojos y ella le sostuvo esa mirada. La mulata le pidió que saliera y lo acomodó nuevamente en la cama. Luego avivó el fuego y revolvió el caldero, pleno de ramas y de raíces. La marquesa la esperó afuera de la choza:
–La destruiría, si quisiera –dijo la mulata.
–Lo sé.
–Ellos le han exigido tomar una decisión. Lo que vio es lo que quedará de él si se queda con usted, aunque se odiará a sí mismo también si la pierde. Es mejor que no se vean por algún tiempo; él necesita reponerse.
La marquesa pasó los días en vilo;
se dio cuenta de que estaba nuevamente embarazada. El marqués había viajado a
la capital de la provincia de oriente, donde había rumores de revolución, para
apoyar a su rey. Había visto al marqués varias veces hacer el mismo viaje, pero
esta vez sintió que era la última. Se preguntó qué haría y se
sorprendió de su pregunta. Veía su vientre crecer y buscó en la biblioteca los
libros de cuentas de la hacienda. Hacía largas caminatas por la sabana y por la
aldea; escuchaba atenta las conversaciones que podía, aunque las personas
siempre callaban o bajaban la voz en su presencia. Una noche, tras mucho
esperarlo, el mestizo volvió. Acarició su vientre y la amó toda la noche; era
de nuevo el amante, pero ella sabía también que era la despedida.
Algunas lunas llenas después, una
noche de insomnio y de calor, decidió salir de la casona; la luz de la luna
iluminaba los caminos. Llegó hasta una cueva que se encontraba justo en los
límites más lejanos de la hacienda. Le llamó la atención el resplandor que
salía de ella y los sonidos: jadeos, pequeños gritos. Se asomó a la entrada,
casi sabiendo lo que vería y entonces allí estaba: la protuberancia en la base
de su columna se había extendido casi hasta tocar el suelo, se veía más alto,
el pelo más luengo y azulado, las uñas más largas, las orejas puntiagudas y los
dientes más afilados se clavaban en los hombros y en la espalda de una mujer
atada, mientras la sujetaba con fuerza desde atrás. La embistió una y otra y
otra vez. Luego la dejó suspendida, colgada de una estructura de madera en
medio de la cueva, mientras la miraba y sonreía. No quedaba nada del ámbar
alrededor de sus pupilas; era su rostro más sombrío y más poderoso. Las
lágrimas empezaron a rodar por el rostro de la marquesa; él se volteó y la vio.
Ella salió corriendo, pero en un segundo él estuvo delante suyo. No la
reconoció, aunque tampoco fue capaz de hacerle daño y su figura se perdió rápidamente
entre el bosque donde empezaba la montaña, como la primera vez que le habló.
Ella trató de regresar a la
hacienda, pero allí mismo comenzaron las contracciones de parto. Había pasado
tantas veces por ese momento, que no se sorprendió de la sabiduría de su cuerpo
y se dejó llevar. Estaba en el momento en el que sus fuerzas empezaban a faltar
y temía perder la consciencia, con su hijo recién nacido sobre su pecho;
entonces, aparecieron un vasallo y una de las indias que trabajaba en la cocina
de la hacienda. Con el aliento que le quedaba, le pidió a la india que llamara
a la mulata.
Cuando llegó, la marquesa le
pidió que se fuera con ella a la hacienda por algún tiempo y la mujer aceptó, a
condición de poder regresar todas las noches a su choza. Su hijo crecía y ella
procuraba no perderse ningún detalle: ella misma lo amamantó, ella misma lo
bañaba y lo vestía; pasaba con él sus momentos despierto y acondicionó la
antigua habitación de sus muñecas como salón de estudios y de juegos. La mulata
estaba todo el tiempo con ellos. La marquesa se entrenaba para manejar el mosquete,
estudiaba los mapas de todas las provincias, pedía informes detallados de todos
los trabajos de la hacienda, que luego comentaba largamente con la mujer. A
veces, le llegaban noticias del mestizo desde una provincia lejana, donde su
fama y su fortuna cada vez crecían más, y los pobladores, sorprendidos de su
soltería, competían entre ellos para presentarle a sus hijas. A veces, durante
sus paseos nocturnos, creía ver su sombra.
Un día, la mulata se despidió de la marquesa: le dijo que siempre sabría dónde encontrarla. Su hijo crecía. A pesar de todos los esfuerzos de la marquesa, los vasallos y las indias abandonaron la hacienda para unirse a la revolución que prometía independencia para el virreinato. Su hijo había aprendido a dirigir la hacienda, pero se ofreció a irse con el ejército de la Corona, presto a defender al rey. Sabía que lo veía por última vez. Llevaba puestas las ropas del marqués, pero de espaldas, vio que era el otro quien volvía a marcharse. Vio su pelo largo y negro zarandearse al ritmo del galope; giró el cuerpo hacia su madre y pudo ver sus ojos: la versión más oscura de ellos.