domingo, 31 de marzo de 2024

“Las rarezas abundan”

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Sobre El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero


Por Paula Andrea Marín C.

 

Prefiero la locura. No la que se padece, sino con la que se baila.

Christian Bobin en El peligro de estar cuerda (Rosa Montero).

 

Algunas personas ya me habían recomendado este libro de Rosa Montero, que llegó a mis manos de manera “casual” una tarde de octubre en Bogotá, en la increíble librería de Alejandro Torres; me decían que debía leerlo porque soy escritora y el tema son las relaciones, los puntos de contacto, entre locura y creación literaria, locura y creatividad. Hace muchos años no leía nada de Montero, de quien leí un par de libros hace ya mucho tiempo. Este es un ensayo personal, ese género a medio camino entre las memorias, la literatura y el ensayo. Montero combina experiencias propias, datos, muchos datos de investigaciones sobre neurobiología, sobre la creatividad, sobre escritores y escritoras, y un hilo conductor a manera de novela policíaca: la lectora o lector se enfrenta a un misterio que solo se resolverá al final, acerca de una extraña mujer cuya presencia ronda la vida de Montero durante cuatro décadas.

 

Montero parte de un principio: hay una relación muy estrecha entre los diferentes grados de locura y la creatividad artística. Lo comprueban las investigaciones científicas, así como las diversas biografías de escritores y escritoras. Y aquí empecé a preguntarme: ¿Y no podría ser diferente? ¿Dónde están los casos de escritores y escritoras que han podido crear una obra, sin sufrir los desmadres de su mente? De ellas y ellos no habla el libro de Montero y lo más seguro es que no sea un tema que interese a muchos. En varios sentidos, el libro de Montero ayuda a seguir solidificando el mito del o de la artista bohemia y un poco desequilibrada que campea desde el siglo XVIII, y esto haría que el libro careciera de interés para mí, excepto porque hacia la mitad el libro empieza a ser otra cosa: una defensa acérrima de la vocación y de la creación.

 

En últimas, todas y todos somos “raros”; no hay nadie que se salve. Lo resume muy bien una de las frases que hay en el libro: “Todos somos iguales. Todos somos diferentes”; ambas premisas son verdaderas. Nuestras rarezas nos hacen distintas y distintos unos de otros, y el hecho de tenerlas nos iguala. Cada uno y cada una debe sortear esas rarezas, debe encontrar la forma menos violenta consigo misma de asumirlas y de caminar con ellas; las de la vecina siempre nos parecerán más fáciles de sobrellevar que las nuestras, pero lo mejor empieza cuando nos damos cuenta de que es mentira: que si yo tuviera las rarezas de la otra ahí sí me volvería completamente loca.

 

Todas nuestras rarezas pendulan entre dos extremos: la depresión y la angustia, el sinsentido y la ansiedad desesperada, o una combinación de ambas, o una oscilación entre ambas. La pandemia reciente que vivimos disparó los síntomas de la depresión y la ansiedad, y cada vez es más extraño conocer a alguien que no haya pasado por un episodio de depresión, de ansiedad o por un ataque de pánico. En todos los casos se trata de –como dice mi sobrino bello- sobrepensar: dejar que nos coja ventaja un pensamiento negativo en bucle, uno en donde somos solo víctimas u otro en donde somos demasiado exigentes con nosotros mismos; entonces, le abrimos la puerta a la depresión o a la angustia y nos acostamos con ella o nos descarnamos las uñas. En el fondo, todas y todos no hemos dejado de ser niñas y niños heridos, con traumas, acomplejados por alguna u otra razón iguales de válidas en todos los casos. Esas heridas forman creencias y estas a su vez forman los pensamientos negativos en bucle que permitimos que se apoderen de la mente y llegan las emociones, la taquicardia o el desánimo. Quizá por ello la tarea intelectual más importante sería ser un buen jinete de nuestra mente, no dejarla desbocarse o permitírselo y poder decidir hasta qué punto. Y si todos pudiéramos hacerlo, si todos y todas fuéramos felices, ¿qué crearíamos?, ¿cómo sería el arte y la literatura de una sociedad serena, que dejara por fin de estar en guerras internas? Piénsenlo bien. No contesten con la respuesta fácil: muy aburridos o inexistentes. No me la creo. Lo que sí creo es que el concepto de belleza cambiaría radicalmente y con él toda la estética de nuestro tiempo.

 

La ficción –como ya lo había explicado Freud-, actúa como un mecanismo de sublimación de nuestras heridas (infantiles y recientes, porque las recientes actualizan las de la infancia) y, por ello, muchas y muchos artistas han podido salvarse, “protegerse de sus abismos”, a través de la creación de sus obras. Algunos de los pensamientos en bucle logran dar inicio no solo a estados negativos, sino a ensoñaciones o fantasías placenteras y, en el caso de los y las artistas, a la construcción de un mundo ficcional o simbólico: un regalo de los dioses, “pequeñas islas de significado en el mar del desorden”, dice Montero. Pero, de nuevo, ese regalo puede convertirse en algunos y algunas artistas en veneno que mata lentamente, cuando se vuelven adictos a esa especie de “fuego interior”, un estado en el que la asociación de ideas y el flujo de las emociones es fácil y permite una forma de creación en la que el o la artista se siente como bajo los efectos de una droga o de un trance que acalla el yo consciente y los pensamientos destructivos que conducen a una “inseguridad casi aniquiladora”. La búsqueda constante del “fuego interior” puede hacer que aparezcan las drogas o el alcohol para inducir el estado creativo y los ejemplos abundan en la historia del arte y de la literatura. Afortunadamente, no todos los creadores y creadoras necesitan ese efecto para crear sus obras, sino tan solo acallar tranquilamente al crítico o crítica que todas y todos llevamos dentro, nuestros demonios mentales.

 

Dos biografías referidas por Montero me conmovieron profundamente: la de Emily Dickinson y la de Sylvia Plath. En Dickinson, el dolor, las profundas heridas por los abusos sexuales que –todo parece indicar- sufrió y que fueron perpetrados por los hombres de su familia; en Plath, el profundo sufrimiento por sentir que no se esforzaba lo suficiente en ningún aspecto de su vida y, sobre todo, la escisión entre querer ser la esposa perfecta, la madre perfecta, la compañera perfecta para su marido y la conciencia exacta de que las mujeres cargamos con esas exigencias porque nos han endilgado sobre todas las cosas la de alimentar el amor propio de los hombres a costa del nuestro. Ambas “arañaron la belleza de unos hermosos versos, buscando el minuto de sublime emoción que pudiera protegerlas del abismo” (El peligro de estar cuerda).

 

Termino esta nota con uno de los pasajes más bellos del libro de Montero, palabras que deberíamos llevar todo el tiempo con nosotros para repetirlas como una oración, un mantra, una invocación:

 

Si alguna vez sientes que avanza el amok, si la lava se acerca con su aliento de fuego, piensa que este que ahora eres no eres tú. Que tus pensamientos están momentáneamente desconectados; que tu juicio es tan poco juicioso como el de quien se ha tomado una dosis de ácido lisérgico… Aguanta. Aguanta hasta que baje el nivel del alucinógeno. Aguanta hasta que cambie la situación, porque inevitablemente cambiará… Sé tu propio policía, saca la pistola y ordena: sal de ahí. Y saldrás. (El peligro de estar cuerda).

 

Otra cosa: si llego a los setenta, quiero ser como Montero: celebrar mi séptima década tomando un avión para ver a un nuevo amor. Cruzo los dedos…

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Rosa Montero, El peligro de estar cuerda. Seix Barral, 2022.

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Publicado por Paula Andrea Marín C.
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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