Sobre El peligro de estar cuerda, de Rosa Montero
Por
Paula Andrea Marín C.
Prefiero la locura. No la que se padece, sino con la que se baila.
Christian
Bobin en El peligro de estar cuerda
(Rosa Montero).
Algunas personas ya me habían
recomendado este libro de Rosa Montero, que llegó a mis manos de manera “casual”
una tarde de octubre en Bogotá, en la increíble librería de Alejandro Torres;
me decían que debía leerlo porque soy escritora y el tema son las relaciones,
los puntos de contacto, entre locura y creación literaria, locura y creatividad.
Hace muchos años no leía nada de Montero, de quien leí un par de libros hace ya
mucho tiempo. Este es un ensayo personal, ese género a medio camino entre las
memorias, la literatura y el ensayo. Montero combina experiencias propias,
datos, muchos datos de investigaciones sobre neurobiología, sobre la
creatividad, sobre escritores y escritoras, y un hilo conductor a manera de
novela policíaca: la lectora o lector se enfrenta a un misterio que solo se
resolverá al final, acerca de una extraña mujer cuya presencia ronda la vida de
Montero durante cuatro décadas.
Montero parte de un principio: hay
una relación muy estrecha entre los diferentes grados de locura y la
creatividad artística. Lo comprueban las investigaciones científicas, así como
las diversas biografías de escritores y escritoras. Y aquí empecé a
preguntarme: ¿Y no podría ser diferente? ¿Dónde están los casos de escritores y
escritoras que han podido crear una obra, sin sufrir los desmadres de su mente?
De ellas y ellos no habla el libro de Montero y lo más seguro es que no sea un tema
que interese a muchos. En varios sentidos, el libro de Montero ayuda a seguir
solidificando el mito del o de la artista bohemia y un poco desequilibrada que
campea desde el siglo XVIII, y esto haría que el libro careciera de interés
para mí, excepto porque hacia la mitad el libro empieza a ser otra cosa: una
defensa acérrima de la vocación y de la creación.
En últimas, todas y todos somos
“raros”; no hay nadie que se salve. Lo resume muy bien una de las frases que
hay en el libro: “Todos somos iguales. Todos somos diferentes”; ambas premisas son
verdaderas. Nuestras rarezas nos hacen distintas y
distintos unos de otros, y el hecho de tenerlas nos iguala. Cada uno y cada una
debe sortear esas rarezas, debe encontrar la forma menos violenta consigo misma
de asumirlas y de caminar con ellas; las de la vecina siempre nos parecerán más
fáciles de sobrellevar que las nuestras, pero lo mejor empieza cuando nos damos
cuenta de que es mentira: que si yo tuviera las rarezas de la otra ahí sí me
volvería completamente loca.
Todas nuestras rarezas pendulan
entre dos extremos: la depresión y la angustia, el sinsentido y la ansiedad
desesperada, o una combinación de ambas, o una oscilación entre ambas. La
pandemia reciente que vivimos disparó los síntomas de la depresión y la
ansiedad, y cada vez es más extraño conocer a alguien que no haya pasado por un
episodio de depresión, de ansiedad o por un ataque de pánico. En todos los
casos se trata de –como dice mi sobrino bello- sobrepensar: dejar que nos coja
ventaja un pensamiento negativo en bucle, uno en donde somos solo víctimas u
otro en donde somos demasiado exigentes con nosotros mismos; entonces, le
abrimos la puerta a la depresión o a la angustia y nos acostamos con ella o nos
descarnamos las uñas. En el fondo, todas y todos no hemos dejado de ser niñas y
niños heridos, con traumas, acomplejados por alguna u otra razón iguales de
válidas en todos los casos. Esas heridas forman creencias y estas a su vez
forman los pensamientos negativos en bucle que permitimos que se apoderen de la
mente y llegan las emociones, la taquicardia o el desánimo. Quizá por ello la
tarea intelectual más importante sería ser un buen jinete de nuestra mente, no
dejarla desbocarse o permitírselo y poder decidir hasta qué punto. Y si todos
pudiéramos hacerlo, si todos y todas fuéramos felices, ¿qué crearíamos?, ¿cómo
sería el arte y la literatura de una sociedad serena, que dejara por fin de
estar en guerras internas? Piénsenlo bien. No contesten con la respuesta fácil:
muy aburridos o inexistentes. No me la creo. Lo que sí creo es que el concepto
de belleza cambiaría radicalmente y con él toda la estética de nuestro tiempo.
La ficción –como ya lo había
explicado Freud-, actúa como un mecanismo de sublimación de nuestras heridas
(infantiles y recientes, porque las recientes actualizan las de la infancia) y,
por ello, muchas y muchos artistas han podido salvarse, “protegerse de sus
abismos”, a través de la creación de sus obras. Algunos de los pensamientos en
bucle logran dar inicio no solo a estados negativos, sino a ensoñaciones o
fantasías placenteras y, en el caso de los y las artistas, a la construcción de
un mundo ficcional o simbólico: un regalo de los dioses, “pequeñas islas de
significado en el mar del desorden”, dice Montero. Pero, de nuevo, ese regalo
puede convertirse en algunos y algunas artistas en veneno que mata lentamente,
cuando se vuelven adictos a esa especie de “fuego interior”, un estado en el
que la asociación de ideas y el flujo de las emociones es fácil y permite una
forma de creación en la que el o la artista se siente como bajo los efectos de
una droga o de un trance que acalla el yo consciente y los pensamientos
destructivos que conducen a una “inseguridad casi aniquiladora”. La búsqueda
constante del “fuego interior” puede hacer que aparezcan las drogas o el
alcohol para inducir el estado creativo y los ejemplos abundan en la historia
del arte y de la literatura. Afortunadamente, no todos los creadores y
creadoras necesitan ese efecto para crear sus obras, sino tan solo acallar
tranquilamente al crítico o crítica que todas y todos llevamos dentro, nuestros
demonios mentales.
Dos biografías referidas por
Montero me conmovieron profundamente: la de Emily Dickinson y la de Sylvia
Plath. En Dickinson, el dolor, las profundas heridas por los abusos sexuales que
–todo parece indicar- sufrió y que fueron perpetrados por los hombres de su
familia; en Plath, el profundo sufrimiento por sentir que no se esforzaba lo
suficiente en ningún aspecto de su vida y, sobre todo, la escisión entre querer
ser la esposa perfecta, la madre perfecta, la compañera perfecta para su marido
y la conciencia exacta de que las mujeres cargamos con esas exigencias porque
nos han endilgado sobre todas las cosas la de alimentar el amor propio de los
hombres a costa del nuestro. Ambas “arañaron la belleza de unos hermosos
versos, buscando el minuto de sublime emoción que pudiera protegerlas del
abismo” (El peligro de estar cuerda).
Termino esta nota con uno de los
pasajes más bellos del libro de Montero, palabras que deberíamos llevar todo el
tiempo con nosotros para repetirlas como una oración, un mantra, una
invocación:
Si alguna vez sientes que avanza el amok, si la lava se acerca con su aliento de fuego, piensa que este que ahora eres no eres tú. Que tus pensamientos están momentáneamente desconectados; que tu juicio es tan poco juicioso como el de quien se ha tomado una dosis de ácido lisérgico… Aguanta. Aguanta hasta que baje el nivel del alucinógeno. Aguanta hasta que cambie la situación, porque inevitablemente cambiará… Sé tu propio policía, saca la pistola y ordena: sal de ahí. Y saldrás. (El peligro de estar cuerda).
Otra cosa: si llego a los setenta,
quiero ser como Montero: celebrar mi séptima década tomando un avión para ver a
un nuevo amor. Cruzo los dedos…
Rosa Montero, El peligro de estar cuerda. Seix Barral, 2022.