martes, 22 de noviembre de 2022

Esperpento y realismo en dos novelas cartageneras

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Por Rodolfo Lara Mendoza


La creencia de que Cartagena de Indias será tragada por el mar es de vieja data. Dicen que a principios del siglo XX un loco lo pregonaba a voz en cuello por sus viejas calles, y que cuando había mar de leva el Cristo de la Inspiración era sacado de la iglesia de Santo Domingo y puesto sobre la muralla para conjurar la furia de las olas y frustrarle al mar su intento de recuperar lo que le hemos robado.


Y aunque a Cartagena no le hace falta naufragar, pues ya ha sido engullida por el neocolonialismo de sus polvorientas élites, el hecho de que el mar la cubra asoma como realidad innegable a la luz del calentamiento global y el derretimiento de los polos. Basta visitar los sectores de Bocagrande, Castillogrande o el Centro, en época de lluvias, para que la mierda que emerge oronda nos ofrezca una apestosa manera de constatarlo.


Una novela de aparición reciente que recrea ese naufragio es Bailar con rebeldes, de Francisco Lequerica. En ella Cartagena colapsa de tres modos distintos. En el primero, que bien puede entenderse como crítica a una sociedad que esconde sus miserias bajo el disfraz festivo, la tragedia tiene lugar por medio del rebosamiento de sus manjoles, de los que emerge una mezcla (al principio seductora) de agua de alcantarilla y ron Tres Esquinas. Posteriormente, el colapso se da a raíz de un maremoto que la deja bajo las aguas. Entre uno y otro episodio tiene lugar la toma violenta del control político de la ciudad por parte del personaje narrador y un ejército de jóvenes provenientes de los barrios marginados.


En Música para bandidos, de Uriel Cassiani Pérez, se perfila también ese deseo de tomarse Cartagena de forma violenta, en una suerte de insurrección popular. En una y otra novelas, ese naufragio y esa toma sangrienta pueden traducirse como la necesidad de cambio urgente de las estructuras más profundas de una ciudad que mantiene, disfrazadas de prácticas empresariales, dinámicas esclavistas, racistas y de exclusión social propias de un período que creíamos superado: el colonial. No en vano otro autor cartagenero la ha denominado “Ciudad inmóvil”, acaso para señalar que en ella nada ocurre lejos de las ínfulas aristocráticas y las taras mentales de las cinco o seis familias de siempre. 


En Música para bandidos la idea de tomarse la ciudad aparece al final de una de las tres historias que estructuran la novela y como resultado de un programa de concientización en el que las pandillas de un sector marginado descubren, gracias a las lecturas y consejos de un personaje doblemente marginado (marginado por su condición social y marginado por su interés en la lectura), que sus problemas descansan sobre una lógica de la desigualdad impuesta desde arriba y, más aún, sobre ese esquema de verticalidad. Las pandillas, cansadas de disputarse entre ellas los desechos de la urbe, se reúnen para orquestar la “toma a machete” de “Ciudad de piedra”. Con ese fin es convocada una liga internacional que involucra, entre otros, a jóvenes de las favelas de Río de Janeiro y maras centroamericanos. La intención de demoler las murallas aparece en algún momento de lo narrado como parte de ese programa de reivindicación simbólica (por haber sido construidas con sangre de esclavizados), pero también efectiva en cuanto a toma de control del poder político de la ciudad. 


En ese sentido Música para bandidos nos ofrece, en una especie de “épica de los desheredados” (para referir a un título del poeta Fernando Vargas Valencia), la versión neorrealista del deseo de muchos cartageneros de tomarse Cartagena. Un deseo que más allá de los términos sangrientos en que lo propone la novela puede entenderse como la necesidad de que algo cambie, de que alguien logre sujetar la mano de la ciudad que se hunde en la desigualdad, la miseria, la inseguridad y las aguas. 




Bailar con rebeldes por su parte nos brinda la versión distópica y esperpéntica de ese deseo. En ella se recrean efectivamente esa toma y ese hundimiento a través de una absurda y en ocasiones ridícula pero necesaria deformación que recuerda la propuesta estética de Valle-Inclán de aproximarnos críticamente a una sociedad a través de una imagen deformada de su realidad o, si se quiere, a través de una imagen real de su deformidad.


Llaman la atención en esta novela las contradicciones de un personaje narrador que pese a su rebeldía y su rol de abanderado social se muestra elitista y despreciativo de lo popular. La insurrección que por iniciativa suya tiene lugar, aun cuando los que participan en ella son los “causas y causitas” (personajes socialmente excluidos y atravesados por una violencia que va de la mano de la pobreza y la cultura propia de sus entornos marginados), incurre al término en lo mismo que la origina, pues los causas y causitas terminan reducidos a meros instrumentos de los que el personaje narrador se sirve para realizar el fin que se ha propuesto, un fin que, bien visto, puede juzgarse egoísta por el hecho de tratarse de una simple venganza personal. 


El título mismo, Bailar con rebeldes, parece apuntar a ese hecho. Pues deja ver que quien baila es ajeno al contexto del baile, un extraño que se inmiscuye en la fiesta de manera ocasional, pues de otro modo no recaería el peso de la acción que señala el título sobre ningún otro atributo que no fuera el baile mismo. Algo así como “bailar” a secas, lo que referiría al hecho de hacerlo en un entorno que es propio y natural al bailador. Como fuere, el acto de bailar alude en esta novela al poder de emancipación, más que al de disfrute. Algo que va en la línea de un texto de Gonzalo Arango que, frente a un imaginario andino que concebía el mapalé como mera danza sexual, dejaba en claro el rol emancipatorio de esa danza en cuanto a rotura simbólica de las cadenas y celebración de la libertad. Y aunque a primera vista el baile aquí puede pensarse como ditirambo en el cual la entrega e inconsciencia de los bailarines los lleva a la autodestrucción (como a los indígenas de El entenado, de Juan José Saer), no es en absoluto así, pues el personaje narrador obra con plena conciencia de sus actos. Aunque, alejados de cualquier intento de idealización, hay que anotar que él es en esencia un resentido social que reproduce en sus juicios y actos aquello mismo que condena. ¿Deformación de la realidad o imagen real de nuestra deformidad?


La novela en ese sentido descansa sobre un necesario fondo de contradicción. En ella el discurso se devora a sí mismo en la medida en que el personaje busca reivindicar unos derechos y cerciorarse de que no volverá a ser víctima de exclusión por parte de aquellos sobre los que recae su venganza, pero al mismo tiempo él, que abandera esa rebelión, instrumentaliza a sus actores al reducirlos a objeto sexual o dar lugar a luchas intestinas a raíz de su propia indecisión. Una contradicción que puede leerse como parodia de nuestras gestas independentistas. Esto es, a modo de puesta en escena de eso que en palabras de Frantz Fanon no representa sino un cambio violento de actores en un mismo escenario de representación. Tal como ocurre en el escenario de nuestras guerras de independencia, donde una vez depuesto el extraño opresor, se ha puesto en su lugar a un conocido igual de opresor que aquél.


Bailar con rebeldes y Música para bandidos traducen, cada una a su modo, el aire de descontrol que respira Cartagena, una ciudad que desde su fundación no acaba de ser saqueada, ayer por piratas y corsarios, hoy por delincuentes comunes, producto de la falta de oportunidades, y ladrones de cuello blanco que no demorarán en ofrecerse como salvadores. 

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  • Música para bandidos, Uriel Cassiani, Ediciones Pluma de Mompox, 2019.
  • Bailar con rebeldes, Francisco Lequerica, Nueve editores, 2021.

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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