jueves, 17 de febrero de 2022

El bosque y la venganza

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Alessia Lanetti, Pinterets

-Mírele las tetas –dijo mi primo. 

Yo nunca había visto unas tetas tan grandes, ni tan bonitas. 

-Mírele la espalda y el culo –decía-. Está muy rica. 

Yeyé hablaba como un animal hambriento, a la espera del mejor momento para lanzarse sobre su presa.

 -Le doy diez mil si se acerca y se deja ver –me retó. 

-Está loco, Yeyé. 

-Berenice sabe que la estamos viendo, y le gusta. 

-Yo sé que sí, pero una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. 

-Marica. 

-Marica usted. 

-Marica usted que no se acerca. 

-Marica usted que no se la ha comido. 

Berenice vivía en la misma vereda que nosotros y sentía una predilección especial por Yeyé y por mí. Le gustaba mostrarnos sus formas carnosas, que combinaban muy bien con el ambiente agreste de aquellas montañas. 

-¿Se van a quedar ahí todo el día o qué? –gritó sin mirarnos. 

El agua de la quebrada bajaba pesada y fría, y Berenice recortaba la corriente con sus muslos grasos y redondos. Yo me sonrojé y al mismo tiempo sentí que se me hacía un bulto bajo la tela del pantalón. Yeyé asomó su cabeza enseñándole al mundo una sonrisa depravada y feliz. 

-Es ahora o nunca –dijo. 

La muchacha tenía el pelo oscurísimo como la crin de algunos caballos. Nos miró por el rabillo del ojo y luego giró su cuerpo sin perturbarse, como si la desnudez fuera el estado natural de su existencia y constituyera un atributo más del mundo que nos rodeaba. Yeyé se fue quitando la camisa y el pantalón y los calzoncillos. Entró en el agua y ambos empezaron a jugar como dos chiquitines en un ritual de apareamiento. Yo me senté sobre la misma roca tras la que estábamos agazapados y saqué mi armónica. Si nuestras madres nos vieran, la de Berenice, la de Yeyé, la mía… ¡Nos colgarían a todos de una viga y nos apalearían! 

Empecé a tocar mi instrumento. Cerré los ojos y luego los volví a abrir. Me esforzaba para no quedarme observando el sexo de Berenice, que parecía una selva tropical, enmarañada y húmeda. 

-¡Qué linda música! –le escuché exclamar. Después dio un pequeño grito, seguido de una fuerte carcajada. Yeyé había buceado hasta el arco de sus piernas y ahora tenía la jeta hundida entre el matorral de su pubis. 

-¡Parece un perro! –dijo ella. 

Luego mi primo le dio una pequeña mordida en el ombligo. La campesina se rio. Después volvió a su entrepierna. Berenice chilló de alegría. 

-Les deseo mucha suerte –anuncié. 

-¡Ismael! –gritó ella. 

A todas luces vivía en su ley: la ley de su propia vitalidad enfrentada a siglos y siglos de civilización, de puritanismo, de anti-naturaleza. Me quería tanto como a Yeyé, eso era seguro. Buscaba hacernos felices a ambos y tal vez visitar nuestra casa y conocer lo que es un plato lleno de comida, con verduras y carne. Sin embargo, mi intención de irme estropeó aquel equilibrio, haciéndola sentir juzgada por una autoridad moral que encarné muy a mi pesar. Con sus brazos intentó desprenderse de Yeyé, que estaba aferrado con el alma. No siendo la delicia de los dos, tampoco sería el alimento de uno solo. En un descuido, mordió el hombro de mi primo igual que una tigresa. Este gritó y tuvo que empujarla para quitársela de encima. 

-¡Maldita calientahuevos! –exclamó. 

-¡Más respeto con las mujeres, hijueputa! –replicó ella. 

-¡Pero si yo lo único que quiero es culear! 

-Pues no va a ser hoy, ni conmigo. 

-¡Venga, Yeyé! –grité yo. 

-¿La vamos a dejar ir otra vez? –me contestó mi primo con voz suplicante. 

Mientras tanto, Berenice salió del agua y agarró su vestido, sus calzones, sus sandalias, y se lo puso todo encima con la misma facilidad con que se había quitado cada prenda. Tal vez su libertad era la de una criatura de la naturaleza, pero, en los términos en que nosotros lo entendíamos entonces, solo era una campesina muy pobre a la que le habían dado muchas palizas, e intentaba escapar de la miseria de su hogar a través del deseo que provocaba en los hombres. Desde la otra orilla de la quebrada empezó a reírse de nuevo, consciente de su ventaja sobre nosotros, y nos mandó un beso en el aire de forma coqueta. 

Yo guardé mi armónica en el bolsillo del pantalón y esperé a que Yeyé se vistiera. Berenice entró en el bosque por el desecho que serpenteaba montaña arriba, hasta la carretera. Comenzamos a caminar en dirección opuesta, pero antes de alejarnos lo suficiente del pedregal escuchamos sus gritos. 

-¡Auxilio! ¡Auxilio, por favor! –exclamó. 

-¡Me lo tendrá que mamar! –repuso Yeyé. 

-Parece que está en problemas… 

-¡Qué problemas ni qué problemas! 

-¡Yeyé, Ismael, por f….! 

Su voz se cortó abruptamente. ¿Y si realmente le había pasado algo? Teníamos que ir y correr el riesgo de que nos viera la cara de idiotas. No es posible escuchar una voz de socorro y hacerse el que no es con uno y seguir viviendo como si nada hubiera pasado. ¿Y si fuera grave? Al instante, Yeyé lo entendió sin que intercambiáramos ni una palabra más. Cruzamos el vado de la quebrada a brincos y entramos en el bosque. Montaña arriba había una pequeña planicie. Berenice estaba en el suelo. Dos soldados armados con fusil se encontraban junto a ella. Un tercer uniformado, sobre el cuerpo de la campesina, le chupaba las tetas y tapaba su boca. 

-¡Ayúdenme, cabrones! –les gritó a sus camaradas. 

Intentaba bajarse el pantalón, pero necesitaba otro par de brazos para inmovilizar a la mujer que se resistía bajo su peso. Berenice lo mordió en uno de sus dedos callosos y grasientos. Los otros se rieron de su compañero, que arqueó las cejas de modo que sus ojos tomaron la forma de dos platos blancos; luego berreó como si le hubieran hundido un palo en el orto. En un intento por despegarse, el soldado alzó la mano que tenía libre y le propinó un puñetazo en las costillas a la muchacha. 

-¿Por qué no se culean a su madre, malparidos? –rugió Yeyé. 

Los dos soldados que estaban de pie voltearon a mirar. Rápidamente cambiaron las muecas que tenían grabadas en sus jetas por la impavidez y la sorpresa. 

-¿Y a ustedes quién los llamó? ¡Circulen, gonorreas! –contestó uno de ellos. 

-Con que perjudicando a la pelada, ¡cobardes hijueputas! –le respondí. 

-¡Qué le importa, marica! –continuó el mismo, quien parecía aún más molesto que el que estaba sobre Berenice. 

-Es la hija de mi tío José. ¿Cómo no nos va a importar? –mintió Yeyé. 

-¿Y por eso se la iban a culear en la quebrada, huevón? 

Nos habían vigilado todo el tiempo. Seguro que también nos vieron a Yeyé y a mí cuando aún estábamos acurrucados en nuestro escondite. Seguimos lanzándonos insultos, uno tras otro, cada vez peores, o mejores, mientras el uniformado que forcejeaba con Berenice aullaba de dolor. De pronto se hizo un silencio, seguido por un sonido gutural. El asaltante se giró como un rollo y reveló el lugar en donde poco antes había estado su dedo meñique. Berenice enderezó su tronco y escupió un pedazo de carne. Los soldados observaron a su camarada, cuya sangre cubría de púrpura su mano y la manga de su uniforme. 

-¡Esta perra me arrancó el dedo! –exclamó el violador, en un brote de rabia. 

-¿Y ahora…? –preguntó instintivamente uno de los reclutas. No había abierto la boca hasta entonces. Parecía estar allí por una falta de voluntad que habría degenerado en tolerancia y aceptación de la infamia, más que por iniciativa propia. 

-Hay que matar a esta puta de mierda –añadió su compañero-. ¡Y ustedes váyanse de aquí, sapos hijueputas! 

-Nosotros somos de aquí. ¿Quiénes son ustedes, cabrones? –respondió mi primo. 

-¿En dónde está su capitán, malparidos? –lo respaldé. 

-Esta puta atacó a un militar, y eso no puede quedarse así –afirmó el conscripto que había relevado la autoridad del que se quejaba sobre la hojarasca. 

-¡Agradezca que fue el dedo y no la verga! –continuó Yeyé. 

-Chúpemela, hijueputa. 

-Dígale a su novia que se la chupe –le grité yo, refiriéndome al soldado que no decía nada y abría los ojos como un caballo espantado observando la sangre de su camarada. 

-Mejor vámonos –dijo al fin éste último, casi sin voz. 

El que estaba echado en el suelo volvió a hablar, con las tripas. 

-¡Me voy a vengar, perros! 

Apoyó uno de sus brazos sobre el suelo y con un movimiento se acercó al lugar en donde estaba su meñique y lo recogió del suelo. Luego se levantó y empezó a caminar como un borracho, peligrosamente, hasta alcanzar el fusil que estaba reclinado contra una gran roca a su lado. Por un momento pensamos que nos iba a disparar, pero nos dio la espalda e inició la subida de la montaña. El soldado más cobarde se fue tras él, y el otro, de mala gana, se decidió a seguirlos, no sin antes despedirse. 

-Se van a morir, perros hijueputas. ¡Cuídense! 

Berenice permanecía sentada sobre la maleza. Nos acercamos con Yeyé e intentamos ayudarla a incorporarse, pero no nos lo permitió. Se sobó la costilla en la que había recibido el puñetazo y luego se puso de pie sola. 

-Gracias por venir –dijo. 

-Escuchamos sus gritos –respondí. 

-¿Y qué vamos a hacer ahora? –reflexionó Yeyé. 

-Nada –dijo Berenice. 

-¿Y si la buscan en el rancho? –pregunté yo. 

-A dónde más puedo ir –contestó ella. 

-Son capaces de matarla –dijo mi primo. 

-Vámonos para la casa –atiné a sugerir. 

-Vamos –me apoyó Yeyé. 

-Bueno –dijo Berenice sin muchos ruegos, con la boca y los dientes todavía manchados con la sangre del soldado. 


A esa misma hora, mientras hacíamos un rodeo para acercarnos sin ser vistos, una visita non grata tomaba asiento en el zaguán de nuestra casa. Era el cabo Florido, un personaje macizo, siniestro, de extremidades musculosas y velludas, con una reputación de asesino de liberales que le habría hecho sombra a cualquier pájaro o chulavita de la región. A su lado, sobre un taburete, se encontraba mi nono Ismael, tanteando el terreno como si un animal de la montaña se hubiera cruzado la cerca de la finca. 

-Aquí estamos al servicio de la patria –dijo el viejo, queriendo inspirarle confianza a aquel sicario envalentonado por el uniforme. 

-Eso está por verse… –respondió el cabo-. Nos quedamos sin comida a tres días de aquí. 

-Claro… –asintió mi abuelo mirando de reojo a los soldados que se encontraban a unos metros de la casa, junto a los corrales-. Pero dígame, ¿encontró a esos hijueputas? 

-¿A quiénes? –preguntó el cabo. 

-¡A esos miserables! ¡A la guerrilla! 

-Ha, esos malparidos… Tres semanas en la serranía y no encontramos a ninguno. Se esconden como ratas. Y usted, ¿los ha visto? 

-¿Por aquí? ¡No, señor! ¡Que se mantengan bien lejos esas alimañas de monte! 

Una sonrisa minúscula agrietó el rostro sanguíneo del cabo Florido, quien a partir de ese momento comenzó a hacer preguntas como si fuera la único forma de conversación que conocía. 

-¿A cuánto está el pueblo? 

-A buen paso, unas cuatro horas… 

-¿Cómo se llama esta finca? 

-Tres Piedras... 

-¿Y es suya? 

-De la familia… 

-Y esas vacas, ¿son suyas? 

-Están en compañía –trató de explicar mi abuelo. 

En los ojos del matarife brilló la escena que abría de desarrollarse a continuación. El viejo Ismael intentó desviar la charla llamando a mi nona, que se encontraba en la puerta de la cocina, vigilante. Le pidió una jarra de guarapo para el cabo. Ella fue hasta donde estaba el hure y regresó casi de inmediato con el elixir alcohólico y dos vasos de vidrio. Florido olfateó la bebida con sus fosas nasales dilatadas y bebió con avidez. Mi nono lo acompañó con una mueca ficticia en la cara. El cabo, satisfecho, levantó la vista con la boca entreabierta, como si fuera un niño a punto de pronunciar una vocal. Instantáneamente se escuchó un eructo y luego volteo la testa hacia afuera de la casa. 

-¡Soldados! –gritó dirigiéndose al pequeño grupo de militares apostado en los corrales-. ¡Hoy vamos a comer carne y a beber guarapo por cuenta de un patriota! 

En un impulso que podía llegar a ser ridículo por su teatralidad se levantó de su silla, desenfundó el arma que llevaba al cinto y la apuntó en dirección a una res apacentada junto a los comederos de cemento. Los uniformados se movieron rápidamente, como una banda municipal amenazada por un director de orquesta desquiciado. Se escuchó detonar el arma de fuego, seguido de un mugido. Luego el cabo salió del recibidor y empezó a caminar hacia el animal que jadeaba con dificultad en el suelo empedrado. Tomando posición junto a la estacada, le atinó otro balazo en uno de los ojos, que se le desparramó como una yema de huevo aplastada dentro de su cuenca. 

-¡A cocinar, parranda de hijueputas! –ordenó-. ¡Traigan toda la sal que encuentren! ¡Y sírvanme un plato de chinchurria, pero ya! 


Berenice, Yeyé y yo escuchamos los disparos del cabo Florido mientras avanzábamos sobre el límite del bosque, en donde empezaba el cacaotal de la finca. Al acercarnos lo suficiente, nos escabullimos hasta la casa tolva que había construido mi abuelo junto a las piezas de los obreros. En el piso elevado de madera, entre catabras y costales viejos, nos ocultamos de la tropa, divisando lo que ocurría a través de los resquicios de las tablas que formaban el cuarto superior. 

-Nos metimos en la boca del lobo –dijo Berenice. 

-Tenemos que hablar con el capitán –dije yo. 

-¿Y cuál de ellos es? –preguntó mi primo. 

Desde nuestro escondite vimos algunos soldados destazando la vaca recién matada. A unos metros de allí se encontraba el cabo, a quien aún no distinguíamos como tal, pero cuyo nombre y fama de asesino le precedían, y a un lado de él estaban mis abuelos. En ese momento reconocimos las jetas de tres personajes que ingresaban en la escena, acercándose por el camino de la colina que dominaba el paisaje por el oriente. Eran los mismos que habían intentado abusar de Berenice y ahora avanzaban en dirección a Florido. El que había sido mutilado por nuestra amiga se adelantó a sus compañeros mientras se sujetaba la muñeca ensangrentada. Hubo un intercambio de voces. El cabo gritó como un energúmeno tras terminar de escuchar al uniformado herido. Luego, irritado, lo abofeteó tirándolo al suelo. Después pareció dar una orden que los tres soldados acataron con prontitud, y se alejaron de él. 

-Ese es –dije yo, descartando la idea de acercarnos. 

-¿Y ahora qué hacemos? – interrogó mi primo, con aire serio. 

-Esperar –dijo Berenice. 

-¿Esperar? –preguntó Yeyé-. ¿Hasta que se vayan? 

-Claro que hasta que se vayan, burro –respondió ella. 

El olor a grasa chamuscada impregnaba el aire. Poco a poco, la tropa se reagrupó frente a la casa y, sobre la alfombra verde del prado, dispusieron de algunas hojas de plátano para depositar las tandas de asadura que los soldados hambrientos devoraban igual que gavilanes alrededor de un animal muerto. Al cabo Florido le sirvieron una bandeja con entrañas relucientes en su propia grasa que engulló junto a una guarnición de yuca y guarapo. Mi primo, con el semblante de aquellos perros que esperan en las pesas a que el carnicero deje caer un hueso del mesón, cerraba los ojos y luego los volvía a abrir. En seguida tomé consciencia de que, tarde o temprano, se quedaría dormido. También vi al cabo, algún tiempo después, cabeceando sobre una silla mecedora, en el sopor de la digestión y la ebriedad. Y no pasó mucho antes de que el letargo de la tarde nos venciera a Berenice y a mí, con el sol de los venados poniéndose en el horizonte. 


Desperté en medio de la noche. La luna brillaba como un enorme lunar blanco en el cielo. A mi lado estaba Yeyé, pero no sentí el cuerpo de Berenice. 

-Berenice... 

-¿Qué pasa? –preguntó mi primo. 

-Berenice no está. 

-Habrá salido a mear. 

-¿Y los soldados? 

Yeyé se alzó de hombros. Luego dijo: –No sé. Tal vez la agarren. Es una burra-. 

-Espéreme aquí –dije un momento después-. Voy a salir a echar un vistazo. Tal vez esté en los alrededores. 

-¡Pilas! ¿Quiere que nos descubran? 

-Nadie nos va a descubrir. Voy a tener mucho cuidado. Quédese aquí por si regresa. 

Consciente de la presencia de vigilantes haciendo la guardia nocturna, me deslicé por una de las columnas de la casa tolva lo más silenciosamente que pude. Avancé hacia la casa de los obreros y tomé el camino de los baños, por detrás de las piezas. La luz plateada del cielo se reflejaba como un guante blanco sobre el pasto y los arbustos. Los uniformados estaban durmiendo en el descampado junto a las pilas de agua, en donde habían levantado sus tiendas de campaña. Decidí mantenerme lejos de esa zona, así que solo avancé hasta la esquina del muro que unía el interior de los cuartos y me quedé allí, en la oscuridad, con los ruidos de la naturaleza por telón de fondo. 

-Berenice… –dije en tono casi imperceptible. 

Nadie me contestó. Regresé por donde había ido, y entonces noté, sobre un promontorio de tierra frente a mí, junto a un matorral de helechos robustos y tupidos, la presencia de un bulto que brillaba pálidamente y daba espasmos en el suelo. Me acerqué para comprobar su identidad. Era uno de los militares que nos encontramos en la quebrada, con los ojos de caballo mirando hacia las estrellas y una herida profunda en la garganta. Entonces, cuando noté la presencia de alguien a mi espalda, sentí que la sangre se me helaba en las venas: 

-¡Quieto, perro hijueputa! 

Reconocí la voz. El filo de un cuchillo hizo presión sobre mi cuello. Era el soldado que, tras frustrar la violación de Berenice, nos amenazó de muerte al final, con la rabia de un animal que esperaba las sobras de un banquete infame. 

-¡Ahora sí se va a morir, gonorrea! 

-Tranquilo, manito... 

-¿En dónde está esa zorra hijueputa? 

-No sé… 

-¿Ah no, malparido? 

Presionó aún más la lengua del cuchillo y sentí un hilo de sangre que se deslizaba sobre mi piel hasta dilatarse en el cuello de mi camisa. Me atreví a preguntar: 

-¿Quién… quién lo mató? 

-¿Cómo que quién? ¡Ustedes… fueron ustedes…! 

-¿Qué? ¿Está loco? 

-¿Loco? –dijo él-. ¿Y quién hizo esto? ¿Ha? ¿Quién…? 

Con un movimiento violento el soldado cambió la orientación de mi rostro. Aunque tenía los ojos velados, semicerrados, me obligó a fijarme en algo que había a nuestro costado izquierdo. A tan solo unos metros estaba el segundo cuerpo –la camisa verde oliva recogida a la altura del estómago, la tela de los hombros ceñida y húmeda por la sangre–, a quien reconocí como el uniformado castrado por Berenice. En ese momento se escuchó el sonido hueco de una pieza de alfarería que golpeaba una cabeza humana. El cuerpo de mi agresor se desplomó sobre el suelo, y a su lado cayó una maceta de barro rajada. Al instante sonó la voz de Yeyé: 

-¡Con mi familia no se meta, maricón! 

-¡Primo! 

-¿Qué fue lo que pasó? 

-Casi me mata… 

-Ese malparido es un loco. 

-Primo… 

 -¿Él los mató? 

-No sé. 

-¿Y Berenice? 

-Gracias, primo. 

Yeyé guardó silencio y luego me palmeó el brazo. 

-Vamos –dijo. 

-No encontré a Berenice. 

-Es una burra. 

-Debió irse para el rancho. 

-¡Chisss! Nos van a escuchar… 

El cielo estrellado nos mostró el camino de vuelta hacia nuestro refugio. Si mis suposiciones eran ciertas, Berenice debía estar durmiendo sobre un lecho de tablones, sacos de fique y sábanas curtidas, junto a sus hermanas y hermanos, como cachorros arrumados unos sobre otros, incestuosamente. Eso, presumiendo que fuera tan imbécil para creer que estaría a salvo parapetada entre los suyos, bajo las latas de un rancho miserable. Casi llegamos a la casa tolva cuando Yeyé se detuvo en seco, haciéndome la señal de que había algo adelante. Desde nuestra posición distinguimos el relieve de una figura montaraz, pálida en sus contornos musculosos, que mantenía su peso sobre un fardo inmóvil en el suelo. En el momento en que sintió nuestra proximidad, el animal se escondió entre las sombras del piso inferior de la casa tolva. 

-¿Qué fue eso? –pregunté. 

Silencio. Yeyé aguardó quieto algunos segundos, suficientes para calcular el margen de riesgo de seguir adelante. En algún lugar de las cercanías cantó una lechuza. Mi primo tomó aire y lo expulsó como un fuelle antes de atreverse a avanzar, conmigo tras él, dando pequeños pasos, hasta que el cuerpo en el suelo se hizo reconocible. ¡Era el cabo Florido, enmudecido y agonizante sobre un charco de sangre! 

-¿Qué es esta mierda? –exclamó Yeyé. 

Nos quedamos inmóviles. Volteamos a mirar hacia el interior de la estructura que nos había servido de escondrijo hasta ese momento. Desde la oscuridad, nuestras figuras diminutas se dibujaban en las pupilas encendidas de una bestia. Progresivamente, sin dejar de contemplarnos, aquella silueta, apenas visible en la negrura, se puso en movimiento, avanzando hacia el claro en el que estábamos. Tras el telón de sombras surgió una criatura robusta, feroz, con la mata pelinegra de su cabello cayéndole sobre la cintura y sus muslos. Los dientes, la boca, el cuello y el resto de su desnudez lucían manchas con visos de color magenta resplandeciente. Desde lo más profundo de sus instintos, Berenice nos observaba con perversa e íntima confianza en sí misma.
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Publicado por Pedro Ismael Cárdenas Ballesteros
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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