Por Gustavo Agudelo
El ruido de la calle me despierta de un sueño intranquilo. Es miércoles. Hay monstruos, lluvia, puertas que se cierran, las farolas de un auto atravesando la niebla espesa y luego un pasillo interminable cuyas paredes van encogiéndose a mi paso. Son la 1:37 am. Subo la persiana que separa la ventana de la habitación del hotel de los ojos inquietos de la calle. Dos mujeres discuten acaloradamente porque un cliente se fijó primero en una de ellas antes de que la otra decidiera romper con los acuerdos implícitos del oficio. Lo veo todo. No sólo a las dos mujeres que van elevando el tono de voz, consiguiendo partidarios para su causa a medida que agrupan personas a su alrededor, gente que asiente, ríe y van estrechando el espacio entre la una y otra. Nadie puede verme. La luz no está encendida, la ventana es enorme, el vidrio está cubierto por una película opaca que impide que alguien pueda fisgonear desde el exterior; las voces me llegan nítidas ante la ausencia de vehículos. Me fijo en las personas que de a poco se van reuniendo: un hombre con una gorra de los Yankees de Nueva York, leñadora a cuadros gastada y zapatos embarrados que aspira repetidas veces de un frasco de color amarillo; un negro corpulento que sonríe divertido, empuja a una de las mujeres que discute sobre la otra antes de amarrarse los pantalones raídos con algo que parece un lazo. No lleva zapatos. Vuelvo a fijarme en las mujeres. Pestañina, rubor, lápiz de labios, tatuajes; el maquillaje no consigue disimular las cicatrices del rostro ni los rasgos masculinos. Hay silencio. Los espectadores han dejado de alentar la discusión porque una de las mujeres ha sacado un cuchillo de no sé dónde porque ninguna lleva bolso o maletín encima. Da un paso adelante y de nuevo atrás, sostenida en puntas de pies, danzando, con la hoja del cuchillo en alto, lista para dar el zarpazo definitivo ante el menor descuido de su contrincante. Se mueve con precisión, con experticia. Me fijo en la mano que empuña el arma. Va de un lado a otro, al mismo ritmo del cuerpo, de la respiración, a la espera de que una ráfaga de viento le indique que su rival ha bajado la guardia para poder atacar. La otra mujer se agacha, tantea el pavimento en busca de piedras, de cualquier objeto que le permita defenderse, sin dejar de mirar no a los ojos de su oponente sino al cuchillo que flota sobre su cabeza. Todo pasa muy rápido. La multitud se dispersa cuando el reflejo de las luces rojas y azules rebota sobre las paredes de los negocios.
Confieso ahora que he sido muy cuidadoso con los detalles porque mi terapeuta ha dicho que tiendo a inventar recuerdos, a dar por reales situaciones que no ocurrieron. En otras palabras, que tengo tendencia a fabricar mi propia realidad. Estoy muy seguro de lo que ocurrió aquel día. Fui testigo de algo cotidiano, de una acción que puede ocurrir a diario y que por ordinaria a nadie le interesa. Como si la rutina precisara de novedad para volver a llamar la atención. No saldrá en los diarios, no habrá noticia alguna que nos informe que aquello en verdad ocurrió. ¿A qué le llamamos entonces realidad? Lo que viví esa noche me hace pensar en el hecho de que la realidad necesita de una serie de requisitos que la validen para que sea oficial. Necesita de referencias bibliográficas para que alguien la tengo en consideración. Como la paradoja filosófica en que la que un árbol cae, pero no hay nadie que lo vea o escuche caer y por tanto no estamos seguros de si el árbol cayó o no; ni siquiera eso, no estamos seguros de si el árbol existe. La dialéctica que hay entre filósofos como Nietzsche (no hay hechos, sólo interpretaciones) y Russell (hay que atenerse a los hechos) ha marcado ya no la historia de la filosofía (Platón lo pensó primero que todos), sino la historia de la humanidad. En “La isla de los ciegos al color”, Oliver Sacks nos da un golpe conceptual al relatarnos su viaje a unas islas del Pacífico donde sus habitantes ven todo en escala de grises y, por tanto, tienen una forma de concebir e interactuar con el mundo que difiere de quienes lo ven a color. A mí esa lectura me voló la cabeza. Hablamos de la realidad como si el solo hecho de participar de ella nos diera la certeza de que comprendemos cada una de las partículas de las que está hecha como dice Heidegger del concepto del ser. Tal vez Agustín no sólo hablaba del tiempo cuando intentó definirlo puesto que a lo que llamamos real también podríamos aplicarle esa misma definición.
Yo no tengo idea de lo que es la realidad. El sólo hecho de que exista un sustantivo común para denominarla se me hace anacrónico, abusivo. Lo que sí creo es que es mejor hablar en plural (realidades) y que ese sustantivo común existe para solucionarnos un quebradero de cabeza, un enorme problema conceptual que palidece frente a la contundencia de una definición. Las definiciones tienen el noble propósito de permitirnos vivir tranquilos, no perder el sueño o la cordura. Las definiciones nos permiten reconciliarnos con el mundo, comprenderlo, controlarlo. ¿Podemos definir la realidad? Nietzsche afirmaba ser “víctima de una perturbación de la naturaleza”, acusando de su mala salud a la electricidad de las nubes y a la energía volcánica del monte Etna y, ya internado en el manicomio de Jena, aseguraba a los gritos haber pasado la noche en compañía de prostitutas. Philip K. Dick jamás dudó de la veracidad de sus alucinaciones e incluso, convenció a su mujer de llevar a su hijo al médico por una hernia que resultó cierta y fue operada con éxito. John Nash, a quien Russell Crowe inmortalizó en la memorable “A Beautiful Mind”, estaba convencido de que trabajaba como agente secreto de los Estados Unidos en un asunto de seguridad nacional y era perseguido por comunistas. En mi caso diré que mi terapeuta ha insinuado que puedo padecer de un trastorno límite de la personalidad y ya no sé qué es real y qué no. ¿Es la realidad una construcción que nos ha sido asignada de antemano o, por el contrario, es una construcción humana derivada de nuestra evolución biológica y por tanto existen tantas realidades como humanos interactuando con ellas? Mi mejor amigo de la infancia se quitó la vida después de luchar contra una ruptura amorosa, de visitar a sus padres a diario y hacer notar que todos los días que se sentaba a la mesa el reloj marcaba las misma hora: 11:10 am. Tal vez sea sólo una coincidencia, no lo sé. Hace muchos años visité a doña Flor, su madre, me contó que decidieron enterrarlo en el cementerio central porque le tenía fobia al campo, me animó a visitarlo e hizo énfasis en el hecho no me iba a perder porque el número de la tumba era el 1110, próxima al panteón de los músicos. A veces el azar es la respuesta que damos a lo que no podemos explicar. A lo mejor los mecanismos que sostienen la realidad son tan complejos que no estamos en condiciones de comprenderlos de manera inmediata y sólo después atisbamos un orden que estuvo frente a nosotros todo el tiempo.
La historia que rodea la muerte de mi amigo me estremece, se me hace del todo reveladora. ¿Es la realidad un escenario que habitamos o es un organismo con el que interactuamos y establecemos un diálogo? Recuerdo que cuando era adolescente comencé a quejarme en las noches, a dormir mal y a despertar con la cara y el cuerpo aruñados. Las marcas eran profundas y dolorosas, como de animal herido luchando por sobrevivir. Ignoro ahora cuántas noches ocurrió aquello. Lo que sí sé es que mamá decidió meter unas tijeras grandes bajo mi almohada con la instrucción precisa de clavarlas al aire cuando sintiera que algo se posaba sobre mí. No funcionó. Los ataques siguieron ocurriendo noche tras noche. Nada los detenía, ni las tijeras, ni el agua bendita que rociaba mamá sobre mi cama todas las noches, ni padresnuestros o avemarías, ni el medicamento para la ansiedad recetado por el doctor Rivera. Hasta que un día a mamá le dio por llenar mi habitación de sal y lo que fuera que estuviera ocurriendo conmigo no volvió a suceder. Lo último que supe fue que mamá habló con varias vecinas, hizo preguntas, visitó casas, corroborando relatos que confirmaban lo que ya alguien le había dicho o agregando información nueva que reafirmaba la historia inicial. Unos días más tarde escuché cómo discutía acaloradamente con una vecina, acusándola de bruja, de hechicería y trato con el demonio. No me atreví a salir. Mi instinto de supervivencia indicaba que lo mejor era permanecer en el interior de mi habitación. La siguiente semana tuve la oportunidad de ver que Liliana, una de las vecinas que más frecuentaba mi casa, empacaba todo lo que tenía dentro de un camión para irse del barrio y no volver nunca más.
No me interesa graduarme de filósofo, pero considero que la realidad es múltiple, tan basta que el infinito es sólo de una de sus dimensiones y lo que logramos atisbar es sólo un fragmento de uno de sus pliegues. Participamos de la realidad al tiempo que la creamos a través de nuestra interacción con el mundo y con los demás. La cuestión de la interacción es interesante puesto que no sólo es un fenómeno objetivo, sino que está mediado por nuestras emociones, situaciones especificas y estados de ánimo. Hace muchos años, cuando me ganaba la vida con la música y el teatro, me gustaba mucho una mujer a la que invité a una obra en la que actuaba. Al día siguiente le pregunté a uno de mis compañeros si la habían visto dentro del público porque yo nunca la vi. Esa noche me encontré con ella y me dijo que la próxima vez disimulara un poco más porque no le había quitado la mirada de encima en toda la presentación. Comprendí entonces que la realidad se fragmenta, se deforma, responde de una manera u otra a nuestros deseos y emociones. Es unipersonal y colectiva. La realidad es una estética. La gran paradoja es que los seres humanos determinamos la realidad y ésta nos determina en la medida en que interactuamos con ella. Le he dicho a mi terapeuta que para mí la realidad es el camino más corto a casa, que cuando siento que algo no está bien, que lo que transcurre frente a mis ojos parece ir perdiendo forma, difuminándose en colores opacos, en formas extrañas y hostiles, en rostros conocidos que no deberían de estar allí, busco el camino más rápido de regreso. La cuestión aquí es que los caminos son múltiples, las distancias son relativas y dependen del lugar donde nos encontremos. Ojalá mi terapeuta no pierda de vista eso. A veces quiero cometer la herejía de abrazar al Wittgenstein del “Tractatus” cuando dice que “de lo que no se puede hablar es mejor callar”, pero mientras el sol va cayendo a través de los muros, mi perro dormita bajo mis pies, la luz cambia de forma a través del vidrio de la ventana y mi terapeuta insiste en que debo llevar un diario donde registre lo que ocurre durante el día y si estoy seguro de si es real o no, pienso que Pessoa definió todo esto mejor que nadie cuando escribió
¿Qué idea tengo yo de las cosas?¿Qué opinión es la mía sobre causas y efectos?¿Qué he meditado yo sobre Dios y el almay sobre la creación del mundo?No lo sé. Pensarlo es para mí cerrar los ojosy no pensar. Es correr las cortinasde mi ventana (pero no tiene cortinas)