viernes, 8 de octubre de 2021

La mirada al frente

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Por Katherin Julieth Monsalve

La película Ya no estoy aquí, del director mexicano Fernando Frías es, en palabras de Alfonso Cuarón: “el choque de dos espacios manteniendo ese mismo tiempo. Un exilio geográfico y del ser”. Sucede en dos lugares que atraviesan, habitan, deshabitan a Ulises: Monterrey y Nueva York. El inicio de la película nos ubica en el lapso de los años 2011-2012. Después, se pierde el hilo del tiempo, porque Frías conoce todas las reglas del cine, las estudió precisamente para, “si en su momento lo quería, traicionarlas. Yo quería tener esas herramientas, no solo quería venderme como un radical, transgredir sin saber a qué no estoy respondiendo”, sostuvo en una entrevista con Casa América. El entrevistador calificó de clásico instantáneo a Ya no estoy aquí, porque combina elementos característicos del cine latinoaméricano: rigurosidad documental, folclore, problemáticas sociales, sin atarse a ninguno, transita por todos sin detenerse, no hay denuncia ni moraleja, hay profundidad.

En esa entrevista también dijo: “A mí no me importa lo imperfecto que pueda ser mi trabajo. A mí lo que me interesa es que mi trabajo obedezca a un momento. Que venga de una inquietud que pueda identificar en un lugar de mi vida”. Y es ahí donde un director se lo juega todo: darle a los espectadores una historia que obedezca a sí mismo y no a lo que están acostumbrados a ver. El desarrollo y final poco complaciente de Ya no estoy aquí, remite a películas como El Sur (Víctor Erice, 1983), en la que todo el tiempo estamos viendo retazos del Sur, hasta que es Estrella la que se va a conocerlo, y nosotros nos quedamos de este lado, y Rodrigo D - No futuro (Víctor Gaviria, 1990), donde Rodrigo se salvó de la violencia que se llevó a todos sus amigos, pero no del dolor que llevaba dentro. 

Cabe apuntar que Fernando Frías logró todo esto teniendo tan solo dos películas realizadas previamente: el documental Calentamiento local (2008) y la ficción Receta (2012), esta última la realizó antes de irse becado a la Universidad de Columbia, para estudiar cine. Aprendió todas las normas, sí, pero se sigue moviendo por la intuición. Su interés por la identidad en condiciones de interculturalidad, está ligado a una infancia con una madre azafata, cuya empresa le otorgaba unos tiquetes especiales que permitieron a Fernando viajar por el mundo. Por eso, cuando le preguntaban cuál era la profesión que elegiría de grande, respondía: turista. Eso también es ser un director de cine. Como turista, con una mirada sorprendida ante el paisaje humano, miró una investigación sobre los Kolombia que llegó a sus manos; así inició el recorrido que lo llevó hasta Ya no estoy aquí. 

Todo comenzó en Monterrey, la primera ciudad industrializada de toda América Latina, esto hizo que muchos migrantes llegaran allí y poblaran asentamientos como Coahuila, Tamaulipas, San Luis Potosí. Sobre la ciudad, el director Fernando Frías atinó a decir: “Hay un diseño urbano en Monterrey calculado para que la periferia se mantenga como tal”. El artículo Cómo llegó la cumbia a Monterrey complementa la afirmación de Fernando con esta descripción: “Pocos visitantes de Monterrey llegan a subir hasta los cerros (...). La visita típica se limita a recorrer los restaurantes de franquicia gourmet y los malls de compras del distrito de San Pedro Garza García, en medio de un bosque de rascacielos medio construidos. San Pedro –el distrito de mayor renta per cápita de América Latina– recuerda más a Houston o Dallas que a México”. 

Cuando encontré esta información sobre Monterrey y la contrasté con la forma en la que vivían Ulises y sus amigos, pero sobre todo Ulises, pensé en el libro Manuscritos de economía y filosofía, de Karl Marx. En el apartado llamado Trabajo enajenado, en la primera parte, explica su intención para desarrollar este contenido teórico: 
“Nuestra tarea es ahora, por tanto, la de comprender la conexión esencial entre la propiedad privada, la codicia, la separación de trabajo, capital y tierra, la de intercambio y competencia, valor y desvalorización del hombre, monopolio y competencia; tenemos que comprender la conexión de toda esta enajenación con el sistema monetario”. 

Y más adelante:
“¿En qué consiste, entonces, la enajenación del trabajo? Primeramente en que el trabajo es externo al trabajador, es decir, no pertenece a su ser; en que en su trabajo, el trabajador no se afirma, sino que se niega; no se siente feliz, sino desgraciado; no desarrolla una libre energía física y espiritual, sino que mortifica su cuerpo y arruina su espíritu”. 

La tesis central de Marx es que el trabajo despoja a los seres humanos de sí mismos. Esto lo vemos continuamente en nuestras vidas y en las de quienes nos rodean; inclusive ese empeño por despojar a los seres humanos de sí mismos, lo vemos en todas las instituciones del poder en la construcción de la sociedad: familia, colegio, iglesia, Estado. Se podría decir que normalizamos vivir de esa manera, por eso encontrarme con Ulises fue un choque, porque es un personaje capaz de mantener su postura ante la vida. Con toda su existencia niega ese tipo de enajenación: nunca manifiesta preocupación por el dinero, la guerra, la violencia, su familia. Él siempre está en sí mismo, es un tipo que siempre mira para al frente, y ese gesto define cómo se enfrenta al mundo conocido y al desconocido. Ulises es el ser más antisistema que he visto, y lo más increíble es que no lo pretende, su vida no es el típico viaje del héroe en busca de su identidad. Él es. 

En la película no está presente la enajenación del trabajador que va a la fábrica y es explotado, porque acá la gente que “mortifica su cuerpo y arruina su espíritu” son los trabajadores del Narco. En una escena, un pandillero le demuestra admiración a Ulises porque él “quedó en un lugar más chido. Yo me quedé aquí”. Se despiden, hacen el saludo de los Terkos y cada uno regresa a su lugar: Ulises con su pandilla que lo espera más arriba y el pandillero a la esquina, donde hay tres tipos más. 

El Narco, la guerra contra este, el desempleo, la pobreza, la violencia, o ese ente que nunca aparece de forma física, la policía, no son preocupaciones de Ulises, eso nunca parece tocarlo profundamente o descolocarlo. Antes de la conversación con el pandillero, Ulises y sus amigos iban subiendo una loma y un habitante de calle, muy conocido por la comunidad, les dijo que no podían subir por ahí, que la policía estaba arriba en unas camionetas negras; la mayoría del grupo se queja, Ulises solo mira hacia adelante, fijo, dice tranquilamente: “Vamos a dar la vuelta”, sin mucho problema, como si eso no le perteneciera. En Ulises sucede una enajenación contraria a la descrita por Marx. 

El desarrollo de la película y la construcción de su personaje principal, me llevan a intuir que a Ulises lo mantiene en sí mismo, y lejos de su contexto, la música que escucha. Lo mismo pasó con Rodrigo D - No Futuro. Hay una foto del detrás de cámaras de esta película colombiana: Ramiro Meneses —protagonista, y me atrevo a decir que único sobreviviente del grupo de jóvenes actores— está en una construcción abandonada, desgastada, sostiene las baquetas de la batería que aún no puede conseguir para tocar música Punk, aislado del resto; solo que Rodrigo mira hacia el piso, en cambio Ulises siempre mira al frente. 

¿Qué lo mantuvo con la mirada al frente? La terquedad. Guillermo del Toro hizo un análisis no solo como espectador y cineasta, sino también como mexicano. En un encuentro que sostuvo con Alfonso Cuarón para Netflix, dijo: “Es una película de gente al final de cuentas sola. Sola contra una estructura, porque los narcos, la policía, la comprensión social del dinero; todo está flotando arriba de estos personajes, y sofocándolos y separándolos. Lo que es hermoso de la película es que es un retrato de la terquedad y la desobediencia como virtudes fundamentales para la sobrevivencia”. 

Terkos


Del Toro continúa: “los Terkos crean actos lúdicos, voluntarios, marginales, únicos, efímeros, para poder vivir del día a día”. Los Terkos, así se autonombraron Ulises y sus amigos, quienes vivían en el Cerro de la Independencia, periferia de la ciudad de Monterrey. A esta contracultura también se le conoció como Kolombia y Cholombianos. Se caracterizaron por usar ropa ancha y colorida, el cabello con patillas largas, y bailar cumbias rebajadas. 

En el artículo del periódico El País, La tribu urbana de México que desapareció con el narcoterror, hablan sobre la historia de esa variación de la cumbia colombiana que se afianzó en las lomas de Monterrey: “Cuentan que esta versión nació por accidente. El músico Gabriel Dueñez, encargado del sonidero —fiesta popular con música mezclada, anterior a los dj— un día tuvo un problema con la casetera: se le derritió el motor por el calor. Entonces, la cumbia comenzó a sonar más lento y fue un éxito. Después de aquello, los encargados de poner las canciones se las ingeniaban para trucar las cintas y así ralentizar las originales”.

Por eso, en la entrevista que le realizan a Fernando Frías para el artículo Cómo llegó la cumbia a Monterrey, hace la siguiente pregunta: “¿cómo es posible que el sonido de la resistencia de la gente más marginada sea la cumbia colombiana y no el del cowboy hat y las cowboy boots?” 

Esta pregunta la respondió el mismo Frías en la conversación que sostuvo en Casa de las Américas a inicios del presente año, haciendo alusión al origen de la cumbia colombiana, cuyo nombre proviene de África, debido a los esclavos y las esclavas que bailaban con pasos cortos porque las cadenas en sus pies no les permitían soltura de movimientos; así que desde sus inicios la cumbia “tiene un carácter contestatario”. Más adelante se refiere a la “espontaneidad cultural en un mundo globalizado donde todo comienza a sonar y verse igual”, en un país que seguía siendo colonizado y cargaba los consecuentes lastres: clasismo y racismo, siendo la primera ciudad industrializada de América Latina, de la que hace parte San Pedro Garza García, el municipio más rico de Latinoamérica. Los Kolombia, fueron un instante en el tiempo, por eso Fernando Frías señala que las cumbias rebajadas intentaban detener el tiempo, porque eran chicos que sabían que no había futuro. 

En la película, Los Terkos forman una familia y se crean un submundo. En una ocasión llega un niño nuevo, le dicen Sudadera, están en la edificación abandonada donde se reúnen usualmente, mientras le ponen gel en el cabello y estiran las patillas de Sudadera llega Isaí con una camisa grande, y le dice: “¡Es mi favorita!” Se la pasa para que se la coloque; poco a poco, cada Terko le pone algún elemento a Sudadera: tennis, una bolsa para amarrar el pantalón, etc. 

En otra escena, Ulises escucha música en su radio, su mamá le habla varias veces, pero él no parece escucharla, le grita que lo apague porque va a despertar al bebé, “no oyes o qué, cabrón”, le dice que se vaya; Ulises responde a todo con movimientos tardíos, apaga la grabadora sin atender al insulto y sale. 

La cumbia y ese lugar etéreo al que llevaba a esos chicos, era una enajenación contra el sistema. Ulises no es lo que se esperaría de un chico mexicano de la periferia, en un lugar tan cercano a Texas, criado en medio de esa violencia exacerbada que produjo ese remedo de solución llamado Guerra contra el Narco. Él es, como Ramiro Meneses con las baquetas y la batería ausente. Pero del sistema no se puede escapar, por eso la guerra le da su coletazo a Ulises y se tiene que ir para Nueva York. Antes del viaje, su mejor amiga le regala un reproductor de música, sin saber que con eso le daba lo único que le quedaría de los Terkos y también la nostalgia que lo acompañaría en esa otra ciudad. 

Extranjero 


En Nueva York Ulises sigue siendo un Terko, no baila ni escucha otro tipo de música, y cuando un policía le pide los permisos para poner música en un lugar público mientras baila para recoger dinero, Ulises lo insulta y sale corriendo. Sigue siendo el chico que mira al frente. Aún lejos, es. No se deja absorber por una ciudad acostumbrada a tragarse las minorías extranjeras. 

Desde Monterrey llega un susurro que le anticipa: ya no eres de aquí. Esto se ve en tres momentos: cuando llama a su amiga y ella no escucha el celular, la foto de su amigo Isaí como integrante de los Pelones, y su mamá le dice por teléfono: “olvídate que tienes madre si vuelves”. Por esos días escucha una cumbia: “hoy me encuentro solo y tan triste”. Nada más. Ni una palabra al respecto.

En la secuencia mejor lograda y más potente de la película, Ulises inhala sacol. Llega el recuerdo con sus amigos dando vueltas uno encima del otro, riéndose; están en un lugar alto y abandonado. Inhala de nuevo. Aparece con sus amigos sentados en el filo de una terraza, se ríen, al fondo se divisa la ciudad. Como Mónica, la protagonista de La vendedora de rosas que inhala sacol para estar de nuevo con su abuela y calmar el hambre. Luego, aparece en unas escaleras, se corta las patillas largas. Las escupe. Se va. Bien lo dijo Alberto Aguirre: “el exiliado es extranjero en cualquier suelo (incluido el propio)”.


“Ya no te quiero, que ya no te extraño” 


“La búsqueda de una identidad social en una de las urbes más industrializadas del país desembocó en una estética nunca vista que duró sólo una década. El narcoterror acabó también con ellos”. Así describe el inicio y final de los Kolombia el artículo del diario El País, La tribu urbana de México que desapareció con el narcoterror

El artículo aborda una exposición interactiva sobre los Kolombia en el Museo de la Ciudad de México, realizada en el año 2016. Déborah Holtz, responsable de la exposición, le dijo a ese periódico que se trataba de “un movimiento completamente original y bastardo (...). Cuando todo se comenzó a poner muy violento, lo mejor era pasar desapercibido, todo era sospechoso. La lucha contra el narcotráfico provocó una represión hacia estos chicos, se cortaron las patillas e intentaron parecerse a los demás”. Así fue la muerte de ese lugar al margen del sistema que fueron los Kolombia. 

Hacia el final de la película es claro que los terkos también murieron, Ulises encuentra a su pandilla en el entierro de Isaí, pero no se acerca a ellos. Luego del entierro sucede una especie de colapso: la ciudad comienza a destruirse a sí misma; desde arriba, en la terraza donde antes se reunía con sus amigos, Ulises baila solo, se mueve suavemente y cierra los ojos. Ulises se mantuvo en el tiempo, y ni siquiera la pérdida de lo que se podría llamar su identidad le quitó eso. No necesita unas patillas largas, ni insignias para él mismo ser ese lugar fuera del sistema. En esa escena final, escucha una cumbia rebajada, y a través de ella Ulises le dice a todo este recorrido, a toda su historia, y a la ciudad “vengo a decirte hoy, que ya no te quiero, que ya no te extraño”.



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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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