viernes, 15 de septiembre de 2023

Dos libros sobre "cancel culture", ambos de 2020, ambos escritos por izquierdistas rabiosos y articulados

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Por Alejandro Carpio

Hasta hace poco se suponía que un izquierdista comprometido insistiera en que la "cultura de cancelación" no existe, en que es un invento de la derecha; y en que si existe no es nociva; y en que si es nociva, esta nocividad es por el bien de la humanidad. Aquí, una reseña de dos libros de 2020 escritos por izquierdistas que difieren: 

El primero es We Will Not Cancel Us, de adrienne maree brown (escrito en minúsculas). Se trata de un texto devocional de corte reformista que pretende alertar sobre el fariseísmo autodestructivo dentro del movimiento woke; autodestructivo porque, como señala brown, las cancelaciones fanáticas destruyen la organización de movimientos sociales (y pueden convertirse en arma reaccionaria, como sucedió con Corbyn y Sanders). La autora coincide, en este y otros sentidos, con Lorreta Collins (una pensadora mayor, pero de misma formación), cuyo ensayo de 2019 en el New York Times parte de observaciones similares y concluye parecidamente.
La cultura de cancelación deriva, entre otras cosas, de la adicción a las redes. Hay un estudio de Yale sobre el estímulo que provoca expresar moral outrage en Internet. La ira santa es adictiva y la búsqueda de likes y shares ofrece un incentivo narcisista poderoso. La humillación pública del "otro inmoral" es divertida, como sabe cualquier hipócrita religioso, y el Internet nos posibilita el acceso a ella.
El corazón del libro es un ensayo escrito en medio de la pandemia. Su queja principal es que los call-outs no se están utilizando para arremeter contra el poder, sino para humillar al prójimo (y en ocasiones el compañero) de manera horizontal por errores, contradicciones y malos entendidos. "Can we acknowledge that trauma and conflict can distort our perspective of responsability and blame in ways that make it difficult to see the roots of the harm?" (43). El punto es muy valiente y ligeramente incómodo; a tono con el resto del libro, invita a reflexiones difíciles pero necesarias. Resulta que para una abolicionista como brown, la cultura de cancelación es anatema. "I want us to adapt", escribe,"from systems of oppression and punishment to systems of uplifting and transforming" (59). No se puede estar en contra de las peores manifestaciones del sistema carcelario y a favor de la cultura de cancelación.
La intención de brown no es silenciar los call-outs relacionados con violencia sexual (la autora indica claramente que estos casos deben delatarse firme y abiertamente), sino argumentar que no debe confundirse gimnasia con magnesia y que es contraproducente pintar con brocha gorda, sobre todo porque de esta manera se perpetúa el sufrimiento de las mismas víctimas y se crean víctimas nuevas. Brown también apunta a la posibilidad de que los movimientos sociales se degraden con call-outs producidos por agentes infiltrados maliciosamente (esto es fácil en una comunidad electrónica) o gente a la que no le importa un carajo la justicia social y solo tiene ganas de joder. Aduce irónicamente: "We call it 'transformative justice' when we're throwing knives and insults, exposing each other's worst mistakes, reducing each other to moments of failure. We call it 'holding each other accountable'". Las tendencias autodestructivas de la izquierda se recrudecen gracias al fariseísmo y las dinámicas del Internet; brown no concibe quedarse callada ante estos errores morales y tácticos.
Precisamente para la pandemia (talk about Zeitgeist!) en algunos rincones del mundo cibernético boricua se vivió un episodio conocido como "La Lista", en el cual se publicaron de forma anónima los nombres de personas imputadas de alguna agresión. La agresión específica de les acusades no se establecía, sino su culpabilidad. Este evento complejo es el resultado de muchas variables: una de ellas, la falta de accountability de distintas formas de agresión sexual por parte de las autoridades, la larga y bochornosa historia de violencia de género y persecución racista, del catálogo extenso de actos de opresión sexista, etc., pero también, habría que aceptarlo sin reticencia, del poderoso narcisismo que soliviantan las redes sociales y el profundo placer que provoca humillar a alguien en grupo. El saldo de La Lista fueron dos suicidios, un puñado de enemistades y un par de confesiones kafkianas en las cuales uno que otro acusado aceptó públicamente que era culpable de un crimen que posiblemente había cometido, pero que quizás no cometió, y que en fin no podía precisar porque no sabía cuál era (o sea, performance ritual). Además, asistimos a la creación de nuevo sufrimiento innecesario, como el caso de la hija de unos acusados, que fue víctima de bullying por parte de los justicieros embargados de ira santa.
Brown relata que su ensayo original recibió reacciones asertivas, pero no en su totalidad; lo mismo le sucedió a Ross, a quien un par de imbéciles ha acusado de ser enabler de la opresión (la trayectoria de Ross como feminista y antirracista es impecable tanto en su activismo como en su producción intelectual). A los fariseos no les gusta que les quiten el fuete con el cual azotan al prójimo; it takes out all the fun of being a hypocrite.
El epílogo de la poeta (también afrocuir) Malkia Devich Cyril no tiene desperdicio, tanto por su dominio de la estilística woke como por su honestidad y agudeza. Me provoca una sincera admiración la especularidad e introspección con la que ambas se plantean la urgente necesidad de reconsiderar las prácticas de su movimiento y el riesgo que se corren al sonar la alarma dentro de los círculos contumaces in extremis por los que se mueven.
Desde una izquierda igualmente rabiosa (pero de naturaleza libertaria y medio anarca), la colección de ensayos satíricos de C. J. Hopkins (cis-het, white male, para la concurrencia) titulada The War on Populism. No estoy seguro si brown y Hopkins se han leído mutuamente y aventuraría a que tendrían mucho que criticarse el uno al otro (así es la izquierda), pero me agrada sospechar que un libro complemente al otro.
La cultura de cancelación que ataca Hopkins es menos fratricida y más institucional: la narrativa oficial del capitalismo global en su corte liberal y "antifascista": GlopoCap, según lo llama. El autor despotrica con humor en contra de las histerias con las que la propaganda mainstream (mamada de la teta CNN, de gusanos como Mehdi Hasan; de reporteros adecentados y con corbata que de seguro son correctos, "respetan" y hablan bonito; incluso de exagentes de inteligencia que ahora laburan de politólogos) nos cogen de pendejos. El humor de Hopkins es tan genuino como la ceremoniosidad de brown; e igual de punzante.
Hopkins intenta seguir los pasos de Orwell, por vía de Philip K. Dick. Pudo precisar la transmigración del pánico propio de la Guerra Contra el Terrorismo (¡por ahí vienen los terroristas musulmanes!) al pánico propio de la Guerra contra el Fascismo (¡por ahí vienen los putinazis!), todo en un tono de ciencia ficción postapocalíptica que —como requisito de estos tiempos— retumba con modulaciones conspirativas.
Y suena a conspiración, la verdad. El arte de Hopkins consiste en caminar (perdón por el cliché) sobre el filo de la navaja y sonar alucinadamente, solo para recordarnos que es nuestra responsabilidad individual no creer en narrativas oficiales. Me es fácil leer a Hopkins en retrospectiva, pero no sé qué hubiese pensado de sus textos de haberlos leído en 2018... Sus múltiples atrevimientos le han agenciado que ahora mismo las autoridades alemanas lo estén investigando. Ha impostado la voz del temido antivaxxer que duda de La Ciencia ™️ (o al menos de quienes hablan por ella), así como el librepensador dieciochesco dudaba de Dios ™️ (o al menos de quienes hablan por él).
GloboCap se las ha ingeniado para cancelar cualquier tipo de reclamo antisistema acusándolo de cuanta cosa: al de izquierda, de antisemita y machista (Corbyn, Sanders) y al de derecha, de fascista (putinazismo). Mientras que brown se centra en cómo las cancelaciones deterioran los movimientos de liberación, Hopkins dirige sus cañones a la prensa hegemónica y los discursos oficiales; el tono de brown es amoroso porque se refiere a luchas intestinas entre hermanos, mientras que el de Hopkins es majadero y socarrón porque ataca el poder institucional.
La cancelación más emblemática (e interesante) que diseca Hopkins es Russiagate, el intento de acusar a Trump de ser un agente ruso y literalmente un traidor financiado por el Kremlin. Hopkins no le guarda simpatías a Trump, quien le parece un payaso megalómano y peligroso, pero supo reconocer temprano lo artificioso y ridículo de Russiagate, la narrativa oficial con que por años la prensa hegemónica pintó la figura de Trump y que se convirtió en la Realidad (así, con mayúscula) de mucha gente. Una consecuencia lógica de la teoría de conspiración Russiagate ha sido el apoyo sólido y persistente de la izquierda institucional gringa (el ala progre del Partido Demócrata) al esfuerzo de guerra contra Rusia en un imposible y deshonroso pacto con los neocones de la era de Bush II.
La Realidad incuestionable de la burguesía liberal transatlántica (pero específicamente, la gringa) declaró que Donald Trump solo pudo haber prevalecido en las elecciones de 2016 con la colaboración satánica de Vladimir Putin. Al día de hoy hay quien persevera en la fe de Russiagate y que replica —cuando se le presenta evidencia— que si uno no cree en su corazón y proclama con su boca la sagrada hostia de Russiagate, será porque uno está confabulado con el Maligno No. 45. El fenómeno estremece al más resistente: la derrota de Hillary Clinton magulló el ego de media nación, la cual se entregó al fanatismo y el disparate. Una ideología, concluye el autor, es la Realidad para quien la cree. Propaganda “isn’t meant to fool anybody. It is there to represent normality” (175).
En un momento, no obstante, Hopkins cruza la línea y explicita: “the fake Left loves identity politics because they allow them to pretend to be ‘revolutionary’ and spout all manner of ‘militant’ gibberish while posing absolutely zero threat to the ruling classes they claim to be fighting” (84). Su punto es que las cancelaciones por temas identitarios operan como un mecanismo mediante el cual la clase dominante mantiene divididas a las masas; por ejemplo, los jilets jaunes franceses, los truckeros canadienses, las campañas de Sanders y Corbyn, etc., todos acusados de ser machos racistas de alguna índole. Los pueblos de Estados Unidos y Europa, sostiene, no comenzaron a votar por partidos de derecha porque de un día a otro se hayan transformado en nazis, sino porque la derecha ha usufructuado el malestar dirigido hacia el neoliberalismo global y la izquierda identitaria ha transado con ese neoliberalismo en la figura de Obama, Macron, Trudeau, Sanna Marin, etc.
Con razón o sin ella, Hopkins juzga el identitarianism que conduce a las cancelaciones como un tic mediano burgués. La manera más imbécil de criticarlo es sugiriendo que subliminalmente apoya a Putin y a Trump y a Hitler y a Mefistófeles… La rabia con la que escribe parecería indicar que a él eso poco le importa; prefiere asumir el rol de profeta alucinado, arrebatado por su encargo aciago. Cuando se señala la hipocresía de la sociedad con tanta furia es fácil pasar por infernal.
Quisiera pensar que los libros de brown y Hopkins se complementan. Cada uno trae su propio set de axiomas: uno, tan woke que canta las verdades; otro, tan conspiranoico en su análisis anti-conspiranoico que describe la realidad. La gracia de ambos autores también reside en su dominio de la palabra, aunque sus estilos sean discordes.
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1. brown, adrienne maree. We Will Not Cancel Us, And Other Dreams of Transformative Justice. Chicago, AK Press, 2020. 88 pp.
2. Jopkins, C. J. The War on Populism: Consent Factory Essays, vol II (2018-2019). Consent Factory Publishing, 2020. 190 pp.
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Publicado por Alejandro Carpio
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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