He llevado a buen término algunas empresas creativas sacándole provecho a esa investidura, pero en el momento en que me creyera mi personaje, en el momento en que la personalidad pública tuviera más poder que el hombre autentico, en ese momento me perdería a mí mismo. No creo en el progreso de la mayoría de la gente, que no tiene destino y se ven obligados a desarrollar habilidades teatrales para sostener una imagen que ellos mismos se inventan, y de la que después no pueden escapar. Mi abuela Elena era una buena mujer. Era auténtica. Maldecía cuando había que maldecir. Y tenía fe en la vida. No tenía nada falso en sí. Hoy en día la mayoría de las personas piensan que pueden conseguir las cosas que quieren porque creen en un destino avalado por Dios. Le llaman así a sus ambiciones. Un destino real ni siquiera se tendría que mencionar en voz alta. Solo se tendría que vivir, y si es realmente nuestro no habría espacio para la pretensión. Quienes se obsesionan demasiado con la idea de un destino personal no ven que sus vidas, como la mía, son mediocres, y que nunca hemos hecho nada para merecer algo en lo absoluto. Todos somos pequeños como enanos. Algunas veces la vida nos sorprende, como a mí, pero lo mejor es no olvidar de dónde venimos y cuan pequeños seguimos siendo. Mi destino como escritor no es más grande que el destino de don Gabriel, un paisano al que conocía desde que era un niño, quien se pasó la vida trabajando en su carpintería y al final se murió. Al igual que él, solo somos una fuerza vital que acabará en detritus.