miércoles, 4 de diciembre de 2024

A orillas del dios Padma

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por Rodolfo Lara Mendoza

No está de más insistir, en esta época de esnobismo literario, mercantilismo y vulgarización, en que cada obra vertida desde una lengua distinta a la nuestra llega principalmente para oxigenar y enriquecer el panorama de la propia lengua y el paisaje espiritual de sus nuevos lectores. Pescador del río Padma de Manik Bandyopadhyay no es, en ese sentido, la excepción. Publicada por primera vez en 1934, esta novela nos ofrece una pintura en clave realista de las vicisitudes propias de los habitantes de los márgenes del Padma, en el territorio de lo que hoy en día es Bangladesh.  De modo que su traducción al castellano ayuda a subsanar (tal como dijera Catalina Quesada Gómez a propósito de las traducciones de Octavio Paz, Severo Sarduy y Pablo Neruda) «el error de Colón, aproximando la India asiática, la oriental, a las Indias occidentales, las americanas». 

Padma Nadir Majhik, como se titula en bengalí, cuenta la historia de un pescador de nombre Kúber, cuya vida, signada por la desigualdad social, la precariedad material y la lucha por la supervivencia, tiene lugar en los márgenes del Padma. Junto a este río de aguas inmarcesibles, las inundaciones del tiempo de monzón y la aridez del tiempo seco le irán sumando al drama íntimo del pescador que, con cuatro hijos y una esposa coja, no tiene otra salida que trabajar de sol a sol, a veces enfermo, en un bote ajeno, incluso a sabiendas de que es robado por su empleador, pues debe sacar el máximo provecho de la temporada de pesca si quiere sobrevivir hasta la temporada siguiente.

Con todo y la amenaza del hambre que ronda al barrio de pescadores y la sombra de muerte de rostro premoderno propia de las sociedades marginadas, en Kúber acabará por surgir el deseo amoroso. Un deseo prohibido y teñido con un matiz agónico que recuerda la sentencia con la que Milan Kundera deshace la pretendida unidad científica del cuerpo y el alma, esa de que «basta que el hombre se enamore como un loco y tenga que oír al mismo tiempo el sonido de sus tripas», pues de un modo enfebrecido el personaje sumará a la escasez de alimentos, «al dios del hambre y la sed» que ronda el barrio de pescadores, su propia hambre de amor. 

De esta manera se irán reuniendo en torno a él los elementos propios de la tragedia. Una que, aunque focalizada en el personaje, parece referir a algo mayor, pues en medio de ese juego de sentimientos y pasiones que atraviesan la novela se irá filtrando una pregunta ineludible en cuanto a que toca el problema de la autodeterminación y la libertad humana. Así, desde la primera línea, cuando el narrador advierte que «Estamos en tiempos del monzón», el determinismo que sigue a esa advertencia, y que se va desplegando con ferocidad a lo largo de las páginas, inevitablemente nos llevará a la pregunta por aquello que, más allá de toda diferencia cultural, nos compete a todos: la posibilidad de elegir entre cursos de acción y la responsabilidad que se desprende de esa posibilidad.

Y es natural que así sea. Un autor con la lucidez necesaria para despertar la sospecha incluso en el Partido Comunista al que se afilió en 1944, y con el espíritu libertario suficiente para despreciar la sociedad de castas y la manipulación religiosa en medio de la cual nació, tarde o temprano tenía que sugerir una pregunta de ese calado. 

De allí la puesta en escena de este Kúber, esta suerte de anti-Edipo que, prisionero de sus circunstancias, se cree incapaz de incidir sobre su destino. De allí el drama de este personaje maniatado que sabe que va a sufrir, tanto si se entrega a sus circunstancias como si se resiste a ellas, y que acaso porque no tiene la claridad de Ortega y Gasset cuando dice «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo», tendrá que esperar a que ese mismo destino que lo atenaza sea el que lo obligue a dar el paso que por propia voluntad no ha sido capaz de dar. Un paso por fuera del sistema de castas y de religión, donde quizá tampoco sea posible la libertad sino su simulacro, algo que en lo posible se le asemeje. Porque Pescador del río Padma no responde a la pregunta de si somos libres para decidir o vivimos sometidos a fuerzas superiores que nos gobiernan. Como en toda gran novela, la pregunta queda abierta, aun cuando uno de sus personajes parezca sugerir la respuesta: Joseín Míah, un hombre que es un enigma. Carismático y emprendedor. Un semidios entre aquellos pescadores sujetos a la fatalidad. Su sueño consiste en erigir una civilización en los márgenes de lo conocido, en una isla despoblada y selvática. 

Al igual que en Cien años de soledad, en Pescador del río Padma trasluce el deseo de fundar una sociedad ajena a los conflictos que suscitan las diferencias políticas, de religión o de clase: una isla a la manera de la isla de Utopía de Tomás Moro. Y aun cuando en la novela de García Márquez el carácter de Macondo, conforme al mapa elaborado por José Arcadio Buendía, es más bien peninsular y las pretensiones de éste pasajeras, una y otra fundación pueden leerse como utópicas en la medida en que en ambas se aspira a la creación de una sociedad ideal.

Por un lado, José Arcadio Buendía, movido por un interés social, «había dispuesto de tal modo la posición de las casas, que desde todas podía llegarse al río y abastecerse de agua con igual esfuerzo, y trazó las calles con tan buen sentido que ninguna casa recibía más sol que otra a la hora del calor». Joseín Míah, por su parte, en aras de su proyecto de erección de una sociedad alejada de los conflictos que pueden derivar de la diferencia de cultos, decide suprimir cualquier asomo de religión en su isla: «Ayich Sajab de Rachbari me dijo que si había cien habitantes en isla Moyna y le daban una mezquita y no les daban terreno a los hindúes, entonces él aceptaba ir. Pero si no llevo a los hindúes ¿dónde encuentro gente? Y si llevo hindúes no puedo poner mezquita. Si pongo mezquita, tendría que poner para ellos un templo de Thakur. No, señores, en mi isla eso no va a suceder».

No hay aquí coincidencias. Manik Bandyopadhyay, lo mismo que García Márquez años más tarde, acabará por alinearse en la orilla izquierda de la historia. Su proyecto de fundación de una sociedad como la que presenta en Pescador del río Padma —aunque en contravía con la idea planteada por Octavio Paz en Vislumbres de la India (1995) de «un Estado que englobe, sin suprimirla, la diversidad de pueblos y religiones»— tiene, sin embargo, a la luz de los eventos que propiciaron el nacimiento de su país, su cuota de sentido. No olvidemos la millonaria cifra de muertos producida por el choque que comenzó a tener lugar a partir de los años veinte entre hindúes y musulmanes, siendo el subcontinente indio parte aún de las provincias británicas. Cifra que en 1971 se elevaría a millones, tras resolverse en guerra aquel conflicto con Pakistán que al término dio lugar a la creación de Bangladesh. La propia actitud de su personaje frente a la religión arroja una luz distinta sobre el tema, alejándose de cualquier fundamentalismo. Pues para Kúber —a quien podemos erigir como símbolo de la vida que tiene lugar al margen de las decisiones de la alta sociedad y los gobiernos— la verdadera religión y los verdaderos dioses, al menos los más inmediatos, parecen ser el monzón, el río y las diferentes caras que asume la desgracia. Quizá por ello su único temor en relación con la posibilidad, no tan remota, de irse a vivir a la isla de Joseín Míah no sea la pérdida de su culto religioso convencional, ése que en toda la novela no ha practicado, sino los peligros terrenales que, alimentados por las historias que han llegado a sus oídos, pueda depararle esa aventura.

Su miedo es un miedo naturalizado, el miedo frente a un mundo y unos dioses que escapan a todo cálculo y perviven ajenos a cualquier previsión. El miedo ante lo que se desconoce. Un miedo para el que valen las palabras del viejo pescador de Hemingway, a propósito del pez contra el que está luchando: «el castigo del anzuelo no es nada. El castigo del hambre y el que se halle frente a una cosa que no comprende lo es todo». Así mismo se haya Kúber: en medio de algo que no comprende. Inmerso en ese universo que pese a su realismo bien puede asimilarse al retrato mágico de aquel Macondo donde es posible que llueva de continuo por más de cuatro años sin explicación alguna. Aunque en Pescador del río Padma no hay exageración ni fantasía. La suya es la fotografía de un mundo hostil en el que las únicas reacciones posibles ante la instrumentalización del hombre por el hombre y la hostilidad de los elementos parecen ser, respectivamente, el desprecio y la resignación. De modo que Kúber solo puede mostrar respeto hacia los elementos, esos que en cualquier instante y de un modo caprichoso pueden desatar su furia sobre los humanos. Tal vez por ello la referencia al flotar. La ilusión de abandonarse al capricho de unas aguas que, así como posibilitan la vida, pueden también quitarla. Lo de Kúber es temor, respeto y veneración, no por aquel Dios que «vive en los barrios de los ricos» sino por estos otros dioses encarnados en una naturaleza que por lo inexplicable adquieren un rostro mítico, como ese curso de agua, tan crucial en su vida, que le permite decir que «ni la nube colorada, ni el pájaro que vuela o la paja en la orilla quedarían si no existiera el Padma».

Hábilmente, Manik Bandyopadhyay ha conducido a su personaje desde la religión instituida hasta esos dioses naturalizados del país del agua, como un tránsito necesario hacia su liberación. Tal vez por ello, al término de esa suma de calamidades que constituyen la vida de Kúber, la isla de Moyna —ese lugar alejado de los dioses— sea, con todo y la oscura leyenda que la precede, el único lugar capaz de ofrecerle al pescador la ansiada tranquilidad.

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Publicado por Revista Corónica
Las opiniones expresadas son responsabilidad de sus autores. Revista Corónica es una publicación digital. ISSN 2256-4101.

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