Yo tengo la suerte de conocer a un escritor auténtico, al que aprecio. Y también soy afortunado, porque sé desde hace mucho tiempo que no nací para éste oficio, y que carezco del talento para llegar a considerarme su igual. A lo más que podría llegar sería a imitar a otros narradores, pero la representación, a estas alturas de mi vida, sería lo mismo que exigirle peras al olmo, y como todos sabemos el olmo solo puede producir sámaras o, en el caso de ser acerrado, madera. Y no de la mejor calidad. Así que, ¿por qué no contentarse con ser solo un olmo común, y desarrollarnos con paciencia, en silencio, de forma discreta, sin llamar la atención de los recolectores de fruta, que son cada vez más voraces, severos y exigentes?
La Mala Rodríguez, via Twitter
Sin embargo, esta no es una declaración de principios, sino una confesión. Porque (¡oh, padre!) yo también he pecado. Hace un año tomé la decisión de escribir un cuento para ganar plata, y de paso parecer un escritor de verdad. Me hice de algunos libros de dos de los narradores que más admiro (Carson McCullers y Jean Giono) y emprendí la tarea. El tiempo que tardé en ello habría sido más provechoso si lo hubiese dedicado a caminar, a cocinar, a hacer el amor. Lo digo porque, tras bambalinas, quienes fingimos ser poseedores de un estilo que no se aviene con las pulsiones más honestas de nuestro cuerpo, sentimos vergüenza y desprecio hacia nosotros mismos. Tras casi un mes de trabajo, el resultado final me pareció lo suficientemente respetable para concursar en un certamen nacional con cuyo premio habría podido solucionar mi situación económica durante al menos un año. Así lo hice, pero no gané nada. El martirio fue en vano, y el fingidor comprendió que no se puede engañar al destino.
Se puede engañar a un público, a un pequeño grupo de lectores, a la sociedad. No así al destino ni a nosotros mismos. Ir en contra de esta regla conduce a la desgracia. Pienso en fingidores geniales: Foster Wallace, Roberto Bolaño, Jean d’Ormesson, Philip Roth. Tres de ellos tuvieron vidas empobrecidas por la ambición literaria, y un cuarto se convirtió a la fe católica, porque no hay forma de vivir con una falsa ambición si no es creyendo en una verdad trascendente que la justifica. Hoy agradezco no haber merecido ningún reconocimiento por mi impostura literaria. He vuelto a releer el cuento, y he encontrado errores que justifican la decisión de los jueces al descartarlo. Los he corregido, y aun así es un cuento imperfecto, una mala copia de McCullers y Giono, que finalmente halló su destino aquí, en esta revista, y, parafraseando a uno de los escritores mencionados líneas atrás, es algo supuestamente bien escrito que jamás volveré a hacer.