Por @stanislausbhor
Las drogas se agrupan por categorías. Dos muy generales son: opiáceos y psicoactivos. Los psicoactivos han sido tratados por el entretenimiento como drogas sociales y generalmente simbolizan a los ganadores: gentes de élite o en trabajos de prestigio social (corredores de bolsa, trabajos de riesgo, deportes extremos, rockeros, mujeres fatales cercanas al poder económico). En la vida real, resulta menos social el motivo del consumo: la gente que trabaja muchas horas necesita mantener activa la mente. Anthony Bourdain develaba en Confesiones de un chef que en las cocinas industriales donde los trabajadores sostienen turnos de muerte es la cocaína lo que los mantiene en pie. No conozco chistes de la profesión tan directos. El personal médico con sus turnos extra también arrastra esa leyenda. Y los conductores de camión que atraviesan un país en tres noches.
Todos somos un poco adictos a un psicoactivo. Los hay legales e ilegales. La cafeína, por ejemplo, fue promocionada por las potencias industriales (se repartía gratis en Italia, Francia, Estados Unidos) para mantener enchufados a los trabajadores y soldados todo el día a la fábrica y la trinchera. Pero nadie se queja de esa distribución de paliativos del capitalismo, sino que ahora todo se ha ido refinando hasta el café de origen. Dejo aparte el tabaco, cada vez más proscrito de la integración social por la leyenda del cáncer de sus etiquetas.
Las adicciones a opiáceos (otra categoría distinta es: opioides, cocteles de drogas sintéticas, como fentanilo) se asocian a los perdedores (en el entretenimiento), por el grado de deterioro fisiológico y mental: indigentes, locos, suicidas. En la realidad hay un arco casi completo y dramático que traza el yonqui (chirrete, en colombiano) o adicto a los opiáceos en general. Es la Divina Comedia, pero con el paseo invertido y sin Virgilio: El paraíso, El infierno y El purgatorio.
El paraíso placentero viene con el primer chute, el infierno con la abstinencia entre chutes y el purgatorio con los bucles infinitos de la repetición.
En Una cita con la Lady, Mateo García Elizondo (1986) propone un viaje en el pellejo de un yonqui a un pueblo rulfiano, Zapotal, donde éste tiene el propósito de matarse con una combinación de opio y heroína (opiáceos). La Lady es la heroína, que el personaje usa para compensar la descompensación del opio. Y la novela es el retrato de un adicto que agotó sus formas de vivir. Perdió a sus amigos, a su novia, probablemente su familia lo abandonó a él y dilapidó su haber. Solo le queda, al parecer, la muerte. Y buscándola llega a ese pueblo cerca de la selva, como cerca de la selva está la entrada al infierno de Dante. Como únicas posesiones lleva: los instrumentos para chutarse, goma de opio y una onza de Lady. Una vez termine su provisión y recursos, se va a suicidar, anuncia de entrada.
Una sucesión de encuentros y desencuentros con personajes del pueblo, evocaciones de otros yonquis caídos antes que él en el mismo pozo sin fondo, y el leimotiv del éxtasis-abstinencia-otradosis se intercalan hasta el final. Los elementos narrativos más interesantes son las descripciones de la ansiedad por la abstinencia (la chiva, en la traducción a su lenguaje personal de yonqui), que transmite en el lector una emoción abismal y de irrealidad. Pero esa emoción tal vez sea una completa fantasía, pese a que MGE ha dicho en una entrevista que nutrió el relato con narraciones de experiencias contadas por verdaderos adictos. Solo un verdadero adicto podría decir si se acerca a la descripción de la experiencia o si es un resumen de emociones prestadas. En la narración, ese delirio da paso a una muda completa de la realidad: la muerte simbólica en la que está el adicto, lo que crea un efecto narrativo de deslinde entre mundos que ya Rulfo y María Luisa Bombal habían patentado en Pedro Páramo y La Amortajada: el territorio de los muertos.
Las evocaciones tenues de una vida caduca que ha quedado atrás dan el contraste dramático a la historia. Pero no tienen mayor desarrollo en el relato. Tal vez esas breves pinceladas dispares muestran por contraste las alternativas que tuvo antes de dar el salto al vacío de su deshumanización.
El proceso de abandono del yonqui es un guion universal. Los adictos son expulsados de la sociedad. La sanción y la expulsión están a un grado de proximidad: lo primero que se pierde es la familia y luego los amigos adictos. Lo que sigue en ese guion es más o menos variable según la clase social, o la edad. En el caso del protagonista, que abandona una vida de privilegios burgueses y huye a un sitio donde ya no es nadie, se desclasa, para ir al infierno después del paraíso de la integración social de la droga. Para cruzar a ese traspatio las señales anunciadoras de la expulsión ya se hacen inequívocas: cuando dejan de invitarle a fiestas, porque siempre está drogado o en función de drogarse, se ha traspasado a la expulsión (por paradoja e hipocresía: se le expulsa de aquello que una vez lo atrajo a los consumos).
Luego viene el infierno, o deshumanización, en todo caso el abandono, la condición permanente del yonqui y la consiguiente soledad del adicto que es uno de los castigos sancionatorios de la expulsión. Cortada la integración social, abandonado por los seres cercanos, el yonqui empieza su errancia por submundos donde el consumo no es sancionado, o en ambientes permisivos (los fumaderos, los chutaderos, las ollas de las urbes). Pero aún falta traspasar otro umbral: al purgatorio. Porque todavía entre yonquis puede recobrarse un poco de lo perdido en el paraíso: el reconocimiento social (como parodia), los sentimientos (la amistad, vínculos, camaradería) y las agujas de la adicción. El purgatorio vendrá cuando todo eso también se pierda, tras las muertes de perro de los correligionarios de la Lady. El purgatorio para el protagonista es ese pueblo: Zapotal, a donde llega como Juan Preciado en busca de su padre Pedro Páramo y poco después se muere de susto y continúa viviendo, porque la cita con la Lady continuará también después de cada estancia terrenal en el interregno.
Burroughs y Ginsberg o Hunpter Thompson han escrito sobre psicoactivos en Estados Unidos; Baudelaire escribió ensayos sobre Los paraísos artificiales. Otros autores lo han hecho sobre psicotrópicos (ver Artaud: Viaje a la tierra tarahumara, o Castaneda en sus primeros textos) y hay nutrido periodismo sobre psicotrópicos y antropología (pero ese no es un género literario, ni las plantas son drogas). De Inglaterra, que promovió la distribución del opio en China en el XIX, ha trascendido el libro clásico de De Quincey, Confesiones de un inglés comedor de opio. Desconozco si existe la literatura Yonqui latinoamericana, una literatura sobre consumos de drogas. La regla parece ser que los libros sobre consumos o consumidores son escritos en países industriales donde están los picos de consumo y grandes plazas de distribución de drogas. Pero son pocas las obras sobre consumos que se escriben en los países donde los alucinógenos tienen su base de producción.
En Colombia, donde se produce el mayor porcentaje de la cocaína del mundo, apenas si se han escrito libros de literatura sobre cocainómanos (recuerdo El Desbarrancadero, de Vallejo; Sin Remedio de Antonio Caballero). Sobrepasan con creces libros periodísticos o del crimen, que es otro tema: el negocio. Las novelas de los cocainómanos las escriben los gringos en el país consumidor. Igual desproporción tiene México, donde son más tema narrativo el crimen organizado que las drogas, es decir: el personaje literario es más el narco que el adicto.
Continuar el relato más allá de la muerte simbólica del yonqui resulta más que una inexplorada propuesta del punto de vista, un exceso, en esta novela. Aun así, el relato en primera persona consigue despojar al personaje de voluntad y adentrarse en la Divina Comedia del yonqui: rutina de esclavo, espiral del vicio, lucha contra sí.
Cuatro cosas cambian la visión del mundo: la filosofía, la religión, las drogas o el arte. En el caso de las drogas, el precio que hay que pagar por ese cambio de visión es demasiado alto.