Sobre En el jardín del ogro, de Leila Slimani
Por Paula Andrea Marín C.
“Las personas insatisfechas destruyen lo que las rodea”.
Leila Slimani, En el jardín del
ogro.
En el jardín del ogro, de Leila Slimani (Rabat, 1981), fue la primera novela de la autora (hay una segunda de 2016 por la que ganó el Premio Goncourt: Canción dulce, y una tercera: El país de los otros, de 2020), publicada en 2014 por Éditions Gallimard, en Francia, su país de residencia desde la juventud. Conseguí la novela por su tema: la adicción sexual femenina, según se lee en la contratapa. ¿Por qué alguien se vuelve adicto al sexo? Como en cualquier otra adicción, sabemos que somos adictos cuando no podemos controlar el impulso recurrente de hacer algo. En el caso de Adèle, la protagonista de este libro, su impulso incontrolable es seducir hombres y tener sexo con ellos, sobre todo, con desconocidos. Cuando llevaba un cuarto del libro leído, empecé a encontrar varias similitudes con Madame Bovary (incluyendo la del estilo: la construcción de una distancia sostenida que, en el caso de Slimani, poquísimas veces empatiza con sus personajes), el clásico decimonónico de Gustave Flaubert, y la lectura de la novela de Slimani se volvió aún más interesante.
Adèle, de padres argelinos, está
casada con Richard, un exitoso médico, oriundo de una provincia francesa;
tienen un hijo de tres años: Lucien. Adèle no soporta su vida burguesa, pero
tampoco soportaba la “vulgaridad” de la vida en la casa de sus padres (queda la
duda de si Adèle fuera francesa y de una clase social más alta sería distinta,
más “adecuada”). Eterna insatisfecha, Adèle buscará en el sexo llenar el vacío
que siente en su vida, sentir algo, a riesgo de morir en manos de desconocidos
que la llevan, en muchas ocasiones, a actos de abyección, a través de los cuales
intenta anularse a sí misma. La escena en donde Adèle ubica el origen de su
infructuosa búsqueda está en el momento en que leyó La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, en una edición
que habían dejado los huéspedes anteriores en una casa que alquilaron sus
padres (quienes no eran lectores ni compradores de libros). Adèle descubre el
placer sexual, por primera vez, leyendo un apartado de ese libro e irá detrás
de esa sensación en su vida “real”. Al igual, pues, que Emma Bovary, Adèle irá
tras hombres que la hagan sentir lo que encontró en esa novela leída.
Como Emma, Adèle no siente amor
por su marido ni por su hijo; tampoco afecto por sus amigos (una amiga, en
realidad) o por su trabajo como periodista. El único que despierta su ternura
es su padre (otro eterno insatisfecho por haber dejado su país), pero no le
alcanza para salir del iglú en el que vive:
Tuvo un hijo por el mismo motivo por el que se casó. Para pertenecer al mundo y protegerse de cualquier diferencia con los demás. Al convertirse en esposa y madre, se rodeó de un aura de respetabilidad que nadie puede arrebatarle. Se construyó un refugio para las noches de angustia y un retiro cómodo para los días de desenfreno.
(En el jardín del ogro).
Al igual que Emma, Adèle se casa
y se convierte en madre porque es lo convencional, pero no porque obedezca a
sus anhelos o a sus convicciones. Intenta defenderse de sus pulsiones
refugiándose en una vida familiar burguesa y, poco a poco, la novela va
develando que este refugio la pone a salvo de no saber qué hacer con ella
misma, de no querer hacerse cargo de sí misma, como Emma Bovary (ambas también
son un desastre para hacerse cargo de sus cuentas). La gran diferencia entre la
heroína de Flaubert y la de Slimani es que mientras Emma va en busca de una
pasión amorosa, Slimani va detrás de la experiencia sexual a secas; a Adèle no
le interesa conocer a sus amantes de turno, hablar con ellos o enamorarse, sino
únicamente desaparecer entre las manos de un hombre. Su otra frustración es que
no lo logra y se siente insatisfecha, cínica, frente a cada hombre con el que
se acuesta. Los hombres, en cambio, quedan prendados de ella. La heroína de
Slimani cumple el sueño de muchas mujeres de separar sexo y amor, pero se
convierte en una “mujer helada”.
Al igual que Charles Bovary,
Richard hace todo lo posible por ser un perfecto burgués, aunque a diferencia
del personaje de Flaubert, Richard lo consigue (la carrera exitosa, la casa
perfecta), excepto por su mujer (a la que realmente ama, como Charles a Emma: “Ella
era su neurosis, su locura, su ideal soñado”), que no se adapta a la imagen de
esposa perfecta, entregada felizmente a cuidarlo él, a la casa y a su hijo: “Siempre
soñó con ser padre, fundar una familia que contase con él y a la que pudiera
ofrecer lo que él a su vez había recibido” (En
el jardín del ogro).
El mayor miedo de Adèle, como el
de Emma, es que Richard se entere de su otra vida, pero, como buenos burgueses,
la novela permite entrever que así la verdad esté delante de los ojos de
Richard y estalle en cólera al sentirse traicionado, preferirá salvar el plan
de su vida perfecta y concentrar todos los esfuerzos en salvar a su esposa, empeñado
en comprender su comportamiento como una enfermedad de la que se puede curar.
Adèle se entregará a los cuidados y a la vigilancia de su esposo; quisiera
creer, por fin, en que es suficiente con esa vida hogareña, pero, como en una
película de terror, la amenaza siempre estará allí: un bar, un hombre solo o un
grupo de hombres, el deseo de gustar, la conquista. Perderse.
Hace un tiempo leí, quizás, el
mejor texto sobre Madame Bovary que
ha pasado por mis ojos; lo escribió Leila Guerriero (otra Leila, esta
argentina): “El bovarismo, dos mujeres y un pueblo de la Pampa”. Tengo ultra
resaltada una cita: “Emma Bovary me parecía un mecanismo, desorientado y
caníbal, que lo devoraba todo en pos de una ensoñación confusa, sin detenerse a
pensar en los daños, en los temibles daños, en los inevitables daños
colaterales” (Leila Guerriero); y otra más: “[Madame Bovary era] una
advertencia feroz sobre la importancia de nuestras decisiones”. Adèle me parece
este mismo mecanismo confuso y caníbal incapaz de detenerse a pensar en los
daños colaterales ni de asumir las consecuencias de sus actos, porque no son
producto de decisiones de las que quiera hacerse responsable.
Del siglo XIX al XXI, seguimos
criticando la pareja monógama, el ideal de familia, la vida burguesa y
admiramos a quienes han sido capaces de transformar las convenciones sociales,
pero la verdad es que no hemos podido encontrar aún un modelo alternativo de
vínculo afectivo que nos dé la misma sensación de seguridad y de bienestar que
puede llegar a proporcionar el matrimonio con hijos (o con perros y gatos),
como ya lo ha explicado brillantemente Brigitte Vasallo en su Pensamiento monógamo. Terror poliamoroso. Emma Bovary es admirable por su “egoísmo sublime” –como dice Guerriero en su texto–,
pero es también una “advertencia feroz” cuando entendemos que su egoísmo no la
lleva a tomarse en serio a sí misma, a sus decisiones y a sus anhelos. Seguimos
teniendo hambre de una vida que sintamos como verdadera, pero damos demasiados
traspiés para conseguirla, porque es difícil saber exactamente en qué consiste.
Por nuestra educación, por el sistema patriarcal en el que hemos vivido, las
mujeres solemos asociar esta vida verdadera con encontrar una pasión amorosa; sin embargo, en la actualidad, la sacudida de la idea del amor deja
a las mujeres frente al esqueleto del sexo. Algunas (muy pocas, según mis
cuentas) han logrado desprenderse de la idea del amor burgués y vivir
plenamente su sexualidad; para la mayoría de nosotras sigue siendo difícil
lograrlo. Más allá de esto, me interesa señalar, retomando las palabras de
Vivian Gornick, que la única manera de escuchar la “advertencia feroz” de Madame
Bovary y de Adèle es tomarnos en serio (nuestro cerebro, nuestras emociones,
nuestro trabajo, nuestra vocación), salir de la infancia emocional, material y
mental tratando de conseguir un “control estable del pensamiento propio” (Mirarse de frente, Vivian Gornick),
precisamente, lo que Emma y Adèle son incapaces de hacer.
El matrimonio y los hijos han
sido cárceles, trampas para muchas mujeres (y hombres) desde hace siglos, pero
también les ha servido a muchas mujeres (y hombres) como excusa para no hacerse
cargo de sí mismas y vivir en una insatisfacción eterna que les hace daño a
ellas, a sus maridos y a sus hijos. Hace poco leí un libro publicado por la
Universidad Diego Portales (Chile), en 2019, y editado por –de nuevo– Leila
Guerriero: Extremas, en donde
aparecen compilados trece perfiles de mujeres latinoamericanas (escritoras,
artistas plásticas, músicas, deportistas, guerrilleras, monjas). Dice Guerriero
en el prólogo que ese libro es sobre mujeres que se entregaron a una vocación
por encima de todas las cosas. Sin embargo, lo que más me llamó la atención del
libro fue darme cuenta de que todas aquellas mujeres que habían vivido en la
infelicidad, la tragedia, la pobreza y el olvido habían estado casadas (emparejadas)
o habían sido madres; la excepción eran una nadadora (mi perfil favorito), una
monja y una poeta, de las que no se mencionaban parejas ni hijos y que vivieron
esa vocación de la que habla Guerriero con seriedad, entrega. Me gusta pensar
que esas tres mujeres cambiaron las preguntas obsesivas: ¿Soy amada? ¿Soy
deseada? por: ¿Qué quiero hacer, realmente? Entendiendo que eso que se quiere
hacer lo debemos hacer cada día, debemos elegir hacerlo cada día.
Hay quienes viven la vida
hogareña felizmente, quienes han tomado esta decisión previendo la mayor cantidad
de efectos colaterales posibles y están dispuestos a asumirlos, como Richard.
Hay quienes la vida hogareña les produce aburrimiento, como a Adèle, pero temen
estar por su cuenta porque no saben qué hacer con ellos mismos, cómo acompañarse.
En el jardín del ogro muestra el
sufrimiento de quien vive desorientado dentro de sí mismo todo el tiempo; al
igual que Flaubert, Slimani nos obliga a frenar el carro desbocado, el piloto
automático, la anestesia cotidiana y preguntarnos: ¿Qué quiero hacer,
realmente? Y ¿estoy dispuesta a asumir las consecuencias?
En su libro Cuentas pendientes (Sexto piso, 2021), Vivian Gornick dice, a
propósito de su relectura de una novela de D. H. Lawrence (Hijos y amantes): “El éxtasis sexual no solo no nos devuelve a
nosotros mismos, sino que uno debe tener un ser bien armado para saber qué
hacer con él en caso de que sobrevenga”. La respuesta no está en asumir la vida
burguesa sin cuestionamientos; tampoco en entregarse a la búsqueda del éxtasis
sexual, como un hambriento de sensaciones que vuelve a quedarse famélico
después del orgasmo. ¿Qué es lo que escasea en nosotros y que nos lleva a
buscar desesperadamente ese éxtasis sexual? La falta de una vida interior, dice
Gornick, de tomarnos en serio nuestro ser.
Escena 1: conozco a un hombre y
nos gustamos, nos deseamos; pasamos la noche juntos y yo me enamoro (él no).
Escena 2: conozco a un hombre y nos gustamos, nos deseamos; pasamos la noche
juntos y yo no me enamoro (él tampoco). Escena 3: conozco a un hombre y nos
gustamos, nos deseamos. No pasamos la noche juntos ni nos enamoramos. Dice
Brigitte Vasallo:
El deseo, de hecho, es nuestro, y no paramos de huir de él para entregárselo a otros. Podemos disfrutarlo, podemos sentirlo intensamente y llenarnos de vida por el simple hecho de estar deseando… Cuando deseamos entramos en la búsqueda desesperada de reciprocidad. Y el deseo pasa a ser una agonía… Si existe la reciprocidad, también se puede disfrutar en sí misma. Decirle a alguien que la deseas y que esa alguien te conteste que también y brindar por ello y ser felices de la coincidencia, sin más. Sin que eso cambie la relación, sin que eso humille ni enaltezca a nadie.
(Pensamiento monógamo. Terror
poliamoroso).
Estoy entendiendo que el deseo,
como el amor, es algo que también puede decidirse –contrario a todo lo que nos
han enseñado–, algo de lo que podemos hacernos responsables (porque me afecta a
mí y a otro) y algo que no necesariamente se lleva al acto, porque lo más
importante es desear, es percibir lo que hace en nosotra(o)s, lo que dice de
nosotra(o)s. Gracias a En el jardín del
ogro y a Leila Slimani por esta otra “advertencia feroz”.
- Leila Slimani. En el jardín del ogro. Trad. Malika Embarek. Madrid: Cabaret Voltaire, 2019.